El césar visionario que huye del hoy

El césar visionario que huye del hoy

Para averiguar cómo está España, no es preciso el Debate sobre el Estado de la Nación que le urge el jefe de la oposición, Pablo Casado, al presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. Basta fijarse en cómo es percibida al otro lado del Estrecho de Gibraltar por un vecino del sur que, como hiciera Hassan II en 1975 con la Marcha Verde para adueñarse del Sáhara español en la agonía de Franco, Mohamed VI ha repetido el ardid paterno. En vez de hacerlo a pie como hace medio siglo para desbordar las líneas de defensa adversarias del Ejército español, unos 8.000 emigrantes, con alto porcentaje de menores pasaportados como carne de cañón, irrumpían a nado franqueando la raya fronteriza de Ceuta. Ajeno a lo que se le venía encima, Sánchez ultimaba ese mismo lunes el pasacalle de la España de 2050, remedo del programa 2000 del PSOE y de tantas fugas adelante de políticos en apuros.

No es que el régimen magrebí se sienta fuerte tras admitir Trump su soberanía sobre el Sáhara Occidental orillando a la ONU, o de que su sucesor y rival Biden le reiterara su estatus de «socio estratégico» en las horas inciertas en las que a Sánchez no le llegaba la camisa al cuello con el órdago que no vio teniéndolo ante sus ojos, al tiempo que columbraba lo que acontecerá en el lejano 2050; es que España está debilitada como un perro flaco para el que todo son pulgas.

Si extramuros sufre la coacción de un Reino con una apreciable potencia desestabilizadora mediante la instrumentalización de los flujos inmigratorios y de una valiosa información sobre el terrorismo islamista; intramuros, su suerte se la dictan los socios soberanistas catalanes y vascos de la Alianza Frankenstein. Así, los unos, con la investidura de Pere Aragonès como presidente de la Generalitat, han refrendado su compromiso de un referéndum secesionista antes de que concluya la legislatura, así como obtener la amnistía de los golpistas del 1-O de 2017, y los otros impulsan parejo rumbo en el País Vasco, donde los asesinos etarras pueden beneficiarse de las transferencias penitenciarias en cuya formalización el ministro Iceta se mostró anuente con el «derecho a decidir» –eufemismo de autodeterminación– de los vascos y, por ende, de los catalanes, como votó en su día el PSC en las Cortes.

En suma, una política de pervivencia en La Moncloa tributaria de los enemigos de la nación a los que Sánchez financia graciosamente mientras desfoga su ira contra quienes no ocultan su ampulosa desnudez. Como sentencia Montaigne en uno de sus adagios, «es debilidad ceder a los males, mas es locura alimentarlos». Si Inglaterra carece de amigos y enemigos permanentes, pero sí tiene intereses permanentes, España descuida esos menesteres perdurables bajo las horcas caudinas de esos enemigos persistentes y desdeña amigos que pueden asistirle en tiempos recios. Es más, en parangón con el embeleco de la Alianza de las Civilizaciones de Zapatero, se enajena de la realidad aleccionando a los embajadores sobre la nueva diplomacia feminista, sostenible y resiliente con gran perplejidad de estos en su último cónclave con la ministra Laya.

Al reactivar el Frente Polisario su lucha armada tras un dilatado alto el fuego que aparcó el pleito saharaui en los márgenes de la agenda internacional hasta 2020, era palmario que la decisión de acoger al líder de la organización, Brahim Ghali, por «razones humanitarias», con identidad falsa y con un sumario abierto en la Audiencia Nacional, destaparía la caja de los truenos. Para percatarse de ello, el embajador español no necesitaba ser emplazado por el Gobierno magrebí. Tampoco, pese a hacerse la sueca, si es que realmente no lo es, la ministra Laya que estaba al tanto del rechazo de varios países europeos a la petición argelina, entre ellos Alemania, y registrarse, además, en un contexto de tirantez mutua.

No en vano Sánchez se saltó a la torera la costumbre de que el primer viaje al extranjero de un presidente español fuera al país vecino. Error de libro cuando tan primordial es el eje Baleares-Estrecho-Canarias y ser Marruecos un baluarte contra el integrismo que asoló Túnez y Egipto en los años 80 y sumió a Argelia en una guerra civil. En definitiva, una pieza capital en la estabilidad del tablero internacional.

Haciendo público desprecio de ello, España se desasiste diplomáticamente por medio de un presidente que pone regreso al futuro de 1936, reivindicando el guerracivilismo del Lenin español, Noverdad Largo Caballero, como el martes en el congreso de UGT, o se embarca en la Odisea Espacial del 2050, como el jueves en la presentación galáctica de ese Retablo de las Maravillas futurista que no deja de ser una modernización de aquel con el que maese Pedro recorría La Mancha hasta que se lo desbarató un malhumorado Don Quijote.

De esta guisa, cual Pigmalión de Sánchez, Iván Redondo construye la Leyenda del César Visionario. Evocando el título de la novela de Umbral sobre la Salamanca franquista de 1936, algunos episodios chuscos parecen reponerse como dispensar, sin título habilitante, sino por ser quien es, la dirección de una Cátedra Extraordinaria para la Transformación Social Competitiva de la Universidad Complutense de Madrid, a la esposa del Sánchez, Begoña Gómez. Loor a la ejemplaridad política y a la excelencia universitaria.

