El chiste y el extremo centro

Recientemente el debate con respecto a los límites de la libertad de expresión parece haber adoptado nuevas formas y, sobre todo, nuevas figuras retóricas en España. Asistimos a una férrea defensa de que los discursos no deben tener límites, se suceden los artículos que debaten, una y otra vez, sobre la posibilidad de la “corrección” en el discurso como una opción censuradora, se le opone la calidad de obras literarias y artísticas, y se acusa a la “turba” de generar “linchamientos” virtuales. En España los debates vienen fomentados por una más que considerable cantidad de sentencias y acusaciones contra humoristas, músicos y artistas que han visto cercenado su ejercicio de la libertad de expresión en el terreno público.

Curiosamente, el discurso que más cala, o que más se reproduce, advierte que la razón de que esto ocurra no tiene que ver con la aplicación de la Ley de Seguridad Ciudadana, conocida como ley mordaza, que como constata Amnistía Internacional se está utilizando contra el activismo social, obstaculizando el derecho a expresar reivindicaciones de manera pacífica. Tampoco con las enmiendas en el Código Penal introducidas en 2015 a las leyes antiterroristas, que ampliaban el ámbito de aplicación del artículo 578 para penalizar el “enaltecimiento” del terrorismo mediante la difusión pública de “mensajes o consignas”, y que han significado que los procesamientos y las sentencias condenatorias derivados de su aplicación hayan aumentado drásticamente; de tres en 2011 a 39 en 2017. Solamente en los dos últimos años, fueron declaradas culpables 67 personas. Tampoco con el artículo 510 del Código Penal, que pese a ser una herramienta para la protección contra los discursos xenófobos y machistas, su aplicación hace dudar en muchos casos de su efectividad.

No. El debate para ciertos analistas no se centra en la interpretación de la judicatura, o la existencia de estas leyes, sino en una nueva moral imperante e inaprensible que paradójicamente resulta fácilmente reconocible: pacata y neovictoriana, no permite hacer chistes sobre gitanos, mujeres maltratadas o discutir públicamente —que no prohibir, como ellos exclaman— el contexto de la obra del pintor Balthus.

La diana es esta moral neopuritana que ha calado hasta en un anuncio navideño de embutidos situado en una supuesta distopía que todo el mundo reconoce, y que, tan simbólicamente, sitúa a una atalaya de artistas en una lujosa tienda. Afuera están los ofendiditos —ah, la turba que nunca pilla el chiste—, aquellos que ejercen el simple derecho a opinar que algo no les hace ni maldita gracia. La definición de la plaza pública en este caso se ajusta peligrosamente a lo que discursivamente vienen apuntando ciertos críticos. La involución histórica con respecto a la libertad de expresión se utiliza a conveniencia no para señalar las leyes que la recortan, sino para criminalizar el derecho a la protesta. Así, en la vida diaria, los ejemplos se utilizan a conveniencia: no es censor el que se manifiesta para la sustitución de la estatua del esclavista Antonio López, sino quien hace una performance con la obra de John William Waterhouse. No es ofendidito el que critica e impugna un chiste con la bandera de España, sino quien analiza el personaje principal de Lolita.

Por otro lado, se enarbola un nuevo tipo de debate, que pone en el centro de discusión aquello que no se puede decir o lo que se considera tabú, ya sean las denuncias falsas de violencia machista, o dar voz a la ultraderecha en el ámbito público. Ante esto que algunos han bautizado como “extremo centro equidistante” y que es particularmente laxo con la presencia pública de los discursos ultraderechistas es pertinente analizar de dónde procede. Esta defensa de la libertad de expresión parece estar fundamentada en la obra de John Stuart Mill Sobre la libertad, que argumenta que incluso cuando la opinión que se suprime es completamente falsa, “a no ser que se permita que sea, y lo sea de hecho, debatida con vigor y honestidad, será sostenida a la manera de un prejuicio por la mayoría de las personas que la defiendan”. Como explica Mark Bary en su ensayo Antifa, esto “aconsejaría, por ejemplo, presentar puntos de vista a favor y en contra de la esclavitud. Como si fuesen opiniones moralmente equivalentes que la sociedad puede evaluar”.

Por eso me permito acabar con un chiste. Ante la asiduidad del debate nazis, sí o nazis, no en el espacio mediático estadounidense, ironizaba el humorista Aamer Rahman: “Algunos comentaristas, cuando alguien golpea a un nazi, ya comienzan a preguntarse ‘¿es este el camino? Debemos debatir y ganar a esos sujetos en la plaza pública de las ideas’. Mira, tío, yo a los nazis prefiero ganarles en el planeta Tierra. Después de eso, tú puedes debatirles en la plaza pública de las ideas o en Narnia si te apetece”.

En España, la versión cínica del extremocentrista aún no debate sobre la presencia de neonazis, no lo necesita. Le basta con resistirse a analizar el poder, y a su vez reírse de sus ciudadanos y sus gustos mentecatos.

Lucía Lijtmaer es escritora.

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