El celo del cancelador

- Abril de 2003, hace casi veinte años:

«Ahora que todos los negros son buenos y todos los maricones unos seres muy simpáticos, a ver si la sociedad esta se reúne y decide de una vez que no todos los violadores somos mala gente». La mire por donde la mire, esta me parece la mejor frase inicial de un cuento que yo haya escrito nunca. A veces fantaseo con que algún día todo el alumnado de Primaria la recitará en clase con el mismo éxtasis poético -y con la misma ausencia de connotación moral- con que se recita el inicio de el Quijote. Es mi única valoración y toda mi preocupación: haber construido un buen relato satírico. Creo que desde un punto verdaderamente ético es la única preocupación que debe tener un escritor.

Nunca pensé que eso me iba a meter en tantos problemas. De niño nunca leí literatura infantil. A los 10 años devoraba las violentas novelas de Thompson, Highsmith, Manchette o Pérez Merinero. Nunca pensé que mi educación literaria fuera una abominación, al contrario: he considerado esa mi principal ventaja como autor. Esta primera frase de mi cuento El violador -con el que se abrió mi debut en la literatura de ficción, Todas putas- marcó el resto de mi carrera y me condenó a un malditismo que ni siquiera podía presumir de ser maldito, porque no procedía de los USA o Francia. Simplemente no existía. Ese es el método de la cultura de la cancelación: no hablar de lo que incomoda, hasta que el autor se muera. Y entonces, los mismos periodistas que no han hablado jamás de ti o que han contribuido a tu lapidación- cobran por redactar una necrológica en la que concluyen compungidos que «fue injustamente olvidado en vida».

El celo del cancelador- Año 2005:

Acorralado por los insultos públicos de un largo etcétera de colegas muy comprometidos con algo, los cuales exigen no solo la prohibición de mi obra sino que me metan en la cárcel por escribir esa ficción, comprendo que se me han cerrado demasiadas puertas como para forjarme un respeto en mi gremio, así que decido empezar de cero y me presento por vez primera a un concurso literario. Si gano un concurso literario, demostraré que no soy el monstruo que dicen que soy. O al menos, que soy un monstruo que escribe bien, lo cual a mí ya me sirve. Me presento al Premio de Cuento Camilo José Cela de los Premios del Tren 2005 para toda Hispanoamérica, con una propuesta absolutamente medida -como tradicionalmente se hace con los premios financiados con dinero público-, donde no haya cabida para la controversia ni la ambigüedad moral: todo es bonito en mi cuento, todo son sentimientos positivos. Es el único cuento que no parece mío. Acabo entre los seis finalistas de casi mil textos participantes. Acudo a Madrid para la entrega de premios. Debo conformarme con un accésit.

Unos meses después, recibo el libro que recopila los seis cuentos. Mi nota biográfica adjunta dentro del libro no solo silencia que yo sea el autor de Todas putas (lo cual es como hacer una semblanza de Peter Benchley y no mencionar que es el autor de Tiburón), sino que además el presidente del jurado se permite definirme en su introducción como «buen escritor aunque quizá demasiado provocador para el gusto del jurado». ¡Por un cuento que tiene cero ambición provocadora! ¿O por un pasado que ni siquiera se atreven a mencionar? Comprendo que mi identidad es una desventaja para consolidar una carrera autoral.

- Año 2007:

Un amigo periodista me pone en contacto con una revista literaria madrileña y consigue que me acepten una colaboración en forma de cuento de ficción. Escribo el relato más salvaje que soy capaz de concebir. Un mes más tarde, de visita a la capital, me presenta a la editora de la revista. Ella me atiende abstraída y solamente cuando ya estamos estrechando nuestras manos, repara en cuál es mi nombre: su sobresalto consecuente, el recule de su mano en la mía y la mirada de miedo que me dirige son imposibles de olvidar.

Más tarde mi amigo me confiesa que mi cuento causó tal indignación entre los suscriptores de la revista, que muchos se dieron de baja. A mí eso me parece un mérito literario.

- Año 2022.

Me dicen que la cultura de la cancelación es la gran amenaza de hoy a la libertad de creación. Y yo, que he jugado siempre a contracorriente de lo que el poder espera de un fabulador, no siento que haya mucha diferencia respecto a otras épocas. Solo que se le llamaba de otra manera.

