El castigo de la historia

Todos conocemos esas visiones de Berlín después de la noche del 13 al 14 de agosto de 1961, imágenes grisáceas, con el blanco y negro fuerte y áspero de las primeras películas de Rossellini: la calma helada del cerco de alambre y cemento bajo el cielo nublado, el roce sombrío del cuero y las culatas de los fusiles, y el silencio de la noche interrumpido por los disparos de los tiradores de élite.

También conocemos esas otras visiones del Berlín del 9 de noviembre de 1989: imágenes de alegre resplandor que sustituyen a las antiguas de horror, miedo y vergüenza, jóvenes escaladores que con botellas de champaña en la mano rocían a un lado y a otro del Muro, y soldados que contemplan, incrédulos, la riada humana, contra la que por primera vez desde 1961 no han recibido orden de disparar.

Todos, salvo contadas excepciones, fuimos esa noche berlineses como Kennedy lo fue en 1963; como lo hemos vuelto a ser no hace mucho, con motivo del vigésimo aniversario de la caída del Muro de Berlín, mientras los noticiarios nos devolvían al feliz estrépito de fierros y pedrones de aquel noviembre dulce, sentíamos otra vez la presencia del deshielo y recordábamos que la historia la escriben y reescriben las mujeres y los hombres de este mundo a la medida de sus sueños, esfuerzo y voluntad.

Pero el motivo de este artículo no es analizar el significado histórico de la desaparición del Muro ni subrayar el pesimismo que ha sucedido a aquella esperanza berlinesa y europea de 1989, sino el encuentro de Mijaíl Gorbachov y Erich Honecker durante el cuarenta aniversario de la República Democrática Alemana y la advertencia que el primero hizo al segundo poco antes de que el comunismo comenzara a hundirse en Europa: «La historia castiga a los que llegan tarde».

Honecker, que a diferencia de Gorbachov, confió hasta el final en el decorado del paraíso socialista y en la represión de cualquier gesto o voz discrepante, no tardó en padecer la crudeza de aquellas palabras. Ambos eran comunistas desde su juventud. Pero Gorbachov se dio cuenta de la propia debilidad de la Unión Soviética y de que, para evitar el colapso, era necesario cambiar de rumbo y abrir la caja de Pandora de las reformas políticas. Honecker, no. El primero sacó el cambio a la calle, popularizándolo, exigiendo reforma y transparencia. El segundo siguió como si no pasara nada, insistiendo en que el Muro continuaría en su sitio otros 50 ó 100 años más. A Gorbachov le sucedería como a Lincoln -no podría controlar la imprevisible espiral de los acontecimientos-, pero en compensación a su audacia recibió el premio Nobel de la Paz y el respeto internacional. A Honecker, en cambio, Alemania occidental acabó devolviéndole su Muro de Berlín: porque el anciano presidente del Consejo de Estado de la República Democrática Alemana y secretario general del Partido Socialista Unificado de Alemania fue procesado por la muerte de 192 compatriotas que habían intentado huir del paraíso socialista durante su mandato, y fallecería en 1994, en Chile, encadenado al ancla más anacrónica de finales del siglo XX.

El destino común es el olvido, dice el emperador Marco Aurelio en sus apuntes y máximas. Pero casi igual de común es el destino de aquéllos que llegan tarde a los cambios de la historia o que son incapaces de ver a tiempo lo que ya se ve. Hasta se podría decir que el final de Honecker obedece a una ley recóndita de la historia, que su hundimiento y posterior condena reproducen un fenómeno habitual en las crónicas del poder. Es el destino de Demetrio Sóter, en la Antigüedad, empeñado en resucitar las dinastías que nacieron de la ocupación macedónica a pesar de la fortaleza del gran coloso romano. Es el destino de Carlos I de Inglaterra, que paga con la cabeza su obstinada defensa del derecho divino de los Reyes y su incapacidad para entender que el Parlamento de su época era más independiente de cuantos le habían precedido. Es el destino de Carlos IV de España, embobado en el irreal universo de la Corte mientras los sueños imperiales de Napoleón electrizan Europa. Es el destino de Neville Chamberlain, que mientras Churchill alertaba un año sí y otro también, un mes sí y otro también, sobre la siniestra amenaza de la Alemania nazi y las exigencias de Hitler, abrazaba el pacifismo y postulaba que para evitar problemas y, Dios no lo quiera, una guerra, había que apaciguar al Führer. Chamberlain murió enseguida, poco después de que el jerarca nazi comenzara la guerra más devastadora que ha conocido el mundo, aplastado por la conciencia de su insondable ceguera.

Quien acierta a ver el cambio de agujas de la historia y decide que ha de empezar de nuevo genera una energía capaz de renovar el mundo en torno a él. Recuérdese al camaleónico y oportunista Santiago Carrillo, que después de vivir la guerra civil en Madrid y los años lóbregos de Stalin en Moscú, supo desprenderse a tiempo de la esclerosis soviética y contribuir a la conquista de nuestra democracia.

Por el contrario, quien se agarra a las quimeras del pasado no tarda en consumirse rápidamente en la desesperación y la tristeza. En 1833 Chateaubriand, que ya tenía más de sesenta años, fue a visitar a la familia de Carlos X de Francia, refugiada en un castillo de Praga gracias a la hospitalidad del Emperador de Austria-Hungría. Después de unos días, Chateaubriand se dio cuenta, una vez más, de que la corte desterrada por la Revolución de 1830 no tenía remedio. Políticamente estaba compuesta por un rebaño de cretinos. Ni el Rey ni sus compañeros de destierro habían aprendido nada de las tremendas desventuras sufridas. Según Chateaubriand, era como si estuvieran momificados dentro de las ideas que habían llevado al Antiguo Régimen a la catástrofe. Alrededor de Carlos X estaban los mismo fósiles que le habían conducido al exilio u otros parecidos.

De vuelta a París, resumiendo sus recuerdos y sus impresiones del viaje, Chateaubriand escribiría una carta a la duquesa de Angulema muy extensa y de una lucidez admirable, donde decía: «La legitimidad, en Francia, ya no es un sentimiento; sólo es un principio, y lo es a condición de que garantice las propiedades y los intereses, los derechos y las libertades. Pero si se demostrara que no quiere o no puede defenderlos y garantizarlos, dejaría de ser incluso un principio».

Pues bien, la situación de los actuales dirigentes del PNV, desplazados del poder por Patxi López, se parece trágicamente a la de los Borbones franceses en Praga. La única diferencia es que los jefes peneuvistas no tienen un Chateaubriand que les diga verdades tan tremendas. Y, aunque lo tuviesen, tampoco le harían caso. Por eso, lo más probable es que sigan repitiendo que hay que dar un nuevo cheque de confianza a Otegui para que amanse a sus pistoleros. Por eso, lo más probable es que continúen anclados en los siniestros tópicos del pacto de Estella. Fosilizados dentro las jeremiadas de su ex-presidente Arzalluz, no se dan cuenta de que de un modo o de otro tal vez les aplaste el crudo destino que Gorbachov adelantó a Honecker: «La historia castiga a los que llegan tarde».

Fernando García de Cortázar, director de la Fundación Dos Mayo, Nación y Libertad.