El 'cerebro matrioshka'

Dos de los lugares comunes más habitualmente manejados sobre la fabricación de las muñecas rusas o matrioshkas -así denominadas por su apariencia cilíndrica de amplio radio, tan faltas de cintura y generosas en volumen como la mayoría de las ajamonadas madres de familia campesinas de la estepa o de la tundra- son que se trata de una tradición ancestral con muchos siglos de artesanía a sus espaldas y que cada una de las piezas que se esconde en la inmediatamente mayor es igual a todas las demás.

La realidad es que las primeras matrioshkas fueron fabricadas en una fecha tan tardía como 1890 en la factoría que el industrial Sava Mamontov -quien importó la técnica de Japón- tenía en un lugar próximo a Moscú llamado Abramtsevo. Y la realidad es que aunque en un principio cada juego se componía de un número variable de muñecas idénticas, pronto las piezas pasaron a ser simplemente parecidas o tan sólo correlativas.

Así es como, de hecho, nació la matrioshka «histórica» o «política», que representaba a una serie de zares, boyardos o personajes mundiales y alcanzó su apogeo durante la Perestroika en la famosa matrioshka Gorby. Del vientre del último amo del Kremlin salía su antecesor, el efímero Chernenko, del de éste brotaba Andropov, luego aparecía Breznev y así sucesivamente hasta llegar a unos diminutos Stalin y Lenin. También existía la variante opuesta -en cierto modo más rigurosa y coherente- en la que la primera gran mater era Lenin y Gorbachov su última y más escuálida criatura, fruto de la degeneración del homo comunista.

Ni cuando le entrevisté hace 15 años en Moscú, ni cuando conversé largamente con él la pasada primavera con motivo de su conferencia en homenaje a Churchill en Blenheim Palace, le llegué a preguntar a Gorbachov por esas matrioshkas -cualquiera diría que la naturaleza pintó la mancha azulada en su cráneo para hacerlas más vistosas-, pero imagino que, fiel a su honda ironía de siempre, me habría contestado algo similar a que las muñecas rusas son una buena prueba de cuán a menudo, en la política como en la vida en general, las apariencias engañan. Es cierto que él fue tan secretario general del PCUS como sus antecesores, pero ¿qué tuvo que ver su conducta en el poder con el leninismo o el estalinismo? Es el problema entre el principio y el final de todo dominó, pues con igual motivo podría el seis doble, colocado en el centro de la mesa al iniciar la partida, alegar su total falta de parecido con la blanca doble que sale en el último momento de la caja.

Pero la identidad no es condición sine qua non para la conexidad. Ni desde un punto de vista cronológico ni menos aún si se trata de establecer una cadena de causas, efectos y consecuencias. Por eso es posible y adecuado representar a la España actual como una matrioshka ZP -que podría comercializarse simplemente como La Matriozhka- en cuya última cavidad aparezca la siniestra figura de un encapuchado sin que eso quiera decir, naturalmente, ni que Zapatero proteja a ETA, ni que ETA esté detrás de Zapatero, ni que exista la menor relación directa entre el presidente y la banda.

En contra de los muchos tópicos que se difunden en los cada vez mejor organizados circuitos de la extrema derecha, el actual Gobierno está en estos momentos volcado en la tarea de combatir a ETA en todos los frentes. Tanto en La Moncloa como en el Ministerio del Interior se ha vibrado estos días con el drama del asesinato de los guardias civiles y la persecución y captura de dos de sus presuntos asesinos con las mismas emociones con que los anteriores gobiernos vivieron los reveses y los éxitos en la lucha antiterrorista. Hay sentimientos que ni siquiera Zapatero y Rubalcaba son capaces de fingir. Si la legislatura concluye como parece con la ilegalización de ANV y el PCTV -y con Otegi en la cárcel, y con De Juana en la cárcel, y con más batasunos y asimilados que nunca en la cárcel- habremos vuelto al punto de partida y resultará que el PSOE estará haciendo la política del PP, después de haberle breado durante cuatro años por atreverse a mantenerla mientras la propaganda gubernamental se aferraba al espejismo del «final dialogado de la violencia».