En 1948, por ejemplo, el escritor barcelonés Francisco González Ledesma ganó el premio Plaza y Janés con la impresionante novela Sombras viejas, una crónica del sentimiento de derrota de la izquierda barcelonesa tras nuestra Guerra Civil que él, en su bisoñez, ingenuamente pensó que vería la luz sin mayor problema: de inmediato, un censor prohibió su publicación y aseguró al autor que no volvería a publicar en su (añadan el calificativo que deseen, yo ya estoy marcado) vida. Eso sí fue una cancelación con todas las letras: durante gran parte de esa vida represaliada, González Ledesma se vio obligado a publicar novelas populares del Oeste bajo, entre otros, el pseudónimo Silver Kane, y con la democracia alcanzaría al fin un estatus de prestigio notable con su verdadero nombre. Pero nunca borraría de su semblante la amargura de ese primer sinsabor. Con esto quiero decir que sí, que la cancelación ha existido siempre. Lo preocupante es que la ejerzan personas que presumen de ser demócratas en lugar de presumir de ser franquistas. Eso es lo preocupante que sucede hoy.

A veces, hasta se da la ironía de cancelar a los canceladores: eso sucedió hace un año con el genio de los cómics Frank Miller, expulsado del festival británico Thought Bubble cuando otros invitados como él amenazaron con no asistir debido a que consideraban inaceptable la islamofobia de sus tebeos. Lo gracioso es que en España los grandes mesías progres del sector de la historieta acallaron la noticia, porque en España todos ellos aman a Frank Miller. Que, en efecto, es un autor facha. Un gran autor facha. Si se hubiera llamado Francisco Molinero, se hubieran sumado a su linchamiento mediático sin dudarlo. Pero así de emocionalmente dependiente del colonialismo estadounidense es nuestro sector cultural. Y ahí sí prefirieron silenciar a los artistas musulmanes indignados.

Pero la ironía mayor es que la práctica de la cancelación se basa en la incultura global: si nuestra sociedad leyera, se daría cuenta de que cualquier obra literaria escrita antes de 1990 es, por descontextualización, digna de ser cancelada y, por tanto, se reiría de lo absurdo de fiscalizar la fantasía. Pero seamos justos: a la mayoría le importa un rábano la cultura de la cancelación. La masa ve La que se avecina y se parte de risa con el humor cafre y libre de series de ese pelaje. Quienes se enrolan a cancelar son profesionales de la cultura y la comunicación, que sí deberían ser gente leída y con un mínimo bagaje intelectual. Mi impresión personal es que sí lo poseen, pero no les interesa demostrarlo. Mi impresión personal es que les interesa fingir que creen en la depuración moral de los artistas, una depuración moral en la que sí creen algunos miles de imbéciles que pastorean en las redes (imbéciles que, estos sí, no leen: solo se fijan en las opiniones de los autores).

¿Qué hay debajo de ese ruido de fondo que supone la represalia inmediata contra cualquier mente creativa acusada de transgredir el supuesto pacto de buen rollo establecido entre una obra y su consumidor? Básicamente, en mi opinión, hay un pánico al poder de la representación. Como fabulador, no deja de asombrarme la importancia que el público, los medios, ¡incluso la crítica especializada!, conceden a la mera representación. La representación asusta. Siglos de cultura acumulada ¡y la representación, la farsa, la ficción, asusta todavía! Siempre asustó a los dictadores, ahora asusta a los autoproclamados demócratas y humanistas.

La mayoría de escritores y periodistas que cargaron contra la existencia de Todas putas lo hicieron porque les beneficiaba mediáticamente hacerlo. Los que lo hicieron por convicción eran simplemente tontos. Pero la mayoría de ellos no era tonta, ni mucho menos. Más bien gente que sabe lo que es conveniente.

Hoy continúa siendo igual: estoy convencido de que la perversión deliberada de unos buenos sentimientos de partida, retorcidos hasta el punto de convertirlos en impulso de censura y cancelación de obras de ficción, sigue respondiendo a intereses maliciosos de unos pocos que pasan por la manipulación de muchos imbéciles bienintencionados. A fin de cuentas esa es la historia del mundo.

Que se lo pregunten a Hitler, si no. Perdón, banalizar el mal es algo que solo se debería hacer -y de hecho Hollywood lo hace de maravilla- en la ficción.

Hernán Migoya es guionista de cómic, de cine y escritor.

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