Mejor cobrarse ya un trozo del presente que esperar al paraíso prometido en 2050. Con este tipo de abusos y aprovechamientos familiares, Pablo Iglesias creó una animadversión que puso punto y final a su acelerada carrera política. Sánchez va camino de ello. Al hacer balance del batacazo del PSOE en las elecciones madrileñas del 4-M, el presidente castellano-manchego, García Page, advertía de que «ese odio que había contra Iglesias, y que está como flotando, vamos a ver si no se deposita en el PSOE».

Después de hacerse el encontradizo con Trump para que le tomaran un retrato de circunstancia o de simular con igual propósito un encuentro digital con un Biden que le dispensa el dudoso privilegio de ser uno de los escasos mandatarios al que no ha telefoneado desde que se sienta en el Despacho Oval, no se divisa nada equivalente entre socios de la OTAN que comparten unas bases militares que, por su posición geoestratégica, posibilitaron que el franquismo saliera del ostracismo y auparon internacionalmente a González y Aznar. Con esa orfandad, a diferencia de Aznar con la crisis del islote de Perejil en el verano de 2002, Sánchez no ha podido echar mano del Secretario de Estado de turno como Ana Palacio con Colin Powell, al que le costó Dios y ayuda localizar aquel peñascal de míseras cabras conquistado por unos uniformados marroquíes. Menos mal que la Unión Europea le ha salvado la negra honrilla con el estruendoso silencio de Macron para no perturbar a Rabat. En las estancias de la Cancillería del Palacio de Santa Cruz, revive la chanza de que España limita al Norte con Francia y al Sur también.

Sin teléfono al que llamar en Washington y en Rabat, la soberbia de Sánchez ha torpedeado una eventual conversación entre monarcas para, como otras veces, sofocar el fuego avivado de modo desaprensivo. No se trata de inmiscuir a Felipe VI en política, como arguye la vicepresidenta Calvo, sino que ejerza su influencia de Jefe de Estado, atribución que no ceja en asimilar inconstitucionalmente el propio Sánchez, en un asunto cabalmente de Estado, como ha sucedido desde la restauración de la Monarquía.

Claro que siempre cabrá, como alternativa a la mediación real, que Calvo viaje a Rabat como su paisano egabrense Solís Ruiz con la Marcha Verde y persuada esta vez con mayor tino a Mohamed VI de que se preste a un amigable trato de «andaluza a andaluz». Tales desatinos hacen preguntarse en qué manos está España. Como en La Tempestad, de Shakespeare, «todo lo sólido se disuelve en el aire» por medio de la política abrasiva de quien, usando en vano el nombre de Adolfo Suárez, marcha en la dirección contraria de quien fraguó grandes acuerdos nacionales y convierte en humo la principal obra de éste: la Constitución.

«Condenados a entenderse». Es una frase recurrente casi desde el 18 de julio de 1945 en que España finiquitó su protectorado sobre el norte de Marruecos y evacuó Tánger. Una manoseada muletilla que muestra tanto un deseo largamente anhelado como también la inercia a la hora de tomarle el pulso a esta espinada cuestión que aparece y desaparece haciendo que los gobernantes españoles se sientan como el personaje de Delibes que veía su vida reducida a un siniestro círculo vicioso. Marruecos ha sido ese vulnerable talón de Aquiles que España no acaba de saber afrontar con «la claridad de fines y el vigor de medios» que, como apuntaba Salvador de Madariaga, aconsejan la historia y la geografía.

Pese a estar «condenados a entenderse», nada presume, empero, que ambos países estén decididos a entenderse, que es de lo que se trata. Mucho más con un Mohamed VI que emula la doblez de un padre que simultaneaba las largas jornadas de caza con Franco (luego con don Juan Carlos) y los preparativos de la invasión del Sáhara español para cuando expirara aquel espadón africanista que se las tuvo tiesas con Primo de Rivera al exteriorizar éste: «Gibraltar, para España, y lo de más abajo para quien lo quiera». Unos oficiales ávidos de resarcirse del desastre de Annual no se lo perdonaron y, en una visita suya a las posesiones españolas en África, obsequiarían al dictador jerezano con un menú hecho entero a base de huevos en una escena digna de una película del testicular cineasta Bigas Luna.

Esta última arremetida marroquí indica que España deambula sonámbulamente a ciegas. Como la inspirada novela de ese título del escritor italiano Claudio Magris en la que el autor del monumental ensayo sobre la Europa que circunda El Danubio sitúa al continente al borde un volcán a punto de saltar por los aires recreando el final del mundo antiguo. Desentendido del acuciante presente y escapando de las secuelas de sus actos, Sánchez aplica lo que, en rugby, se llama «patada a seguir» para quitarse el balón de encima, alejarlo de la zona de peligro y evitar un expuesto envite.

Si persigue tener mañana, mejor haría en dárselo todo a ese presente del que huye con pasaportes falsos como ese Plan 2050 del ya te veré. España cosecha ya tantos libros blancos e informes de comités del futuro sin otro destino cierto que acumular polvo en el engrosado desván de la inepcia y de la desidia, como carece de políticos dispuestos aplicar las reformas precisas frente aquellos figurantes de la política que, con su planta de maniquí de escaparate, pasan de colocarse la escarapela del 2030 a la del 2050 como el que simultanea a la vez un hola y un adiós.

Francisco Rosell, director de El Mundo.

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