Podrá alegarse con razón que se ha perdido una legislatura, que se ha dado alas a ETA, que se han sentado irresponsables y oprobiosos precedentes de negociación política, que se ha maltratado en las formas y en el fondo a las asociaciones de víctimas. Todo eso es cierto, pero también lo es que se ha aprendido de experiencias anteriores, que si ETA ha podido engañar al Gobierno, el Gobierno también ha podido engañar a ETA, aprovechando sus contactos para algo más que para cruzar las rayas rojas que sensatamente le trazaba Rajoy y que fruto de todo ello es el alto nivel de eficacia policial exhibido desde el final de la tregua. Tal vez la moral de sus ideólogos más voluntaristas haya subido al verse tratados durante unas horas como interlocutores políticos, pero los hechos demuestran que -en contra de lo que muchos temíamos- ETA no está más fuerte que antes de su declaración de alto el fuego. Podrá cometer acaso un atentado espectacular, pero no se percibe que tenga capacidad operativa para mantener una ofensiva continuada durante meses, dejando un reguero de hasta 40 cadáveres como ocurrió en los años 2000 y 2001.

Yo he sido el primero en advertir que en el almario de Zapatero ha quedado la asignatura pendiente de la pacificación negociada y que siempre sentirá la tentación de volver a intentarlo con la misma obsesiva fijación con que el caballero que encarna al propio Bergman en El séptimo sello se empeña en jugar al ajedrez con la muerte. Pero al margen de que los juicios de intenciones basados en las fantasías de un gobernante deben complementarse con consideraciones de índole más pragmática -ahí tenemos lo ocurrido con Navarra-, todo indica que, más allá incluso de la voluntad de los actores, es el argumento de esa función teatral que ampulosamente llamábamos «proceso de paz» el que ha quedado desacreditado para siempre por los acontecimientos.

Aunque el Gobierno no fue capaz de verlo tras el sangriento zambombazo de la T-4 -ése es uno de los grandes reproches que en términos tanto éticos como políticos cabe hacerle a Zapatero- y emborronó todavía más su hoja de ruta con una tan bochornosa como postiza posdata, aunque Eguiguren y otros socialistas vascos puedan intentar seguir manteniendo vivas sus liaisons dangereuses en tal o cual lugar de Europa, la actual cúpula del PSOE ya sabe que la opinión pública española nunca más volverá a creer en una declaración de tregua de ETA ni a respaldar una negociación con la banda que no vaya precedida de la renuncia definitiva al terrorismo. El éxito de la última manifestación de la AVT, pese a haber sido convocada en un momento muy inoportuno para el PP y sin que existiera una motivación concreta inmediata, y el fracaso de la concentración unitaria a la que el PSOE llegaba con el lastre de unos socios nacionalistas que reivindican lo mismo que ETA aunque empleen otros medios, son los últimos síntomas de cuál es el pulso de la calle. Basta ya de zarandajas, clama la opinión pública: es hora de empeñarse sin desviación alguna en el objetivo de la «derrota de ETA».

El problema del actual Gobierno, y la razón por la que sería conveniente que Zapatero perdiera las próximas elecciones, no estriba en que al día de hoy, después de las correspondientes rectificaciones, carezca de voluntad y capacidad de actuar contra ETA en los frentes policial, judicial, penitenciario, político o diplomático. No, la cuestión esencial, la razón por la que el triunfo del PP de Rajoy se convierte en una necesidad nacional, es la aberración estratégica en la que ha incurrido el PSOE de Zapatero al estimular y satisfacer parcialmente las ínfulas soberanistas de esos socios nacionalistas que garantizan su hegemonía, fortaleciendo así -de manera indeseada, pero no por ello menos nociva- la retaguardia de la que se nutre espiritual y físicamente ETA. En la parábola inversa a la del niño que trata de llenar con el agua del mar su agujero en la arena, tenemos un gobierno que lucha tenazmente contra los efectos devastadores de las inundaciones, pero en lugar de fortalecer los diques que contienen las mareas contribuye a su demolición.

