El cheque en blanco a Bush

Por Carlos Castresana. Fiscal del Tribunal Supremo y profesor visitante de la Universidad de San Francisco (EL PERIÓDICO, 21/01/06).

Los norteamericanos han permitido a sus presidentes saltarse la ley en tres ocasiones, y en dos de ellas tuvieron que arrepentirse después. En los 70, durante la guerra de Vietnam, Richard Nixon bombardeó Camboya, que no era beligerante, y le mintió al Congreso. La segunda vez ocurrió en los 80: Ronald Reagan vendió armas a Irán para financiar a los contras violando el embargo de la ONU. La tercera se inició después del 11-S y todavía continúa. El presidente George W. Bush prometió que iba a librar una guerra larga y sucia, y lo está cumpliendo. Prescindió de la autorización del Consejo de Seguridad de la ONU para atacar Irak; ordenó la reclusión indefinida de extranjeros al amparo de la legislación migratoria; creó el limbo de Guantánamo para los combatientes ilegales fuera de cualquier control judicial; autorizó las cárceles de Wagram y Abú Graib y los indescriptibles excesos con los prisioneros. También respaldó el secuestro y entrega clandestina de sospechosos a países tales como Egipto o Jordania para que sean torturados y los vuelos y las cárceles secretas de la CIA en Europa. Bush se ha esforzado en que el Congreso permita la tortura y prorrogue las medidas de excepción de la Patriot Act. Ha atacado territorios aliados, como acaba de ocurrir con Pakistán. Y, finalmente, espía los teléfonos de los propios estadounidenses sin autorización judicial. Tony Blair, refrenado sólo por la muy conservadora Cámara de los Lores, no le va a la zaga y planea interceptar las comunicaciones de los diputados británicos. La justificación para todos esos desmanes es repetida una y otra vez por el Gobierno de Washington: estamos en guerra, el presidente debe tener plenos poderes. Es su derecho y su deber. En vano se esforzó el candidato demócrata John Kerry. Bush y Cheney repetían siempre lo mismo: el fin justifica los medios; "lo importante es que no hemos vuelto a sufrir ataques en nuestro territorio". El argumento funcionó y fueron reelegidos.

DESDE LOS medios de comunicación los estadounidenses reciben constantemente propaganda que asegura que siguen siendo "la tierra de los libres", que están en Irak para proteger y extender la democracia (ninguna mención a las reservas de petróleo), que los terroristas les odian porque les envidian y que viven en peligro pero pueden estar tranquilos porque su Gobierno les protege. Han sabido de los ataques terroristas en Madrid y en Londres, pero les infunde seguridad saber, por ejemplo, que su Gobierno está levantando un muro en la frontera que les separa de los pobres. Todos saben que el muro es inútil a efectos prácticos, pero la mayoría lo apoya. Como la mayoría (el 51%, según la última encuesta de The Washington Post) apoya que el Gobierno pueda pinchar su teléfono para combatir el terrorismo. Poco a poco, con mínima resistencia de los poderes legislativo y judicial, la Constitución se va convirtiendo en papel mojado. El miedo es un arma poderosa en manos de gobernantes poco escrupulosos. Poco importa que la situación en Irak sea cada vez más ingobernable, que hayan muerto más de 30.000 civiles y 2.000 soldados americanos, que los índices de popularidad de Bin Laden, muy altos en el mundo musulmán, se incrementen peligrosamente en Pakistán (51%) o Jordania (60%). La mayoría acepta de buen grado extender al presidente un cheque en blanco: haga lo que tenga que hacer, y si nos puede ahorrar los detalles escabrosos, mejor. Legalidad y seguridad no son incompatibles. Al contrario, se refuerzan mutuamente. Al Qaeda intenta destruir el mundo occidental, sus edificios y medios de transporte, sembrando el odio y la devastación con miles de víctimas inocentes. Pero hay un objetivo que no puede alcanzar: destruir también nuestras libertades y sistemas políticos que proclaman que cada ser humano es titular de derechos inalienables por el mero hecho de serlo. Es la parte más valiosa de nuestra cultura. Bin Laden quiere destruirla, pero no puede. Eso sólo podemos hacerlo nosotros mismos. Y podemos también impedirlo.

NIXON terminó procesado y tuvo que dimitir. Reagan se salvó porque su consejero de Seguridad Nacional John Poindexter asumió toda la responsabilidad y resultó condenado. Durante la presidencia de Bush, sólo unos pocos militares de baja graduación han sido castigados por tantas violaciones del derecho internacional y de las leyes americanas. Sin embargo, el procesamiento del portavoz republicano Tom DeLay, del jefe de gabinete de Cheney, Lewis Libby, y la reciente condena de Jack Abramoff, principal lobista del partido, arrojan una sombra alargada sobre el presidente. Tal vez la democracia más poderosa del planeta no esté tan deteriorada después de todo y conserve suficiente capacidad de reacción. Tal vez los americanos hayan empezado ya a arrepentirse, como las otras veces.