A finales de 1988, en un día frío y ventoso, subí con mi amigo Eño por vez primera al Cerro de las Cabezas. Nos encontramos cerca de la cúspide a dos jóvenes estudiantes de arqueología, que acababan de terminar el bachillerato en el IES Bernardo de Balbuena, haciendo con afán ('studium') unas catas en aquel paraje misterioso, con una estructura claramente octogonal en la cima aplanada del cerro, que muy poco tiempo atrás el arqueólogo Martín Almagro había bautizado como un 'oppidum ibero' –sí, ibero, y no íbero, que ibero es palabra llana en latín y la eta del griego lo deja claro–. Aquellos dos estudiantes eran Javier Pérez Avilés y Julián Pérez Rivas, alumnos entonces del gran arqueólogo y humanista José Lorenzo Sánchez Meseguer. Javier, además de arqueólogo, es en la actualidad y desde hace ya muchos años el funcionario técnico de Cultura en el Ayuntamiento de Valdepeñas.
Desde entonces el Cerro de las Cabezas se ha ido desnudando 'paulim' de las pieles y detritus con que veintitrés siglos lo habían ido cubriendo amorosamente, 'paulim', como se desnudaría una bella sacerdotisa ibera del manto y el 'klaft', con las aletas de la naricita perforadas para permitir la inclusión de un pequeño arete, el 'nezem'. Aunque es cierto que sobre el 'oppidum' pudo haber algún asentamiento circunstancial en la Edad Media y hasta alguna mina en la Edad Contemporánea, el 'oppidum' en realidad se mantiene puro, no encontrando en el eje diacrónico de sus estratos nada que revele una continuidad histórica. En donde está la duda es que se le califique de ibero cuando tiene tantos elementos célticos y que además está rodeado por todas partes de importantes asentamientos célticos. Del panceltismo de Martín Almagro Basch, durante el franquismo, se pasó al paniberismo de Martín Almagro Gorbea con la Transición.
Pero la verdad es que una ciudad española del siglo III a. C. tuvo que estar enhebrada de celtismo e iberismo por todas partes, de modo ya indisoluble, además de contener muchísimos elementos culturales fenicios y griegos. Pomponius Mela, geógrafo romano del siglo I, nos señala en su obra (III, 10) que los celtici ocupaban también los territorios situados entre el Tagus y el Anas. Más aún, el propio Estrabón en su 'Geografía', III, 3, 2 y III, 1, 6, nos informa que los 'celtikoi' existentes en el Noroeste eran parientes de los que vivían sobre las riberas del Guadiana, y habrían emigrado del norte según el estudio de este corrimiento de pueblos hecho por García y Bellido.
Podríamos añadir citas de muchos más autores clásicos en el mismo sentido. Por otro lado, prácticamente todos los topónimos prerromanos de la provincia de Ciudad Real son célticos sin más o precélticos. Desgraciadamente la única inscripción que se conserva aún no ha sido descifrada que yo sepa. Y tampoco sé si ha pasado bajo los sabios y penetrantes ojos de Patrizia de Bernardo Stempel, la mejor celtista que existe, para saber si dicha inscripción es celtibera. Yo apostaría que es celtibera; esto es, lengua celta.
De hecho, hay dos silabogramas que coinciden con la escritura micénica, como la sílaba 'pa' en posición interior, obviamente, ya que en celta no hay vocablos que comiencen con oclusiva labial sorda. La tesis de los tres betilos representando a Baal Hammón, Astarté y Tanit es aún una hipótesis explicativa.
Pero el fin de esta Tercera no es concentrar aquí mi teoría sobre enclave tan maravilloso y misterioso, sino dar la enhorabuena a las muchas personas que han cuidado con tanto desvelo este patrimonio material, empezando por el representante institucional de la ciudad, que es el alcalde, mi amigo Jesús Martín, y por las cuales el Ayuntamiento ha recibido la Medalla al Mérito Cultural a la Conservación y Difusión, que el propio Jesús recogió de las mismas manos del presidente Emiliano García-Page. Me siento orgulloso de haber pertenecido a la Corporación Municipal que en su día solicitó al Ministerio de Cultura y a la Consejería de Cultura la calificación de este centro arqueológico en flamante Parque Arqueológico, que es lo que hoy es.
Para empezar habría que destacar el interés por el Cerro del aficionado Pedro Dueñas, que fue el primer estímulo cívico para que los representantes e instituciones culturales de la Ciudad de Valdepeñas comenzaran a tener como máximo objetivo cultural el mantenimiento y el desvelamiento de esta mágica ciudad prerromana tan hermosa y tan llena de secretos.
El artista y excelente pintor Miguel Carmona Artillero es el gran restaurador de todos los objetos que llegan a sus manos de duende en trocitos diminutos. Sus sensibles dedos de alfarero consumado entran en un contacto mágico y transtemporal, transmundano, con los fantasmales dedos de los Manes que fueron en su día los grandes alfareros del mundo ibérico, celta, fenicio y griego, y en la unión hipostática de aquel pasado con la vida que les vuelve a imprimir Miguel, quizás con gotitas de sangre de las yemas de sus dedos, se resucita esta preciosa cerámica prerromana, exquisitamente estudiada por Domingo Fernández.
El visitante que entra en la enigmática y aún indescifrable ciudad ibera es recibido por la divina oréade del lugar, Gema Candelas Piña, a la que tuve el honor de tener como alumna de Bachillerato en el mencionado instituto Bernardo de Balbuena. Fue una magnífica alumna de latín y hoy es una gran arqueóloga que escribe espléndidos trabajos sobre el 'lapis specularis', yeso translúcido para la construcción en la época romana, tapando las ventanas, pues dejaba pasar la luz y resguardaba de la intemperie. Lo conoce todo del Cerro de las Cabezas, hasta sus últimas y más recónditas 'favisae', no sólo con el intelecto, sino también con su sensitivo corazón. Y uno cree que ella entra en contacto con las guardianas divinidades del Cerro, siendo ella misma la verdadera diosa tutelar de la Ciudad del Cerro de las Cabezas, la 'Macha'. Verdaderamente admiro a esta guapa mujer, que une a su sabiduría una intuición femenina que es capaz de explicar todo elemento arqueológico en su exacto contexto con arrollador sentido común.
Martín-Miguel Rubio Esteban es hispanista y escritor.