A mitad de camino entre la investigación académica y la ciencia ficción el profesor Freeman Dyson, uno de los más eminentes físicos vivos, enunció hace más de 40 años la doctrina de que «toda especie inteligente, al cabo de unos pocos miles de años de desarrollo industrial tiende a ocupar la bioesfera artificial que rodea a la estrella de la que es originaria». Surge así el concepto de esfera de Dyson o concha de Dyson como una especie de ámbito extraterrestre, superpuesto a la atmósfera, en el que avanza la colonización espacial. Pero a partir de ahí teóricos y autores difieren sobre el modelo con que podrá desarrollarse tal proyecto. Frente al esquema monolítico y compacto de lo que se denomina el cerebro Júpiter -todo responde al poder, la voluntad y la planificación de un único centro del que brota la energía- el científico Robert Bradbury, autoridad mundial en la investigación sobre el envejecimiento, y el novelista Charles Stross han desarrollado el concepto de lo que ambos llaman el cerebro matrioshka.

La imagen no puede ser más elocuente. El cerebro matrioshka es una megaestructura hipotética formada por un número variable de esferas de Dyson, insertadas unas dentro de otras al modo de las muñecas rusas y flotando todas ellas como anillos en torno a la estrella en la que se encuentra el foco originario de la energía. Esa energía alimenta en la primera esfera de Dyson a los más sofisticados computadores fruto de la nanotecnología, los cuales la transforman para adecuarla a los objetivos de quienes controlan tal plataforma y la transmiten a la segunda esfera mediante una especie de reverberación. El proceso puede repetirse cuantas veces se desee, de forma que, al final, el agente que ha puesto en marcha la reacción en cadena desde el centro carece de capacidad de controlar sus efectos últimos, pues cada esfera sólo puede influir en la inmediatamente siguiente.

Eso es lo que ha venido pasando en España desde que Zapatero, condicionado por los apoyos que le convirtieron en secretario general del PSOE contra todo pronóstico, bendijo y en cierto modo provocó la metamorfosis del socialismo vasco y catalán en variedades del nacionalismo moderado. Su hambre de llegar a La Moncloa se sumó a las ganas de comer de burócratas mediocres, profesionales de la lengua de trapo y farsantes sin oficio ni beneficio que con tal de alcanzar la Presidencia de la Generalitat o la del Senado han demostrado ser capaces de vender a su padre, a su madre y a su tía por el mismo precio. Que el cordobés Montilla se esmere en perfeccionar el catalán con la misma diligencia con que el Tío Tom iba puliendo sus modales para asemejarlos a los de los plantadores esclavistas o que la práctica totalidad de los cuadros que dieron la batalla al nacionalismo junto a Redondo Terreros hayan secundado el acercamiento de Eguiguren, Patxi López y la iluminada Gemma Zabaleta no ya al PNV sino a la mismísima Batasuna da una medida de cuán barato está ya el kilo de dirigente socialista en algunas latitudes.

Si el daño se limitara a la contaminación del PSC y el PSE por las ideas de sus tradicionales oponentes no estaríamos sino asistiendo a la aplicación del principio de Arquímedes a la vaciedad intelectual de la izquierda que Zapatero ha tratado en vano de paliar con sus eutrapelias sobre el republicanismo cívico, la Alianza de Civilizaciones y -¡chúpate ésa!- el «nuevo contrato del hombre con el planeta». Lo que amplifica y agrava el problema es su repercusión sobre las demás esferas flotantes que componen la galaxia nacionalista. Si eran los socialistas los que, para desconcierto general de sus votantes, abanderaban la superación de los Estatutos, fruto del consenso de la Transición, por otros tan ambiciosos como diera de sí la interpretación más laxa de la Constitución, haciendo suyo el concepto de «ámbito vasco de decisión» o proclamando que Cataluña «es una nación», a los nacionalistas moderados les tocaba radicalizarse (véase lo sucedido con Artur Mas en CiU) en sus planteamientos soberanistas, so pena de perder la batalla interna en su propio partido (tal y como le ha ocurrido a Imaz en el PNV).

Y si los moderados se radicalizaban -léase la entrevista con Urkullu de ayer en EL MUNDO-, los radicales de EA o ERC se han echado directamente al monte, aunque conservando, eso sí, importantes parcelas de poder institucional. Ejemplos como los del consejero de Justicia vasco, Joseba Azkarraga, o el del propio vicepresidente de la Generalitat Carod-Rovira, que no dejan de clamar un día sí y otro también contra la legalidad de la que emana su legitimidad, demuestran que en la España de ZP se puede estar a la vez al plato del Estado y a las tajadas de su destrucción. Si Maragall se tragó el sapo de la reunión de Perpiñán, ¿cómo no iba a pasar el patético Montilla por el aro de ver a la mitad de su gobierno manifestándose en la calle contra el partido a cuya ejecutiva él pertenece bajo un mar de banderas independentistas?

