El catalanismo en España y la paloma de Kant

El catalanismo como movimiento político independentista surge en España en la segunda mitad del siglo XIX, y lo hace en buena medida como reacción segregadora de la población nativa catalana respecto a la población procedente de otras partes de España -murcianos, andaluces, extremeños, etc.- que llegó a Cataluña durante ese período atraída por su prosperidad industrial. Una industria que se desarrolló, precisamente, bajo el marco jurídico político de la legislación española -el famoso proteccionismo arancelario en favor de la industria textil catalana, tan admirablemente estudiado por Jesús Laínz en su último libro El privilegio catalán, Ed. Encuentro 2017-, y que en ningún momento supuso un menoscabo para la población nativa en cuanto que, como catalanes, jamás sus derechos se vieron mermados, socavados o disminuidos (la idea de una de "Cataluña oprimida" es completamente fantástica en este sentido). Al contrario, se produjo más bien un empobrecimiento del resto de la población española -sufrió particularmente la industria gallega del lino, que desapareció en favor del algodón- para que la industria catalana pudiera colocar sus productos en un mercado español protegido por el arancel.

Sin embargo, desde el catalanismo se entiende que esa filtración migratoria procedente del resto de España representó, y sigue representando, una amenaza para la conservación y prosperidad de la nación catalana, entendida esta como una sustancia cultural -en el sentido “superorgánico” de Frobenius o de Spengler-, como un romántico Volkgeist, con sus señas propias de identidad -como son la lengua catalana, el folklore, incluso la raza, etc-, y que requiere de un Estado propio -“derecho de autodeterminación”- para que tal sustancia cultural catalana no se termine perdiendo o disolviendo -degenerando- en la cultura española (es el fichteano “Estado de cultura” que arrastró a Alemania, por cierto, directamente al holocausto –recordemos en este sentido que el derecho de autodeterminación era el primero de los 25 puntos del NSDAP-).

Y es que está claro que el Estatuto de Autonomía en vigor (del año 2006), marco legal por el que se rige Cataluña en tanto comunidad autónoma española, no es suficiente para los líderes del catalanismo actual, con el expresidente de la Generalidad Puigdemont a la cabeza, puesto que ellos siguen reclamando un régimen institucional que tenga el carácter de Estado de pleno derecho, que es lo que quieren ahora ver, y así lo ponen de manifiesto en la campaña electoral del 21-D, en esa “república de Catalunya” recién declarada. Ni la aplicación del artículo 155, ni, menos aún, las grandes manifestaciones de Sociedad Civil Catalana de octubre, aunque puedan representar un duro golpe para el catalanismo, lo van a hacer desaparecer, ni tampoco su capacidad de movilización social, de la noche a la mañana.

Así pues, aún basándose en una visión completamente trastocada de la realidad histórica, para el catalanismo España representa una lacra, un peso muerto para el mantenimiento y prosperidad catalanas -"España ens roba" es el lema que ya todos conocemos- siendo así que no van a parar hasta lograr la segregación de todo lo que de español (o, más bien, lo que se tiene por tal) haya en la sociedad catalana, considerando además, por petición de principio, a lo catalán y a lo español como si fueran conjuntos disyuntos, sin puntos de unión entre sí. Una segregación, por cierto -y en esta línea hay que poner las palabras de Núria de Gispert dirigidas a Inés Arrimadas, sugiriéndole que volviera a Cádiz si estaba en contra del procés-, que en su origen tenía un componente supremacista racial antisemita evidente (y que tras la experiencia de la Shoá se ha ocultado, pero que sigue ahí transmutado en forma de supremacismo cultural, lingüístico, etc), haciendo de los catalanes literalmente una grey superior, por su ascendencia aria, al resto de españoles, a los que se les suponía mezclados con la despreciable raza semita.

Así Enric Prat de la Riba, padre del catalanismo actual, con monumentos y calles dedicadas en toda Cataluña, decía literalmente que existen “dos maneras de ver diametralmente opuestas: la opinión catalana y la opinión castellana o española; la una positiva y realista, la otra fantasista y charlatanesca; la una llena de previsión, la otra el colmo de la imprevisión; la una ligada a la corriente industrial de los pueblos modernos, la otra nutrida de prejuicios de hidalgo cargado de deudas e inflado de orgullo. Estos son los rasgos distintivos propios de los dos pueblos que son la antítesis uno del otro por la raza, el temperamento y el carácter; por el estado social y la vida económica.[...]. Los castellanos, que los extranjeros designan en general con la denominación de españoles, son un pueblo en el que el carácter semítico es predominante; la sangre árabe y africana que las frecuentes invasiones de los pueblos del sur le han inoculado se revela en su manera de ser, de pensar, de sentir y en todas las manifestaciones de su vida pública y privada” (La question catalana, 1898). Otros miembros de la Lliga, como el conocido doctor Bartomeu Robert, que fue alcalde de Barcelona, utilizaba ya directamente la craneometría frenológica para justificar la supuesta “superioridad” catalana (en el libro de Francisco Caja, La Raza catalana., ed. Encuentro, se pueden leer muchas más perlas racialistas soltadas desde el catalanismo político).

