El choque de democracias europeas

La ideología tiene muchas ventajas en política y relaciones internacionales. Ver todo problema humano o conflicto bajo un mismo prisma evita el imprevisible e ingrato proceso del análisis, bajo ángulos diferentes, del contexto concreto; pros y contras de las distintas opciones posibles, y nuevos argumentos que aconsejen una vía política distinta a la preferida, por encima de los propios paradigmas, convicciones y prejuicios. Uno gana en seguridad, un bien escaso en esta etapa de incertidumbre y miedo. Las ideas y dogmas políticos infalibles nos dan, además, algo en lo que creer, cuando parece que ya no quedan doseles sagrados, se tambalean las instituciones comunes y el liderazgo convencional no tiene credibilidad.

Así, y ahora que llevábamos unos cuantos años cómodamente acostumbrados a la ilusoria noción del fin de las grandes ideologías, esta nueva era de crisis de sistemas, de desorden e inestabilidad, trae consigo un resurgimiento del maniqueísmo ideológico y de la polarización política en general. En efecto, y parejo a la negativa pero poderosa atracción de fanatismos y populistas, las narrativas maniqueas están más de moda que nunca, mostrando los límites modernizadores de la sociedad de la información. Si bien ésta debería traducirse en el predominio de los discursos equilibrados, vemos mucha cacofonía de la intolerancia y la confrontación, con redes sociales a menudo utilizadas como canal de bilis, discurso de odio e inflamación del ambiente. En momentos de zozobra existencial, reina la tentación tribal de buscar buenos y malos, justos e injustos, héroes y villanos.

El choque de democracias europeasEste regreso del maniqueísmo ideológico y del discurso polarizador, tanto en política doméstica como exterior, tiene muchos peros y sombras. Y las dudas surgen al igual que le pasa a Winston Smith, el personaje de 1984, la famosa novela de George Orwell, uno de esos días cualquiera en que, de forma rutinaria, destruye documentos en el Ministerio de la Verdad. Esta forma de política rehúye consensos y el concepto de compromiso democrático. Vemos, por sistema, la distorsión o rechazo de la lógica de los hechos, con el repetido recurso a predecibles teorías de conspiración que, si en unos casos, han probado ser ciertas en gran medida (por ejemplo, abusos de guerra de Irak), en otros, quizá no o no sólo (ejemplo, los malos designios de toda la Eurozona contra Grecia o pretendidas influencias espurias en el Maidán ucraniano o el 15-M). Sin acuerdo en la descripción de los hechos, es casi imposible llegar a acuerdos sobre la prescripción y soluciones.

Nuevos, y no tan nuevos, maniqueos incurren en contradicciones flagrantes. Vean, por ejemplo, las coaliciones de interés entre fuerzas de izquierda y extrema derecha en la UE en cuestiones como la Rusia de Putin (y Ucrania), Venezuela o el euro –concubinatos tan habituales que quizá el término contra natura no es ya acertado–. O las notables piruetas ideológicas para atacar, por sistema, al imperialismo yanqui (siempre maligno y responsable), mientras se hace, como poco, la vista gorda a los excesos habituales del imperialismo del Kremlin con sus vecinos o con los propios ciudadanos rusos (Rusia siendo siempre la injusta víctima). A ello se une un activismo negativo anti los Otros, necesario quizá para provocar shocks en sistemas políticos anquilosados o abusivos, pero que tiene poco que aportar cuando se trata de generar compromisos en cuestiones como reforma constitucional o nuevos retos globales. Por supuesto, tal polarización política asfixia el centro, pues ganan el ruido y los absolutos frente a posiciones llenas de matices.

