El chantaje del César

Hay una pregunta que el abrasado portavoz Fernando Simón no sabe, no puede o no quiere contestar, y es la de dónde y por qué sigue produciéndose un número relevante de los contagios a las siete semanas de encierro. Ese silencio desnuda la realidad de que las autoridades sanitarias carecen de los datos precisos para abordar con la debida información epidemiológica la fase de desconfinamiento. La inexistencia de un mapa afinado de la infección es el punto más débil de un proceso que la mayoría de los especialistas consideran prematuramente abierto, y que puede convertirse en un nuevo problema si el Gobierno no arbitra las imprescindibles garantías de trazabilidad y rastreo del entorno de los nuevos enfermos. No lo ha hecho porque en las actuales circunstancias no puede hacerlo: le falta una masa crítica suficiente de test y el personal necesario para localizar la red de contactos de los infectados recientes y proceder a su aislamiento.

El estudio que ha puesto en marcha la autonomía de Galicia se basa en algo más de cien mil test para una población de 2.700.000 habitantes. El muestreo del Gobierno de la nación prevé efectuar pruebas a 36.000 personas (cada una será sometida al menos a dos test) sobre un total de 47 millones, y los resultados no estarán como mínimo hasta mediados de junio, cuando en teoría ya se habrá cumplido la mayor parte del confuso ciclo de salida a la calle. Los rastreadores de contactos, cuya labor hubiera sido decisiva en la contención del virus, continúan brillando por ausencia: ni se ha producido a su contratación masiva -en países más pequeños trabajan ya decenas de miles de ellos- ni se dispone de aplicaciones tecnológicas que automaticen al menos un segmento significativo de la tarea. En estas condiciones, el pomposo plan (?) de «nueva normalidad» -oxímoron: si es normal no puede ser nueva- se convierte en una experiencia piloto, en un ensayo a ciegas capaz de provocar rebrotes y un bucle de confinamientos totales o parciales que instalen a la nación en la zozobra completa.

Si ya existe un consenso general en que el Ejecutivo tardó demasiado en decretar la cuarentena, ahora se extiende la impresión de que es pronto para comenzar a suspenderla. O al menos de que se trata de una decisión precipitada por razones ajenas a la evolución de la epidemia. La presión social y la económica se han constituido en elementos potenciadores de la emergencia y han forzado una improvisación implementada de la peor manera: sin escuchar a nadie, sin negociar con las comunidades, la oposición o las empresas, sin contar con la mínima información previa para afrontar un reto de características extremadamente complejas. A tientas y fiando a la suerte el remedio de sus propias carencias. Y todo ello bajo un estado de alarma cuya necesidad no se cuestiona para restringir la movilidad pero cuyos términos y condiciones concretas están pendientes de una discusión seria.

Sucede que el Gabinete ha desperdiciado siete semanas enfrascado en la construcción de su «relato» y tratando de disimular su secuencia de fracasos. Ha malversado un capital de tiempo esencial para planificar el trabajo que requiere la normalización de un país paralizado, y ahora se ve sin los recursos necesarios para controlar la evolución de la enfermedad y frente a un shock social dramático que amenaza con elevar a cinco o seis millones la estadística de paro. El protocolo de salida escalonada es, como casi todas las medidas adoptadas hasta el momento, un caos; el déficit y la deuda pública se han disparado y la actividad de los sectores productivos, desde la hostelería a la industria, ha entrado en colapso.

Ante este escalofriante panorama, el presidente se empeña en dirigir la crisis en solitario, confiando en emerger de ella reforzado en su liderazgo del mismo modo en que su socio Pablo Iglesias la contempla como una oportunidad de acelerar su programa doctrinario. Sánchez se ha bunkerizado en Moncloa, de espaldas incluso a su propio partido y rodeado de un pequeño círculo de pretorianos. Los ministros no cuentan y los barones territoriales socialistas se quejan de haber sido marginados en una supresión de facto de las autonomías para imponer un régimen central de mando. Iglesias ha tomado la medida a Redondo, el asesor presidencial plenipotenciario, e impone en las decisiones gubernamentales un sello ideológico sesgado. El autismo sanchista ha roto cualquier posibilidad de pacto y la prolongación indefinida del decreto de alerta arroja cada vez más sospechas de que el núcleo de poder se siente cómodo en este limbo autocrático que limita derechos y reduce las libertades individuales a un simulacro.

La declaración de que no existe un plan B si la oposición rechaza la prórroga de la alarma es un desafío flagrante a la soberanía parlamentaria. Un órdago cesarista a todo o nada, un chantaje de audacia insensata con el que pretende un respaldo incondicional, de carta blanca. Al vincular los ERTE y la cobertura social provisional al período de excepción, está echando sobre la espalda del Congreso la responsabilidad de una hecatombe económica inmediata. Incapaz de concertar soluciones, ni de pedirlo siquiera, intenta socializar su propio riesgo mediante una especie de trágala. La estrategia del suicida que no sólo no se deja sujetar sino que arrastra al vacío a todo el que trate de impedir o embridar su resolución desesperada.

Como en el viejo chiste de «Hermano Lobo», su alternativa de «yo o el caos» no sirve para ocultar que el caos es también él mismo. Preso de una arrogancia injustificada para el escaso éxito que ha logrado y la nula confianza que ha merecido, trata de involucrar en su destino a todos los agentes institucionales o políticos. La cercanía de Iglesias le ha inoculado el patógeno del populismo hasta el punto de verse como un caudillo que exige al resto de la comunidad adhesión plena a su desvarío. Esa actitud enajenada agrava la pandemia con el peligro añadido de un líder dispuesto a arrastrar a todo el país al abismo y a suprimir de raíz cualquier atisbo discrepante o crítico.

Tiene mala solución el asunto. Porque al verdadero César, ebrio de poder, lo acabaron liquidando los suyos, pero Sánchez, tras salir vivo de la primera conspiración, se ha ocupado de que en este PSOE sin identidad no quede ningún Bruto.

Ignacio Camacho.

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