El caudillo que no pudo ser

El 10 de septiembre de 2009, coincidiendo con el 150 aniversario del nacimiento de Francesc Macià, el Parlamento catalán acogió un homenaje a su figura. Que el homenaje tuviera lugar en aquella fecha y no once días más tarde —que es cuando se cumplía en verdad el siglo y medio conmemorado— obedecía, por supuesto, a la voluntad de entreverar la efeméride en los fastos de la Diada. La Cataluña política llevaba ya entonces tres largos años sin vivir en sí, atenta al menor suspiro del Tribunal Constitucional, por lo que reforzar los actos del día de la patria catalana con la evocación de quien fuera primer presidente de la Generalitat republicana e impulsor del primer Estatuto de Autonomía de la era moderna —y de todas las eras imaginables— no solo permitía conjuntar pasado y presente, sino también, y muy especialmente, seguir calentando motores. De ahí que el presidente del Parlamento, Ernest Benach, reuniera para la ocasión a los sucesores vivientes del homenajeado, o sea, a Jordi Pujol, Pasqual Maragall y José Montilla, y les invitara a hablar. Como es natural, quien más, quien menos, todos hablaron del «abuelo» Macià y de su ejemplo. Y todos enlazaron el —a su juicio— glorioso ayer republicano con el sombrío presente de hace poco más de un año. El Estatuto y sus miserias, claro. Pero también la necesidad de contar con un Macià redivivo, con alguien que acaudillara, llegada la hora, un movimiento unitario de respuesta a una sentencia adversa del Constitucional, que cada vez se presumía más probable.

Ese hombre, ese nuevo caudillo catalán, no podía ser otro —legalidad obliga— que José Montilla. Así lo indicaron, así lo reclamaron entonces públicamente, tanto Pujol como Maragall. Y así lo asumió el propio afectado: «Estaré al frente de la respuesta institucional que haga falta». Quizá por ello, cuando hizo falta —esto es, diez meses más tarde, tras conocerse el fallo y el consiguiente alcance de la tijera y de la lima—, el presidente de la Generalitat se puso, resuelto, al frente del movimiento. Y convocó una manifestación. Pero —lo recordarán, sin duda— las cosas se torcieron y en vez de terminar la marcha en loor de multitud, como hubiera sido su deseo y como habría cabido esperar de un guía supremo, conductor de su pueblo, tuvo que abandonarla fuertemente escoltado, entre el griterío y los insultos de los manifestantes, para refugiarse en la sede del Departamento de Justicia.

Ignoro, por supuesto, qué le pasó por la cabeza aquel infausto 10 de julio de 2010 mientras aguardaba allí dentro a que la marabunta escampara. Pero no me extrañaría lo más mínimo que pensara ya entonces en pisar el freno. Y, si no entonces, al cabo de poco. No era solo aquel fin de fiesta inesperado, aquel caudillaje que no pudo ser. Estaban también las encuestas. Desde mediados de marzo dibujaban un panorama francamente distinto al de meses anteriores: el tripartito ya no sumaba lo necesario, y, aunque el principal batacazo se lo llevaban los independentistas de ERC, los socialistas también recibían lo suyo. Total, que, en los pronósticos demoscópicos, CIU se hallaba muy cerca de esa mitad más uno del Parlamento autonómico que permite no tener que gobernar en comandita. Por otro lado, el número dos del Gobierno y máximo representante del ala nacionalista del PSC, el consejero de Economía Antoni Castells, había empezado a expresar por lo bajín a quien quisiera oírle que con él ya no contaran. Así las cosas, el fracaso del todavía presidente de la Generalitat era un hecho. Ni había podido erigirse en el caudillo de todos los catalanes, ni había sido capaz de conservar la mayoría parlamentaria surgida de las urnas y de los pactos a tres ni había logrado, en fin, que el sector catalanista de su partido, al que se había entregado en cuerpo y alma, siguiera secundándole. En lo sucesivo, ya slo le quedaba cambiar de rumbo.

Pero para eso, claro, necesitaba tiempo. Mucho más del que tenía por delante. De ahí que empezara creándolo. Y como no podía estirar el calendario añadiéndole algún mes más, apuró hasta límites insospechados el margen de que disponía para fijar la fecha de las elecciones. Al fin y al cabo, no pesan igual cien días de campaña que sesenta. Porque lo que Montilla emprendió nada más volver de vacaciones fue una verdadera campaña. Eso sí, harto singular. Y no tanto por su duración exagerada como por su insólita naturaleza. Lejos de basarse en una suma de propuestas, más o menos razonadas, sobre lo que los socialistas catalanes piensan hacer en la próxima legislatura autonómica como prolongación de sus siete años de gobierno de presunto progreso, la campaña ha consistido hasta la fecha en un goteo incesante de renuncias. En soltar lastre, vaya. Y en nada más.

Bien es cierto que ese desprendimiento doctrinal no ha sido en modo alguno aleatorio. Al contrario. Ya sea por boca del presidente de la Generalitat en alguno de sus esforzados discursos; ya sea a través de las declaraciones de algún palafrenero; ya sea mediante vídeos o comunicados; ya sea, en fin, porque el programa electoral así lo recoge, el partido se ha ido desasiendo poco a poco de muchos de los oropeles identitarios con que había adornado en los últimos años su discurso y sus obras. Sobre todo en el frente lingüístico. Tras apoyar durante el septenio tripartito cuantas medidas coactivas iba tomando el Gobierno de la Generalitat, y ello tanto si correspondían a un departamento propio como si concernían a uno de ERC, los dirigentes socialistas se han destapado ahora como unos firmes partidarios del bilingüismo y de una política para la lengua catalana basada en el estímulo, el convencimiento y el imprescindible consenso. Ver para creer.

¿Significa ello que Montilla y los suyos han llegado a la conclusión de que la vía identitaria no conduce a ninguna parte? O, en otras palabras, ¿puede inferirse de ese cambio de rumbo que las famosas dos almas del PSC, la españolista y la catalanista, van a quedar reducidas en el futuro a una sola, y no precisamente la segunda? En absoluto. Si algo han evidenciado esos siete años de tripartito es el carácter meramente instrumental —y, en consecuencia, oportunista— de la bipolaridad socialista. Por más que los rectores del partido hayan insistido, una y otra vez, en la transversalidad del PSC en tanto que supremo garante de la cohesión social en Cataluña, los hechos han demostrado, con parecida insistencia, que en esta parte de España no existe otra transversalidad —es decir, otra instancia de poder político y social— que la constituida por el nacionalismo catalán. Así fue con Pujol y Maragall, así ha sido con Montilla, y así será, presumiblemente, con Artur Mas. Si ahora el partido opta por esconder su cara más autonomista en vísperas de unas elecciones autonómicas es tan solo porque está convencido de que las va a perder. Y porque considera que, ya puestos, más vale perder por poco tratando de recuperar unos votos, los del cinturón de Barcelona, que en otro tiempo fueron suyos, que hacerlo por goleada. Al fin y al cabo, aquel caudillo que no pudo ser aspira a seguir viviendo, mejor o peor, del cuento. Y, con él, toda la tropa.

Xavier Pericay, escritor.