El catolicismo en España

Por José Antonio Zarzalejos. Director de ABC (ABC, 09/07/06):

HA declarado el muy moderado e inteligente presidente de la Conferencia Episcopal Española -gran moralista y prelado de enorme humildad- que «la sociedad española está apagada, moribunda y es poco responsable de su propio futuro». Ricardo Blázquez -que ha soportado con una dureza de pedernal las invectivas de los nacionalistas vascos («Un tal Blázquez», dijo el felizmente jubilado Javier Arzalluz; «loro viejo no aprende a hablar (euskera)», bramó el también afortunadamente amortizado Iñaki Anasagasti)- ha utilizado una metáfora que remite a la ausencia de vigor del catolicismo en España. Es verdad. Decae en nuestro país la vigencia de la militancia en la religión en el contexto de un panorama histórico europeo signado por el relativismo moral que el Papa Benedicto XVI ha denunciado con lucidez y claridad. Peter Seewald, biógrafo del Pontífice, en la entrevista que hoy publica ABC, afirma que Ratzinger «cree que los problemas de la Iglesia vienen de que hemos perdido la cultura y el patrimonio de la fe, que muchos ya no saben de qué hablan ni de qué va el mensaje de Cristo». También la afirmación de este periodista resulta, como la del obispo de Bilbao, pesimista y crítica para con la situación general del catolicismo. Y las evidencias acompañan esta sensación de decadencia moral católica que se percibe entre nosotros.

Según una encuesta del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) de agosto de 2005, el 79 por ciento de los españoles se declaraba católico, pero casi el 50 por ciento «casi nunca va a misa»; el 17 por ciento acude «varias veces al año» y sólo el 18 por ciento va «todos los domingos y festivos». Es cierto que la práctica religiosa no es la única variable a considerar, pero al implicar una actitud activa y comprometida, resulta muy importante. Más aún cuando se observa -en este caso en la encuesta de la Fundación Santa María del año pasado- que sólo el 10 por ciento de los jóvenes es católico practicante, no lo es el 39 por ciento, en tanto que el 21 por ciento se declara ateo y nada menos que el 25 por ciento dice ser indiferente o agnóstico.

La penetración de otras religiones en España no es significativa, aunque comienzan a emerger los evangelistas -aparecen, incluso, en lugares insólitos desde una perspectiva católica, lo mismo que algún agnóstico declarado que pasa por ser adalid de la Iglesia-, y algunas sectas inician acciones de reclutamiento muy sutiles, pero lo que predomina es la indiferencia hacia el núcleo de la creencia religiosa. Parece enseñorearse una entelequia trascendentalista que no alcanza ni siquiera a una cosmovisión y que, de cualquier forma, no conlleva pautas de conducta moral rígidas. Existe todo un muestrario de religiosidad prêt à porter que cada cual adapta a sus circunstancias. Se trata de creencias que se privatizan con renuncia expresa a su proyección social, razón por la que la sociedad española no plantea señales de beneplácito o de rechazo demasiado visibles a normas y leyes que alteran esquemas de valores que se creían muy acendrados en nuestra convivencia. Esta situación de flaccidez moral ha sido denunciada por la Conferencia en una reciente Instrucción Pastoral sobre la que no hubo discrepancia de género alguno entre los obispos españoles.

Ahora bien, la sociedad española es culturalmente católica y sus referencias de identidad colectiva y familiar consisten en una secularización de ritos, hábitos y prácticas religiosas católicas que siguen vivas en nuestro tiempo. Los niños siguen siendo bautizados por los padres en un porcentaje altísimo; los progenitores siguen también reclamando formación religiosa para sus hijos; los matrimonios eclesiásticos se mantienen en cifras que todavía superan a los exclusivamente civiles y la creencia en el más allá hace que los ritos funerarios trasciendan a la mera costumbre social de celebrarlos. Esta realidad es compatible, sin embargo, con una perceptible ausencia de vigor en el debate moral que debería acompañar a la modificación, a través de políticas legislativas o gubernativas, de los valores sociales e individuales. Los católicos parecen haber renunciado a abrirse a una discusión inteligente sobre la proyección pública de sus criterios morales, imbuidos de un individualismo que no se sabe si es debido a la inconsistencia en sus propias creencias; a la asunción de una mal entendida tolerancia ética o a la ignorancia supina sobre las potencialidades del mensaje de Cristo. Me inclino a pensar que, aun existiendo una mezcla de todas esas razones, las nuevas generaciones desconocen la energía solidaria, la belleza y la capacidad de integración «de la cultura y patrimonio de la fe» a que se refiere hoy en este periódico Peter Seewald.

Efectivamente, quizá sea la ignorancia sobre el mensaje de la fe la que hace que la sociedad esté «apagada, moribunda», como dice el obispo Blázquez. Y si así fuere -como denuncia también el biógrafo del Papa-, habría que volver a empezar una evangelización propia del siglo XXI que habría de plantearse desde la unidad de propósito de nuestros prelados y clero -a veces encelados en discusiones políticas y en juegos de poder- y conforme a un lenguaje inteligible para los ciudadanos de un mundo agresivo, desigual, insolidario y difícil. Los discursos pulpitares o la petrificación de los criterios morales, así como la incorporación de una semántica dogmática hasta en aspectos perfectamente relativos, impiden que la Iglesia progrese y que su mensaje resulte convincente. Los prejuicios anticlericales y antirreligiosos se suelen solventar a través del conocimiento recíproco. Ratzinger ha dado un excelso ejemplo de sintonía con las necesidades de la Iglesia al mantener un larga y fecunda conversación con el teólogo disidente Hans Küng, no para convencerle ni, mucho menos, para ser convencido, sino como pauta en el hacer contemporáneo que el periodista Seewald, en la entrevista que le hace hoy en nuestras páginas Ramiro Villapadierna, sintetiza en el hecho de que el Pontífice «valora el diálogo con quien piensa distinto, busca el análisis para crear puentes y nunca ha querido que se desdeñe lo positivo de una tendencia por sus aspectos negativos».

En esta sencilla descripción de la actitud del Papa está la clave de la nueva evangelización. Que requiere algo que Benedicto XVI ya está aportando: desprendimiento de las adherencias ideológicas y políticas adquiridas en exceso por la Iglesia para incrementar así los perfiles pastorales. En esa línea deben entenderse decisiones tales como las llamadas a la disciplina de determinadas organizaciones eclesiales intermedias que estaban creando una especie de contrapoder frente a la jerarquía, el nombramiento muy meditado de cardenales responsables de dicasterios estratégicos y la designación reciente de un secretario de Estado -el cardenal Bertone-de extracción pastoral -en la actualidad y hasta el 15 de septiembre, arzobispo de Génova- y no diplomática, como ha venido siendo tradicional.

La recuperación del rigor teológico y la entrega a la fe por encima de la ideologización política son, seguramente, una clara indicación papal dirigida a la Iglesia en su conjunto. Si se siguiesen estas indicaciones, el humus católico de la sociedad española aportaría recursos intelectuales y morales para el debate público, en el que la jerarquía católica debe ser preservada de los males de la división interna, el sectarismo, el enfrentamiento con este o aquel sector social o político. Hay, por el contrario, que aquilatar su carácter institucional y transversal porque sólo desde un planteamiento verdaderamente fraternal -Deus caritas est- podremos en el futuro volver a afirmar la solidez católica de España. Aunque el presidente de su Gogierno -en otra de sus decisiones tácticas y provocativas- no asista hoy a la misa del Santo Padre en Valencia. Es audaz Zapatero, pero se confunde.