El celibato

El carisma opcional

«Una regla de vida y un regalo para la Iglesia». Así define el Papa el celibato. Un bien, un enorme bien, pero siempre que no sea impuesto. La Iglesia siempre ha considerado el celibato como un carisma. Pero a los sacerdotes latinos se les impone obligatoriamente como condición sine qua non para poder ejercer su ministerio. Y, cuando un carisma se impone, se vacía de significación.

Por eso, muchos en la Iglesia (incluidos prestigiosos jerarcas, como el cardenal Martini) consideran que el celibato obligatorio es una rémora para la evangelización y para la autenticidad del clero, así como un contrasigno y un freno a los derechos humanos. Y, si vox populi, vox Dei, el 75% de los fieles católicos es partidario de que pase a ser opcional.

Tanto en África como en Latinoamérica se puede constatar a simple vista la abolición práctica del celibato. Un carisma que no encaja en sus culturas, donde la paternidad es un don. Muchos curas tienen mujer e hijos. Y sus obispos lo saben perfectamente.

La propia Iglesia católica admite en su seno a decenas de curas anglicanos casados que se pasan al catolicismo y siguen ejerciendo el ministerio sacerdotal. Con evidente agravio comparativo para las decenas de miles de curas católicos que, por haberse casado, fueron obligados a abandonar el ministerio y reducidos al estado laical. Y hasta tachados de «traidores». Los curas católicos de rito oriental también pueden casarse. Antes, su presencia se circunscribía a los países del Este, pero ahora ya proliferan en España, a donde se desplazan siguiendo a sus fieles rumanos, búlgaros o ucranianos.

Doble rasero. Doble vara de medir e ingente desperdicio de recursos para una institución que ya no puede cumplir con su obligación primordial: celebrar la eucaristía para sus fieles.

Los curas casados católicos son más de 100.000 en todo el mundo y unos 6.000 sólo en España. A pesar de que, según la doctrina católica, siguen siendo sacerdotes eternamente, porque el sacramento del orden imprime carácter, una vez que se casan no pueden volver a ejercer como tales.

Sin razones teológicas de peso para apuntalar su obligatoriedad, el celibato sólo se justificaría por imperativo económico. Porque, como sostiene el sociólogo Lewis Coser, la Iglesia es una «institución voraz» que tiene que alimentarse de sus miembros y monopolizar su fidelidad para poder subsistir.

Con el celibato opcional, el sacerdote perdería poder sacral, dejaría de situarse por encima del laicado y le costaría menos ponerse a su servicio en igualdad de condiciones. Al mismo tiempo, compartiría la misma vida familiar de la mayoría de sus fieles y sufriría sus mismas penas y compartiría sus mismas alegrías. El cura como uno más, como un servidor de la comunidad.

José Manuel Vidal es periodista especializado en temas religiosos y exsacerdote.

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Sí, quiero (ser célibe)

Ni imposición inhumana, ni modo de ejercer un control sobre los sacerdotes y las finanzas de la Iglesia, ni aberración teológica, ni abuso de autoridad, ni castración de los sentimientos.

Intentar reducir el celibato a una norma de carácter práctico, destinada exclusivamente a liberar a los curas de otras preocupaciones para que puedan dedicarse a las tareas pastorales es una simplificación insultante. Más perverso aún me resulta considerar que su pervivencia a lo largo de los siglos responda a una estrategia encaminada a despersonalizar a los sacerdotes y convertirnos en soldados al servicio de los intereses de la Iglesia, cual estéril ejército de oscuras intenciones que marcha al margen de la realidad.

Lo cierto es que los curas no elegimos el celibato, sino el sacerdocio. En la actual situación, en el mismo paquete de nuestra ordenación nos viene dada la renuncia a formar una familia. No es una renuncia como otra cualquiera, porque el peso que tiene sobre el equilibrio de nuestra personalidad y sobre la autenticidad de nuestro testimonio cristiano es mucho mayor.

Desde la más absoluta sinceridad, es preciso reconocer que el celibato es un camino que se recorre con andares inciertos: mientras se camina se va descubriendo lo que supone haberse puesto en marcha. La alegría inicial, aquella confianza de los primeros años, se torna pregunta bajo el peso del día a día. Los célibes conocemos las noches oscuras, aquellas en las que dudamos del porqué de nuestras renuncias. Son noches duras, lo sabemos bien. En algunas de esas madrugadas hay compañeros que han dejado de serlo, que han renunciado a seguir construyendo su vida como uno más entre los hombres, pero distintos al resto. No son peores. Yo creo que sólo Dios es juez.

Pero tampoco es cierto que no hay felicidad en el celibato, que es una opción caducada y que no contribuye a la realización de las personas. Es falso que sea una pesada carga, insoportable en sus mismos orígenes. No es verdad que no cumpla una función noble en la vida de la Iglesia.

Desde sus orígenes, allá por el año 300, millones de hombres han dicho «sí, quiero». Sí, quiero ser célibe: para que mi decisión sea un testimonio de cómo puede Dios llenar la vida de un ser humano. Sí, quiero ser célibe: porque he experimentado que me elegían para servir a Dios en la Iglesia y en cada encargo he notado cómo se me daban las fuerzas necesarias para afrontarlo.

Claro que hablo en clave de creyentes. Es que sólo desde la fe que comparto con muchos otros es posible decir este «Sí, quiero». Lo contrario me convertiría en un solterón, y yo no soy eso. Soy célibe porque sé que me han elegido para este servicio y se han fiado de mí mucho más de lo que merezco. Por eso, pese a mis noches, yo sí quiero.

Carmelo Pérez es sacerdote y periodista.

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