El Cid cabalga

La fecha de composición del Cantar de Mío Cid (1207) es más convencional que exacta, pero ha bastado para justificar este imperceptible octavo centenario que tanto contrasta con los fastos cervantinos de 2005. El Cid nos parece hoy a los españoles muy lejano, una figura absurda y exótica. Apreciar el poema de Per Abbat equivale, incluso en el medio universitario, a sentar plaza de cavernícola. Y, sin embargo, esta visión es más reciente de lo que se piensa. Para ilustrados y románticos liberales, Rodrigo Díaz de Vivar fue símbolo de la resistencia popular -en cierto modo, burguesa- a la aristocracia de su tiempo, y así lo vieron folletinistas republicanos como Manuel Fernández y González. La utilización nacionalista del personaje, que hunde sus raíces en la generación del 98 y se exacerbaría bajo el franquismo, impide a veces recordar que los poetas del 27 leyeron e interpretaron el Cantar con un espíritu muy distinto. Pedro Salinas lo tradujo al español del siglo XX e incluso en García Lorca se advierte su huella. Quien más hizo por asentarlo en el canon literario español fue, por supuesto, Ramón Menéndez Pidal, pero ni él mismo pudo despejar la radical ambigüedad de la tradición cidiana, marcada por su doble origen épico: el poema de, pongamos, 1207, y el más tardío de Las Mocedades de Rodrigo, fuente común del Cid del Romancero y de los dramas de Guillén de Castro y Corneille. Entre los protagonistas de ambos relatos originales la similitud no es mayor que la que pueda darse entre los Quijotes de Cervantes y Avellaneda.

La característica más saliente del Cid del Cantar es la mesura; es decir, la contención y la prudencia, el dominio de las pasiones, la ausencia de soberbia. No se deja llevar por arrebatos criminales, aunque a veces puede aparecer como un calculador frío y hasta algo cínico. El de las Mocedades es bien distinto: un valentón arrogante cuyas bravuconadas y desafueros explican que la palabra cid pasase a la lengua vulgar como sinónimo de camorrista. ¿Cuál de las dos imágenes es más ajustada al Cid histórico? Probablemente, ninguna. Ambas son trasuntos de dos estereotipos literarios muy antiguos: el ideal clásico del guerrero piadoso, representado por Héctor y por Eneas (el pius Aeneas de Virgilio), que desembocaría en el miles Christi, el guerrero cristiano, y el miles gloriosus, heredero degradado de los feroces jefes griegos de la Ilíada, Agamenón y Aquiles. Pero es clara la superioridad moral del primero de ellos, y uno preferiría que el verdadero Rodrigo se pareciera más al del Cantar, que, por cierto, es una obra magnífica, en la que hay episodios de enorme violencia, pero ni el menor rastro de racismo o deshumanización del enemigo musulmán, descrito a veces con rasgos más nobles que muchos personajes cristianos. Ni tampoco del antijudaísmo tan frecuente en las letras hispánicas medievales: si los dos judíos burgaleses Rachel y Vidas aparecen como prestamistas estafados por el Cid y Martín Antolínez, ni se les atribuye una codicia desenfrenada, ni se presenta el engaño como una acción virtuosa, sino como una fechoría excusable por necesaria, que Rodrigo reparará con gratitud y largueza.

En cuanto a su supuesto esencialismo castellano, se trata de un tópico inventado por los escritores del 98, que ni entonces ni ahora se podría sostener con un mínimo de seriedad. La acción del Cantar transcurre más en tierras de Aragón y Valencia que en las castellanas (y de éstas, casi todas son de Castilla la Nueva). El Cid y sus hombres son obviamente castellanos, pero ni siquiera su lengua refleja un castellanismo castizo. Seguramente, el Cid histórico venía de vascones foramontanos y su lengua estaba aún más trufada de vasquismos que la del héroe del poema, que llama a su lugarteniente Minaya Alvar Fáñez; es decir, mi anaia, mi hermano. Y su primer nombre debía ser el eusquérico Eneco, Yennegus o Íñigo, cuya traducción literal al romance es Mío, interpretado erróneamente como parte del tratamiento de respeto semiarábigo que le habrían dado a Rodrigo los moros (Mío Sidi o Mío Cid, «mi señor»). Sin embargo, el propio héroe se identifica de esa forma: «Yo soy Mío Cid Ruy Díaz», lo que sería un tanto chocante si Mío no fuese uno de sus nombres de pila. La lectura del poema de Per Abbat puede hacérsele hoy áspera a un castellano de Valladolid o de Burgos. Los vascohablantes lo tenemos más fácil: reconocemos a la primera viejos términos de origen románico o árabe que han desaparecido del español y siguen siendo de uso corriente en eusquera, y no nos desconciertan construcciones como «combidar le íen», habituales en la conjugación sintética del verbo vasco. Por otra parte, no son muchos los castellanos nativos que se han distinguido en los estudios sobre el Cantar. Salvando alguna excepción de gran altura -el indispensable Diego Catalán-, los nombres importantes de los estudios cidianos contemporáneos corresponden a investigadores británicos (Ian Michael, Colin Smith, Richard Fletcher) y a españoles nacidos y asentados fuera de Castilla (María Eugenia Lacarra, Alberto Montaner Frutos, José Enrique Ruiz-Domenec, etcétera). Algo parecido sucedió en la generación literaria del modernismo: la más famosa recreación poética de un episodio del Cantar -titulada Castilla, para remate de casticismo- fue obra del vate más profesionalmente sevillano de todos los tiempos, Manuel Machado Ruiz.

Los niños del franquismo conocieron mejor al Cid de Manuel Machado que al de Per Abbat. No fue, ni mucho menos, lo peor que pudieron sacar de la enseñanza escolar del régimen. Castilla es un poema muy hermoso: además de su simbolismo cristológico -«al destierro con doce de los suyos, / polvo, sudor y hierro, el Cid cabalga», refleja muy fielmente la experiencia de cualquier excursionista perdido en las calendas por los alrededores de Aranda de Duero. Pero el Cid del Cantar es insuperable, desde el inicio mismo del poema, cuando, al entrar en Burgos camino del destierro, con sus sesenta -y no doce- compañeros, tras ver volar la corneja por la izquierda del camino (algo así como cruzarse con un gato negro), se encoge de hombros y alza la cabeza mientras exclama: «¡Albriçia, Alvar Fañez, ca echados somos de tierra!». Lo que viene a equivaler, en el español de nuestros días, a «¡Ánimo, que peor estaríamos si lloviera!». De una criatura literaria como este Cid del Cantar se puede estar legítimamente orgulloso. Pero incluso el Cid de Anthony Mann daría sopas con honda a cualquier superhéroe medio arácnido del presente, y además se llevaba a Sofía Loren sin demasiado esfuerzo desde el comienzo de la película, y eso que le mataba al padre. En fin, que de gente como esta procedemos o deberíamos suponer que procedemos, y no de los perfumados nazaríes.

Jon Juaristi,  Premio Mariano de Cavia.