El 'caso Weinstein': sexo, mentiras y... cine

“Le dije: Mr. X, creí que usted era productor, ahora veo que es exhibidor”.

1940, plató de la MGM. Arthur Freed es conocido por su toque mágico para el cine musical, ha producido alguna obra importante pero lo mejor está por venir, de sus manos saldrá la pieza maestra del género: Cantando bajo la lluvia (1952). En su despacho, a solas, Freed recibe a la estrella infantil Shirley Temple -doce años- la niña prodigio del musical. En un momento de la entrevista Freed se desabotona los pantalones y le enseña a la actriz su miembro viril.

Shirley Temple es un caramelo para los depredadores como Freed, cabeza visible de la manada de pedófilos hollywoodiense. Pero la Temple es una niña y se ríe inconscientemente de la “cosita” de Freed. Aquello la salva, el productor se siente humillado y la expulsa del despacho. La Temple conservará su contrato y lo contará en su libro de memorias. Freed seguirá produciendo hasta los años setenta, cuando su brillante estilo haya caducado.

Los sátiros y faunos llegaron a las Colinas de Hollywood al mismo tiempo que lo hacían las películas. En Los Ángeles, el mercado de la carne -starlettes que buscan su lugar en el sol a cambio del sucio trato del amor- ha acompañado cada festival, cada entrega de premios, cada fiesta de fin de rodaje desde que el cine es cine. En Hollywood hay pervertidos y víctimas: niños prodigio muertos en descampados como Bobby Driscoll; muñecas decapitadas como Jane Mansfield; mujeres fatales cuyas cenizas se perdieron en tiendas de antigüedades como Veronica Lake. En Hollywood, como decía Scott Fitzgerald, “las vidas americanas no tienen segundos actos”.

Sin embargo, hasta hoy, la industria del cine siempre había procurado tapar las debilidades de sus miembros más desviados. En 2014, por ejemplo, en una maniobra de autoprotección típica de la industria, un documental riguroso, ponía en la picota a Bryan Singer -director de la exitosa franquicia X-Men- como participante en bacanales con adolescentes. Poco antes del estreno, las denuncias a Singer fueron retiradas y la sombra sobre el director conjurada presumiblemente tras un acuerdo prejudicial. El documental (An open secret, 2014, de Amy J. Berg) fue boicoteado por la industria.

El escándalo Weinstein se ha convertido en algo más que un caso aislado. Los presuntos acosadores, violadores, pederastas, se cuentan por docenas. La lista de señalados se ha convertido en una sección más de la prensa mundial, no sólo la especializada.

Algunos invocan la prudencia periodística para detener la sangría. Woody Allen habló de caza de brujas. Sin embargo, las denuncias se suceden; la exposición del abuso se ha convertido en algo más que un controvertido hashtag de Twitter. Parece que la comunidad hollywoodiense ha de poner nuevas reglas si quiere dar una imagen de tolerancia cero frente a los acosadores; hasta ahora una cultura perversa los había encubierto, pero hoy las grandes productoras ya no pueden permitírselo, la sospecha de colaboración con los corruptores mancha todo aquello que toca.

Para aquel que ha estado alguna vez en una posición de inferioridad ante alguien que ha de juzgar el talento, la sensación es conocida. La industria creativa se supone que premia la inspiración y la frescura, en cambio las guerras que han de librarse en las trincheras para conseguir que un proyecto tenga luz verde muchas veces no tienen nada de romántico.

La cultura corporativa de Hollywood concentra el poder en muy pocas manos. Los Rudin, Weinstein, Jacobson, Moritz, dominan un negocio donde es imprescindible su voluntad para que “la película” salga adelante. Y lo único que importa en Hollywood es “la película”.

En ese contexto hay que encuadrar la fulminante suspensión de la serie protagonizada por Kevin Spacey, la otrora aclamada House of Cards. Sin embargo, más discutible parece la decisión de Ridley Scott, que ha eliminado todas las escenas del actor en su nuevo filme, Todo el dinero del mundo. Parece que Spacey no daba la edad para el papel y había de ser absurdamente maquillado. Scott, aprovechando la coyuntura, habría impuesto al actor que quería desde el principio pero que Disney no le había dejado contratar.

Todo es relativo con tal de conseguir el apoyo del estudio, el contrato de distribución. Por eso, cuando alguien con la capacidad para derribar todos esos obstáculos pone en la balanza una compensación de tipo sexual, que puede facilitar la respuesta positiva, es muy fácil caer en la tentación si el acosado presenta una posición débil.

Pero la podredumbre en la industria del cine es sólo la punta del iceberg. Joe Biden, vicepresidente de Estados Unidos durante la era Obama, denunció en una reciente gala de los Oscar la cultura de la violación que se ha instalado en las exclusivas universidades americanas. Harvey Weinstein asistió a aquella gala -siempre ha estado nominado- y aplaudió el discurso, al fin y al cabo, no iba con él.

El problema es mucho más profundo. La cultura del abuso sexual es una verdadera lacra, conforma una estructura tóxica. Todo aquel que haya seguido las noticias de los últimos días puede constatar cómo las denuncias se han extendido al ámbito de la política, el deporte, la comunicación o la industria digital. De Palo Alto a Washington han ido cayendo, una tras otra, figuras antes respetadas. ¿Qué tienen en común todos esos ídolos de barro?

A todos se les podría hacer la misma pregunta:

- ¿Por qué lo hiciste?, Mr. X ¿Por qué destruiste a aquellos que se acercaron a ti?

- Porque podía.

Fernando Hernández Barral es doctor en Comunicación Audiovisual y guionista.

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