Sea como fuera, partiendo pues de la premisa, producida por el espejismo del privilegio catalán, de que España representa una ruina -cultural, económica, incluso racial- para Cataluña, el catalanismo ve como necesario su desligamiento político -la célebre desconexión- respecto del resto para su propia supervivencia como pueblo: así han pensado, y siguen pensando, desde muchas instituciones ligadas a los órganos de administración autonómicos de Cataluña, pero también desde muchas instituciones (culturales, sociales) al servicio del nacionalismo fragmentario.

Ahora bien, lo paradójico de esta concepción viene dado por la misma constatación de que Cataluña, bajo el yugo español que supuestamente la oprime, se va a transformar, a lo largo del XIX y hasta bien entrado el siglo XX, en la región más rica de España, convirtiéndose a su vez Barcelona, en el contexto de la jerarquía urbana española, en la ciudad más habitada (así hasta la Guerra Civil) y expansiva de España (no hay más que ver sus edificios, sus plazas, sus avenidas, su urbanismo con el maravilloso Ensanche a la cabeza), y con uno de los puertos más activos del Mediterráneo (desplazando a Valencia en este sentido, más vigoroso en siglos anteriores). Y esto ocurre precisamente, el auge de la prosperidad catalana, cuando España, a partir de la Constitución de Cádiz (1812), se convierte en Nación política en el sentido contemporáneo, y Cataluña en una de sus partes más destacadas.

Dicho de otro modo, es la constitución nacional de España base, y no lastre, de esa prosperidad catalana, de tal manera que es su identidad como parte de España lo que termina caracterizando a la sociedad actual catalana: no es, pues, Cataluña una “nación oprimida” por España, como quiere el catalanismo, sino más bien al contrario, una región privilegiada de España.

Y es que opera aquí una suerte de espejismo -el catalanismo es un espejismo- que se parece al espejismo que sufre la famosa paloma de Kant (en el prólogo de la Crítica de la razón pura) que cree que el aire, por la resistencia que ofrece, es un obstáculo para poder volar, cuando es el medio sin el cual el vuelo para ella sería inviable (metáfora, a su vez, que le sirve a Kant para hablar de las relaciones entre la facultad de la sensibilidad y el entendimiento). De la misma manera que el aire para la paloma, el ámbito nacional español es el medio a través del cual ha prosperado Cataluña como región, viendo el catalanismo en ello, sin embargo, un obstáculo, cuando sin ese medio, sin esa legislación que permitió el proteccionismo arancelario, no hubiera podido Cataluña prosperar como, en efecto, lo ha hecho, a costa del empobrecimiento de otras partes de España.

Naturalmente el enriquecimiento de Cataluña implica, necesariamente, el enriquecimiento de España, al ser Cataluña parte suya -al fin y al cabo la decisión del mantenimiento del régimen proteccionista arancelario se toma, claro, en Madrid-, pero al producirse el proceso de industrialización de un modo tan desigual, muy localizado regionalmente -Cataluña, País Vasco, etc-, ello facilita que se produzca ese espejismo por el que pareciera que las regiones más ricas, mejor dotadas, se ven lastradas por las más pobres, peor dotadas -y aquí aparece la ideología supremacista, de nefastas consecuencias-, cuando ello es el resultado, no de la mejor o peor dotación de cada región -genio de la raza regional, ni cosas por el estilo-, sino, insisto, de una política nacional común.

Una política nacional, la que produjo el privilegio catalán, que, en todo caso, ni siquiera comenzó en Madrid ni en Barcelona, sino, justamente, en Cádiz, a donde, en efecto, sería bueno volver como punto de partida nacional doceañista frente al nacionalismo fragmentario segregacionista.

Pedro Insua es profesor de Filosofía y autor de los libros 'Hermes Católico' y 'Guerra y Paz en el Quijote'.

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