El ciclo se ha cerrado (I)

En el momento que estamos gobernados por las derechas más corruptas e incompetentes, las izquierdas están empeñadas en disimular lo más posible para que no se noten sus inclinaciones. No se trata de repetir las bobadas de que no hay derechas ni izquierdas, o aquella chuscada orteguiana tan citada antaño por todo fascista español que se preciara: ser de derechas o de izquierdas son dos maneras de ser idiota (cito de memoria).

Este año se celebran, o se sepultan -depende del ángulo con que se analice-, cien años del borrascoso 1917, y cuando se dice 1917 mezclamos dos revoluciones en Rusia. La de febrero, con Kerenski y la socialdemocracia, que no fue poca cosa, y sobre todo "los diez días que estremecieron el mundo", que relató con pluma maestra un periodista norteamericano, John Reed (1919). La revolución rusa de octubre de 1917, la de Lenin, Trotski y los bolcheviques, fue no sólo el comienzo de un ciclo revolucionario -exitoso y fallido, pero incontrovertible-, sino el hecho histórico más importante del siglo XX. Tanto que su eco y sus consecuencias duraron cien años; algo sin precedentes.

Abrieron ese ciclo de revoluciones que hizo tambalearse al mundo y que provocó el terror de la derecha, que la llevó a meterse en aventuras criminales que parecen hoy apenas carne de historiador que reparte responsabilidades como si fuera un juez venal. Pero el contenido de aquellas revoluciones rusas, su ambición, sus proyectos -luego frustrados, cuando no convertidos en dictaduras sangrientas-, abrieron un tiempo en el que aún se aspiraba a conquistar los cielos, como había dicho Karl Marx de la Comuna de París.

Eso se acabó. Los restos de los naufragios revolucionarios fueron dejando un poso de corrupción y nepotismo y mucha retórica. Hasta tal punto que se puede decir que toda la verborrea de la derecha liberal conservadora que dominó brutalmente el siglo XIX se trasladó como por ensalmo a esa nueva clase que tenía el poder fuertemente agarrado a partir de una revolución y no les quedaba más que la retórica y la represión. Tantito igual que había hecho el enemigo de clase unas décadas antes. Burguesía emergente, nomenklatnra impasible.

Pero lo más llamativo fue la decadencia de una clase obrera que había perdido absolutamente cualquier conciencia de clase y quería ser como mínimo aristocracia sindical. Conforme gran parte de los obreros fueron desapareciendo por los avances tecnológicos y se convirtieron en dignísimas piezas de museo, cargadas de historias, de fracasos, de estafas (algún día se explicará Asturias y su minería como un fenómeno espectacular de laminación de aquella que fue, o había de ser, la sal de la tierra), llegó la calma salpicada de rabia.

Los partidos o grupos con aspiraciones a ser una alternativa al capital más feroz que conocieron los tiempos no están formados por trabajadores asalariados, que venden según el canon marxista su fuerza de trabajo, sino por profesores. Si hay algo que caracteriza el final del ciclo revolucionario que se abrió en 1917, y que ya antes cantaba La Internacional, que hoy suena a charanga de desvergonzados -"Arriba parias de la tierra, en pie famélica legión..."-, tiene como un eco sarcástico puesto en boca de miles de profesores, catedráticos... eso que da ahora en llamarse enseñantes. Lo primero que habría que hacer es inventarse un himno y dejar de burlarse de un pasado duro y sangriento, y evitar La Internacional, que ya es canción para nostálgicos de la derrota o funcionarios sin demasiados escrúpulos.

Con el final del ciclo revolucionario se acabó La Internacional. Lo demás son payasadas. ¿Qué revolución se puede hacer con funcionarios del Estado? Hay que variar el marco y el rumbo si el ciclo presuntamente revolucionario se ha terminado. Ahora, a lo más, transformaciones profundas y una ética política de respeto ciudadano, que incluya no robar a los colegas, que no otra cosa es estafar, tirar de comisiones por favores subterráneos, y todas esas variedades que han ido creando los funcionarios de un Estado corrupto; cuando más altos, más corruptos. Que el más importante y respetado líder sindical de la minería en Asturias, sede del mítico SOMA-UGT, tenga cuenta en Suiza por valor superior al millón de euros se traduce en muchas cosas, empezando por una puntilla morral a un sindicato que no compaita con la mafia métodos y ambiciones.

Ya no hay obreros, salvo excepciones honrosísimas, que voten a la izquierda. Se desplazan a la derecha, y en su mayoría a la radical extrema derecha, porque la que antaño fue radical extrema izquierda se pasó de vueltas y está copada por funcionarios, voluntariosos enseñantes, que se diría ahora, que tienen todo garantizado -subida aquí, bajada allá-, pero un Estado protector contra el que ellos en su mayoría lucharon. En parte les concedieron ese estado que ahora contemplan soberbios y admirados, igual que las clases bajas, los restos obreros, aseguran una cierta estabilidad frente a la tropa funcionarial que tiene muy lejos la idea y hasta la ambición de "conquistar los cielos". ¡Dejemos los cielos para los curas y los ángeles,y peguemos los pies en tierra porque se acabó la solidaridad fuera de las oenegés,que felizmente 110 son partidos políticos!

No hace falta ser un lince para detectar signos de decadencia en una izquierda, la española, cuyo ciclo inició su mortal caída en 1982, cuando muerto el dictador -rodeado de los suyos-, iniciada una invención académica de gran éxito entre la gente llana y gran fortuna entre los que invertían en futuro, que se llamó transición, la población -no me atrevería a decir ciudadanía, que es término muy ligado a la libertad de criterio y a la conciencia crítica-decidió una gran apuesta. Llevar la izquierda al poder, aquel PSOE de Felipe y Alfonso. Entre otras cosas no había opción posible que no fuera esa, o un señor cuyo nombre no debería ser borrado de los anales de la inanidad política, Landelino Lavilla. Gente seria y formada, funcionario del Estado desde siempre y con muy alta calificación.

Todo se fue al carajo, pero eso sí, muy risueños, porque el PSOE tenía la lección aprendida y estaba advertido que el ciclo aquel de las revoluciones y los cambios profundos estaba en la UCI del hospital de la historia. El ciclo apenas podía ya respirar arrollado por una derecha segura de que tenía una larga extensión en el tiempo y que no había peligro en el horizonte. No hay cosa más patéticamente divertida que un partidete, Ciudadanos, que nació en Barcelona, por el que nadie daba un duro, dirigido por un tal Albert Rivera, orador de concurso. Empezó con un puñado de notables y cándidos intelectuales, convencidos de que la socialdemocracia no estaba bien representada en España. Tardó unos años, pocos, para conseguir hacerse un figura respetable en un mundo político como el español, poco inclinado a la respetabilidad. Pero lo logró y es su mérito.

Lo primero que hizo en su reciente congreso es dejar de ser socialdemócrata para definirse como liberal. ¿Qué otra cosa iba a hacer un tipo ambicioso con ganas de tocar poder a costa de lo que sea y que 110 se note que la política es trabajo que tiene mucho que ver con la carnicería? Si el ciclo aquel que se inició en 1917 en Rusia se fue agotando hasta llegar a la pobreza y luego a la miseria caben dos opciones: esperar tiempos me jores, y para ello se requiere tiempo (que algunos ya 110 tendremos), y voluntad de poder. Lo demás son discusiones semánticas con florete, arma especialmente inadecuada para la pelea en campo abierto.

Gregorio Morán

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