Algo de todo esto, junto con notables dosis de irresponsabilidad política compartida, ha marcado la crisis del euro y el drama griego. Ése es, desde luego, el caso de la retórica y lenguaje político en torno al referéndum de Alexis Tsipras. En el mejor estilo maniqueo, los partidarios de Syriza han presentado la cuestión en términos absolutos como un choque entre la democracia y el pueblo griego (aquí, se entiende, representativo de todos los demás) contra la anti-democrática y opresora Europa de la troika. Es la narrativa de víctima y verdugo, de la épica de los débiles (y buenos) contra los fuertes (y malos). Una lucha de legitimidades brutalmente eficaz, a nivel táctico, como hemos visto, siquiera tan solo por la innegable movilización política de este discurso polarizador. Pero el problema es algo más complejo. Más allá de cuestiones clave sin duda muy discutibles, como errores en política económica, excesos de las instituciones y los programas de austeridad, esta narrativa y su realidad chocan de bruces contra otras realidades. En el fondo, asistimos a un singular choque de democracias europeas, con sus distintas culturas políticas. Un choque que siempre ha estado latente en el proyecto europeo, incluso en su etapa dorada, pero que hoy ha resurgido con la crisis, que amenaza con la fragmentación política de Europa. Envites como el de Tsipras son un ejemplo más, pero no el único.

En este escenario, el choque de democracias enfrenta la Grecia de Tsipras no sólo con Alemania (enemigo fácil) sino, aunque se olvida a menudo, con la mayoría de los otros demos europeos, a veces más duros que Berlín. Es el caso de belgas, holandeses, finlandeses y casi todos los europeos del Este, que sufrieron en sus carnes reformas y caídas del PIB mucho mayores que las de Grecia hoy. De ahí las crecientes referencias de miembros del Eurogrupo a la propia legitimidad democrática (siempre sienta mal que te den lecciones de democracia, con o sin razón, y más si te insultan). Así, el frío mensaje alemán de que cualquier nuevo rescate tendrá que ser aprobado por el Bundestag y seguir en general los cauces constitucionales del pueblo alemán. Se habla mucho de la Europa mercantil, en términos peyorativos, frente a esta Europa popular, cuasi-revolucionaria, como antídoto a las indudables contradicciones e incoherencias de aquélla. Pero lo cierto es los acreedores representan en gran medida la vieja Europa de los mercaderes, eje estratégico de comercio internacional y finanzas. No es de extrañar que en varios de los Estados fundadores crezcan varias formas de euroescepticismo y rechazo ante una idea de solidaridad entendida como subsidios indefinidos a fondo perdido o políticas migratorias laxas.

De fondo, Grecia y otros aspectos de la profunda crisis europea de la que forma parte, nos muestran los débiles fundamentos de lo que el visionario Tony Judt, hace dos décadas, calificaba como la «gran ilusión» europea, entendida como mito. Esto es, asumir que un proyecto concebido, en circunstancias históricas muy concretas, para Europa Occidental, pudiera ser extendido indefinidamente y en los mismos términos iniciales, a pueblos y naciones tan dispares. Sobre todo, al declinar la prosperidad y habiéndose agotado gran parte de sus objetivos iniciales. Mucho del grandioso discurso europeo ha ido y va en esta línea, mientras, en la trastienda, los Estados protegen ferozmente sus propios intereses, una tendencia que ha crecido con la crisis de confianza que reina en la UE y el aumento de la inseguridad, al Este y Sur. Por otra parte, la integración económica no ha contribuido a una verdadera convergencia política, social y cultural entre los Estados y naciones europeas, y las divergencias son visibles en episodios como el presente.

Sin una nueva utopía europea adaptada al siglo XXI, grandes consensos políticos y un mayor acercamiento entre sociedades aún diferentes, el concepto de Europa seguirá siendo «demasiado amplio y nebuloso en torno al cual formar una comunidad política», como decía Judt. En el mejor de los casos, una excusa para no afrontar los problemas. En el peor, en tiempos de maniqueísmos, nacionalismos y polarización, un motivo de enfrentamiento y no de unión entre democracias europeas, preocupadas, de nuevo, por su futuro.

Francisco de Borja Lasheras es director adjunto de la Oficina en Madrid del Consejo Europeo de Relaciones Exteriores.

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