El chico del piano y la dichosa tolerancia

En la acera de la sala de conciertos Bataclan, un hombre interpreta al piano 'Imagine'. AFP
En la acera de la sala de conciertos Bataclan, un hombre interpreta al piano 'Imagine'. AFP

Si todos los asesinados fríamente en el Bataclan hubieran sido maravillosas personas, habrían recibido un número determinado de balas. Exactamente el mismo que habría impactado contra sus cuerpos de ser unos tipos mezquinos, que también los habría. Si nacieron en democracias consolidadas, participantes en la invasión de Irak, importaba bien poco. A lo mejor tenían pasaportes de países neutrales, o eran hijos de un sanguinario dictador. Las probabilidades matemáticas de recibir un proyectil eran milimétricamente las mismas.

En las últimas horas, he leído a gente a la que admiro hablar de tolerancia y respeto como solución a la raíz de la que brota el nuevo hiperterrorismo (no es el concepto de ningún sabihondo, sino de un policía en el distrito XI, el viernes, que respondía a un reportero mientras intentaba parar el tráfico). Cuesta escribir algo contra la tolerancia, tanto como gritarle a tu padre por primera vez que no tiene ni puta idea de algo. Es difícil hasta interiorizarlo. Pero llega el día en que descubres que tu padre no es infalible. Y también que la tolerancia no siempre tiene que ver con la solución de un problema. No aquí. No ahora. Déjenme intentar explicarles por qué.

Me sorprende la insistencia en argumentar que, tras los 129 (por ahora) muertos en los atentados de París, estamos ustedes y yo. Invasores belicosos, buscadores de petróleo, intolerantes merecedores de un supuesto castigo histórico. No habrán pisado Damasco, ni Bagdad, ni Gaza, y puede que sólo estén deseando que llegue el nieto, pero da igual. Todos portamos una culpa alícuota por lo ocurrido en París. Por lo que somos o por lo que fuimos.

Cuando cayeron las Torres Gemelas, Sadam Husein todavía detentaba el poder en Irak y Bashar al Assad, en Siria. Y en 1995, antes aún, ocho personas fueron asesinadas en el metro de París en un atentado del GIA argelino. Esto no es nuevo. Será más cruento, televisado en directo y con repercusión en redes sociales, pero no es nuevo. Podemos seguir remontándonos y, si se quiere, siempre se encontrará un refugio, una causa intrínseca al mal, como si no fuera eso precisamente la historia: un compendio de intereses, guerras y presiones. Los psiquiatras diferencian el concepto de responsabilidad y el de culpa. También vale para las relaciones internacionales.

Recuerdo el debate público surgido por las caricaturas de Charlie Hebdo (no este año, tras los 17 muertos, sino hace una década, cuando lo viví como corresponsal en París) y la visión mojigata de muchos dirigentes (José Luis Rodríguez Zapatero, Jacques Chirac y el Papa Benedicto XVI entre ellos) defendiendo la democracia con la boca pequeña. Pidiendo respeto, tolerancia (de nuevo la palabra) y, en suma, no provocar. Diez años después llegaron los kalashnikov y los #jesuis. ¿Pedirán ahora que no haya conciertos? ¿Quizás la abolición de amistosos internacionales de fútbol?

Lo que ocurrió con Charlie Hebdo no tenía nada que ver con la representación de Mahoma. Nos hemos dado cuenta demasiados muertos más tarde. Alguno ni siquiera todavía. Para ellos somos infieles, colonizadores, cruzados, como rezaba el comunicado del ISIS. O, sobre todo, putas. Y esta palabra no es efectismo, dense una vuelta por unas cuantas banlieues.

No es Siria. No es Irak. No es Palestina. Y, por resumir, no somos nosotros. Enfrente de nosotros hay una ideología; no exactamente una religión. Una ideología que deforma el islam pero que también sale netamente de él, y no veo el interés de ocultarlo. Son los musulmanes quienes principalmente lo sufren, quienes mueren en la mayoría de atentados. Por eso ellos deberían ser los primeros interesados en subrayar que el islamismo es un proyecto supremacista, como describe Jeffrey Goldberg en The Atlantic, expansionista, imperial, medieval, oscurantista, intolerante... Y con el que no existe convivencia posible. Sí, eso significa que sólo puede quedar uno en pie.

Hemos deformado el análisis hasta que parezca conservador hablar de enemigos. Han existido siempre y seguirán existiendo, en todas las sociedades. Cada época tiene los suyos. Los que merece. Y defender una sociedad igualitaria, democrática y librepensadora no debería ser conservador o progresista.

La democracia va a ganar. No porque sea más fuerte, que no lo es. Sobrevivirá, como las especies, por su capacidad de adaptación. Puede acomodarse elásticamente a todas las situaciones: victoria, crisis, riqueza o mierda. Y a todos los anhelos humanos: la libertad de juicio, la independencia del poder, el placer irrazonado... justo lo que ellos, sí, ellos, no pueden entender.

En este artículo he usado el 'nosotros' y el 'ellos'. Se supone que está mal y va en contra de la tolerancia. Pero también he leído muchos elogios al chico del piano tocando 'Imagine' en la acera del Bataclan, al día siguiente de que ametrallaran allí a un centenar de personas. Y a lo mejor no soy el único al que la imagen del Lennon bis, rodeado por 231 cámaras, le pareció una chorrada fuera de sitio.

Lo que me sorprende es que quienes critican que existan dos bandos suelen argumentar, acto seguido, que en el islam están 'ellos', los terroristas, y, luego, 'los otros', casi todos. Al final todo depende de dónde se quiera la raya. Yo la prefiero sin condescendencia.

En un discurso mínimamente racional, no habría que justificar que en ese 'nosotros' cabemos todos los que no dispararíamos con un kalashnikov contra una terraza atestada. Y no hace falta defender el mismo modelo de sociedad, ni creer en el mismo Dios, ni tener la piel del mismo color, para compartir un enemigo común. O no acabaremos con él.

Javier Gómez

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