En ese contexto que el portavoz adjunto del PSC en el Parlament, Joan Ferran, denuncie la «costra nacionalista» -toma esfera de Dyson- que recubre a TV3 y demás medios públicos de la Generalitat, recuerda aquella anécdota de Franco cuando se refería a tal o cual fusilamiento diciendo que «a ése lo mataron los nacionales». Sería conveniente, eso sí -más que nada por clarificar las cosas-, que de una vez por todas se levantara acta de que el PSOE ha dejado de pintar un carajo en las decisiones del PSC.

De reverberación en reverberación, la estrategia que en definitiva han pretendido desarrollar durante estos años Batasuna y algunos incipientes émulos de la kale borroka en Cataluña es la misma que la de quienes han probado que se puede vivir muy bien con un pie dentro y otro fuera del sistema, con el añadido nada banal de la violencia. Es lógico que la asunción por parte de los socialistas de algunos de sus falsos dogmas identitarios y el correlativo desplazamiento de los nacionalistas hacia sus pretensiones de autodeterminación hayan ido envalentonándoles, hasta el extremo de hacerles ver por primera vez como asequible su programa independentista máximo. Y también es lógico que, cuando de forma ya casi rutinaria personajes que ocupan cargos públicos no cejan de expresar su frustración ante las limitadas facilidades que les otorga el Estado -a ellos todo les parecerá siempre poco- para contribuir a su propósito de trocearlo, los más audaces se sientan estimulados a tirar por la calle de en medio del cóctel molotov.

Es el escenario con el que siempre había soñado ETA -un presidente del Gobierno español que declarara que «el concepto de nación es algo discutido y discutible», se sentara en consecuencia a negociar sobre ello y se levantara de la mesa sin hacer ni una sola concesión sustantiva-, pues la creciente legitimación social de sus pretensiones, estimulada desde el propio poder central, vuelve a coincidir con el pleno funcionamiento de lo que su jerga define como «aparatos represivos del Estado». Su discurso está chupado: si hasta los socialistas -y los libros de texto de la ESO- reconocen que tenemos derecho a pedir lo que pedimos, si hasta los nacionalistas más amarrateguis están ya exigiendo la consulta al pueblo y resulta que la legalidad española continúa siendo una cárcel de la que no hay manera pacífica de salir, ¿cómo no va estar justificado emplear las armas, tal y como a lo largo de la Historia de la humanidad lo han hecho todas las naciones oprimidas?

Si yo pido que el PP sea un partido de centro abierto a todas las sensibilidades constitucionales y no el mero instrumento de la minoría nacional más conservadora es porque detecto que España tiene ya un problema de tal envergadura que es imprescindible afrontarlo mediante un nuevo pacto entre las dos grandes fuerzas políticas, equivalente al de la Transición, y tengo claro que el PSOE sólo participará de verdad en ese empeño si previamente es derrotado en las urnas. Si el PP se presenta a las elecciones con un programa genuina y excluyentemente de derechas no tendrá ninguna posibilidad de ganarle a Zapatero porque la sociedad española no percibe al presidente como el malvado vendepatrias que los más extremistas describen.

Hace bien Rajoy en convertir la oferta de un nuevo consenso en el mascarón de proa de su planteamiento electoral porque la única manera de jubilar anticipadamente a Zapatero es demostrar a la opinión pública que -al margen de que sus intenciones hayan sido mejores o peores- ha cometido gravísimas equivocaciones de fondo, al desatar unos demonios que hace tiempo ha dejado de controlar, los cuales terminarán por destruir nuestro modelo de convivencia si cuentan con cuatro años más para campar por sus respetos bajo la condescendiente sonrisa del presidente. Porque no en vano, en el artículo que la Wikipedia dedica al asunto, se especifica que «aunque la idea de un cerebro matrioshka no viola ninguna de las leyes físicas conocidas, los detalles de ingeniería para la construcción de tal estructura nos dejarían estupefactos, pues tal proyecto requeriría el desensamblaje de significativas porciones del sistema planetario de la estrella en cuestión, para convertirlas en materiales de construcción». Ni más, ni menos.

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.