El chavismo cierra su círculo

Diputados opositores son protegidos por la Guardia Nacional Bolivariana mientras intentaban entrar a la Asamblea Nacional, el jueves. Juan Barreto/Agence France-Presse — Getty Image
Diputados opositores son protegidos por la Guardia Nacional Bolivariana mientras intentaban entrar a la Asamblea Nacional, el jueves. Juan Barreto/Agence France-Presse — Getty Image

Luego de la masiva marcha de la semana pasada, el movimiento opositor de Venezuela convocó otra manifestación que se dirigirá esta semana al Palacio de Miraflores, sede del ejecutivo, para exigir la restitución del referendo revocatorio. Como respuesta, el gobierno de Nicolás Maduro ha llamado a sus seguidores a defender la revolución en las calles. Es poco probable que ese enfrentamiento tenga un final feliz.

Visité Venezuela por primera vez en 1992, ocho meses después del fallido golpe de Estado de Hugo Chávez. Fue un período desolado. No solo había una crisis económica que afectaba el estado de ánimo del pueblo, sino que existía la sensación de que la élite política había perdido, de forma irremediable, el contacto con la población, por lo que evitaba los cambios a toda costa.

En los años siguientes, la legitimidad de la élite política de Venezuela se erosionó progresivamente. Los dos partidos que solían recibir el 90 por ciento de los votos durante los primeros treinta años de la democracia —Acción Democrática y COPEI— solo alcanzaron, combinados, un 11 por ciento en 1998. El surgimiento ese año de la candidatura presidencial de Chávez como una opción viable fue la primera vez en que pude percibir un verdadero entusiasmo por la política entre los venezolanos.

Nunca me consideré partidario de Chávez, soy demasiado liberal para eso. Desde el principio pensé que su estilo de políticas sociales era insostenible, sus críticas a la democracia liberal eran simplistas y su campaña contra la corrupción estuvo mal concebida. Pero admiré mucho la capacidad de ese “movimiento de los pobres” que pudo usar la democracia electoral para voltearle la mesa a la élite política tradicional y cambiar a la sociedad venezolana.

Al mismo tiempo, mi problema con la oposición era su débil compromiso con la democracia electoral. No solo orquestaron un golpe en 2002, clamaron fraude en el referendo revocatorio de 2004 y se abstuvieron de participar en las elecciones legislativas de 2005 cuando quedó claro que las iban a perder. Con pocas excepciones, no involucraron a la población, ni escucharon sus problemas, ni presentaron alternativas concretas a las políticas chavistas.

A inicios de 2014, por ejemplo, el movimiento de “La Salida” exigía, sin ironía, que Maduro renunciara a la presidencia solo dos meses después de que su partido había barrido en las elecciones municipales a nivel nacional. No hicieron ningún esfuerzo serio para conseguir el apoyo de la gran mayoría de los sectores pobres del país y no lograron extender su gran influencia entre la clase media urbana a otros segmentos de la población.

La última vez que visité a Venezuela fue en octubre. Me sorprendió ver a personas que conozco desde hace décadas que, de repente, habían adelgazado. En circunstancias normales, un adulto que rebaja de 10 o 15 kilos recibe felicitaciones y despierta la admiración de otras personas por cuidar su salud. Pero en el contexto actual esa pérdida de peso genera silencio y una cierta admiración por ser una persona que prioriza la alimentación de sus hijos.

Venezuela no es Sudán del Sur, Haití o Alepo. Pero vive una aguda crisis económica que es completamente innecesaria. No es causada por la guerra económica imaginaria denunciada por el gobierno, ni por la dramática caída de los precios del petróleo, puesto que ya existía cuando el crudo estaba por encima de los 100 dólares el barril. Es producida por un conjunto de políticas económicas disfuncionales mantenidas por un gobierno que no está dispuesto a cambiar de rumbo.

La Mesa de la Unidad Democrática (MUD), coalición que agrupa a la oposición venezolana, no representa una panacea para los problemas del país y ha ofrecido muy pocas ideas de lo que haría si llega al poder. Sin embargo, en ella predominan líderes comprometidos con la estrategia electoral; y una nueva mayoría de venezolanos, literalmente hambrientos de cambio, ha respondido a su llamado.

Desde marzo, la oposición ha presionado por la realización de un referendo revocatorio, atravesando una serie de requisitos kafkianos. En septiembre, el Consejo Nacional Electoral (CNE), controlado por el gobierno, finalmente anunció las fechas del periodo de tres días en que la oposición podría reunir los 3,9 millones de firmas que necesita para convocar un referendo que acortaría la presidencia de Maduro. La trampa fue que, en vez de habilitar los 14.000 centros de votación que el CNE tiene a su disposición, solo iban a usar 1356 durante siete horas diarias y cerrando una hora al mediodía para el almuerzo.

Al parecer, hasta eso fue demasiado amenazante. El 20 de octubre el CNE pospuso indefinidamente, por motivos dudosos, la recolección de firmas que estaba programada para el 26, 27 y 28 de octubre. Parece que el gobierno le temió a que cientos de miles de venezolanos no pudieran votar por la poca capacidad de los 1356 centros electorales, y las protestas masivas que eso podía ocasionar.

Por eso el chavismo se ha atrincherado. Pasó de ser un movimiento que demostró cómo podían usarse la democracia electoral para sacar a una élite, a convertirse en una élite que impide que los instrumentos de la democracia electoral la desalojen del poder.

Esto no solo es una violación a la Constitución de Venezuela, es una violación de uno de los derechos humanos más básicos: el derecho que tienen las personas de elegir a sus líderes.

La comunidad internacional debe responder vigorosamente pero con inteligencia. Las sanciones unilaterales, dirigidas por el gobierno estadounidense y aplicadas en marzo de 2015, ya le han causado un daño considerable al proceso político venezolano. En teoría, se supone que deberían disuadir a los funcionarios gubernamentales para que no cometan abusos contra los derechos humanos.

En realidad, solo le proporcionan argumentos al gobierno para fortalecer su retórica antiimperialista y crean una clase de funcionarios que ven su destino ligado al del gobierno y lucharán por mantenerlo en el poder hasta el final. De hecho, Maduro ascendió a la mayoría de los funcionarios que están en la lista de sanciones y a varios los colocó en puestos clave de seguridad.

La presión internacional debe ser multilateral, preferiblemente trabajando a través de las instituciones existentes. Si bien el gobierno de Venezuela ha tildado a la Organización de Estados Americanos como una herramienta imperialista, la invocación de la Carta Democrática, hecha en junio por el secretario general, Luis Almagro, llamó la atención del chavismo. Ese debate debe reanudarse ante estas nuevas circunstancias.

Otros actores multilaterales tienen un papel importante que desempeñar. La Unión de Naciones Suramericanas no tiene la fuerza institucional de la OEA. Pero tiene influencia con el gobierno. Venezuela ha aceptado su papel en Naciones Unidas y le resultaría difícil rechazar a un enviado especial. Tal vez en lo único que la oposición y el gobierno están de acuerdo es en la conveniencia de la mediación del Vaticano en Venezuela.

Cualquier diálogo que se produzca no debe ser visto como una alternativa al referendo, sino que debe centrarse en restaurar el derecho del pueblo a elegir a sus líderes. Un debate sobre economía, educación y delincuencia solo serviría como una distracción para un gobierno que está evitando los cambios a toda costa.

David Smilde es profesor de Sociología de la Universidad de Tulane y miembro de la Washington Office on Latin America.

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