Austeridad, ortodoxia implacable de tiempos paradójicos. El ahorro resulta tan obligatorio que hasta en el censo de los ciudadanos españoles, que se hace una vez cada 10 años -toca en 2011- se recortan gastos. Como no se trata de aparentar que tanto nos importa saber cuántos somos y dónde nos ubicamos, el ahorro en el censo -parece que son 300 millones de euros- se vende como un avance inteligente: "¿ponerse otra vez a contar a todo el mundo? Empezar de cero es una pérdida de tiempo y de dinero descomunal", dicen los responsables del Instituto Nacional de Estadística (véase EL PAÍS del 3 de febrero de 2011). Eficacia, productividad, resultados y competitividad ante todo. ¿Incluso en el censo?
Obsérvese la escasa ambigüedad de la explicación: ¿ponerse otra vez a contar a todo el mundo?, ¿para qué el censo? vienen a preguntarse quienes deben efectuarlo como si insinuaran que da igual si somos 46 o 47 millones de españoles, si vivimos aquí o allá, si las familias son de dos o más personas... Y que responder a estas y otras preguntas viene a ser un capricho de niños ricos.
¿Volvemos al viejo ojímetro celtibérico o estamos ante un nuevo show de corte tecnocrático, o sea, ante un "censo creativo e innovador"?, ¿miramos al pasado o nos colgamos impunemente de un futuro tan imaginativo como impreciso?
El recorte del presupuesto para el censo se conoce, al menos, desde hace un año. Se hacía habitualmente un recuento de los ciudadanos en una encuesta casa por casa en la que se utilizaron más de 40.000 encuestadores en 2001. Ahora serán solo 5.000 los que salgan a la calle, durante un semestre desde el mes de septiembre, a averiguar cómo y dónde está la gente de este país. Se asegura que la fiabilidad del nuevo censo será la misma que los anteriores ya que el censo, actualizado mensualmente, se basará en datos presuntamente fiables del Padrón Municipal, la Agencia Tributaria, el Documento Nacional de Identidad, la Seguridad Social o el Catastro. Fuentes controladoras de nuestra existencia, desde luego, no faltan.
Se pretende que todas estas fuentes no conocen el error y son infalibles (¡qué difícil es demostrar que una estadística, como una máquina, están equivocadas o almacenan fantasías!). Es obvio que nadie en su sano juicio apoya lo que entendemos por duplicación de esfuerzos. Y está claro que no es deseable el más mínimo derroche económico, tampoco en el censo. Se puede añadir, en el colmo de la modernidad, que la verdad estadística no existe. Cierto. Hacer que los números representen verazmente la realidad no es fácil. En países como Suiza o Alemania, se censa a los ciudadanos sin ir casa por casa: este es el modelo para el nuevo censo. Se da, pues, por hecho que las estadísticas españolas están al nivel de esos ejemplos de precisión suizos o alemanes, en los que no existe, siquiera en la imaginación, la posible existencia del ojímetro para evaluar la demografía.
El método del ojímetro es el más cómodo -al ojimetrista no se le escapa nada por evaluar o contabilizar, sabe todos los números, igual que cualquier bloguero, twitero o militante de Facebook- pero, lógicamente, no es el más preciso. De un recuento correcto de la realidad humana dependen partidas determinantes como, entre otras, las elecciones, el reparto de fondos públicos en sanidad o educación o 1.000 negocios privados. Un censo mal hecho significa que el país entero está en falso respecto a su realidad. Como consecuencia, las políticas y acciones serán tendenciosas, equívocas, acaso erróneas. El censo no permite apaños o, como en economía, una contabilidad B, de la que acaban saliendo montones de indeseables y modernas burbujas. La economía de casino y el censo son incompatibles.
Que el censo es una fuente de poder queda fuera de duda. Introducir en él la fantasía celtibérica del ojímetro es, paradójicamente, tan arriesgado como utilizar las imaginativas técnicas de la economía creativa. El censo no puede ofrecer, como el lío del déficit, números a la carta. Ni debe ser un mito como el modelo chino de dictadura capitalista o un oxímoron que combina realidad y fantasía. Contar a los seres humanos es un trabajo de hormigas y de gente con la cabeza bien ordenada.
El asunto del censo nos pone ante un dilema totalmente contemporáneo: es quizás el único caso en el que la realidad real encerrada en unos números veraces es más valiosa e imprescindible que la representación de la realidad. El censo no admite ni sentido del humor, ni literatura, ni fantasías: es realidad pura, dura, pedestre. Y cuantificada, su misterio está en la verdad de esta cuantificación: el censo no puede ofrecer dudas. Es una flor exótica en medio de delirios tecnológicos y celtibéricos.
Sin esa flor de la realidad real no hay interpretación que valga. Ni tampoco sociedad del conocimiento o soluciones imaginativas a los problemas cotidianos. El censo responde a la necesidad -tan demodé- de saber dónde estamos en realidad. Por eso hay ahorros que pueden salir carísimos.
Por Margarita Rivière, periodista y escritora.