El ciego y el lazarillo

Si Bárbara Tuchman nos enseñó a entender el siglo XX colocándonos ante el Espejo distante del XIV en el que ya aparecen reflejadas las devastadoras guerras «mundiales», las mortíferas epidemias o el antisemitismo como motor del odio, tal vez podamos recurrir a una técnica similar para comprender las raíces profundas del mayor escándalo que sobrevuela hoy la política española.

Muchas veces se ha presentado la corrupción, con toda su panoplia de episodios pintorescos en los que el corrupto aguza el ingenio para maximizar su beneficio, como una continuación natural de la tradición recogida en nuestra novela picaresca. Así el despacho de Juan Guerra pudo perfectamente ubicarse en el patio de Monipodio; a algunos personajes de la Gürtel les vienen como un guante los estereotipos de Rinconete y Cortadillo; y Mulas y su esposa evocan a Chirinos y Chanfalla haciendo bailar a Amy Martin, ante los crédulos ojos de los dirigentes del PSOE, como gran estrella de su Retablo de las Maravillas.

Pero todos estos antecesores en el arte del trinque camuflado al socaire de la política -e incluyan ahí a Roldán, a los del Palau o al propio Urdangarin- quedan como meros aficionadetes si los comparamos con la figura de oro macizo del ex tesorero del PP Luis Bárcenas y sus 38 millonazos escondidos en el cofre de su tesoro suizo. Bien podríamos decir que este gran mangante es algo así como el Mazinger Z de los villanos del parque temático de la corrupción. Pero si nos fijamos en la gestación del ladrón que presumiblemente llevaba dentro y en su aprendizaje de las técnicas del hurto, no hay mejor espejo distante que la España del XVI y la vida del Lazarillo.

El burlanga nace pero también se hace. El hecho estadístico de que sus tres antecesores como tesoreros del PP -Naseiro, Sanchis y Lapuerta- se hayan visto envueltos en episodios turbios, a la vez que amasaban notables fortunas, sugiere que Bárcenas ha terminado siendo el depositario de un depurado know how transmitido y perfeccionado como una especie de legado generacional entre las paredes de Génova 13.

Cuando Bárcenas llegó hace 20 años a la sede nacional con una mano delante y otra detrás parecía estar siguiendo el consejo que Lázaro de Tormes recibió de su pobre madre: «Arrímate a los buenos y serás uno de ellos». Y pronto debió comprender que la «bondad» de aquella organización no residía en su capacidad de generar propuestas idealistas o recetas pragmáticas, con el mismo desparpajo con que el ciego a cuyo servicio entró Lázaro dispensaba oraciones para los difuntos y remedios a las parturientas, sino en las inauditas oportunidades de utilizar todo el tinglado para su enriquecimiento personal.

Cuenta Lázaro de aquel su primer amo que «siendo ciego me alumbró y adiestró en la carrera de vivir». Lo cual en la práctica significa que, viéndole engañar, aprendió a engañarle. El ciego «en su oficio era un águila» pues «sabía de coro ciento y tantas oraciones» y ponía «un rostro humilde y devoto» cuando las rezaba por encargo. Pero tan pronto como el contratante se daba la vuelta, interrumpía el rezo con la misma facilidad con que el candidato olvida sus promesas al día siguiente de la obtención del óbolo electoral.

«Allende de esto tenía otras mil formas y maneras de sacar el dinero», añade Lázaro para dar paso a un vademécum de tretas recaudatorias que nada tendría que envidiar a las modernas cosechas de donaciones. En poco tiempo se convirtió en gerente solícito de las trapacerías del ciego y en discreto conocedor de sus secretos y debilidades. Nadie en la posición que tenía Bárcenas ignora si a los jefes les regalan viajes, trajes o fiestas de cumpleaños.

Fue en esa fase iniciática en la que el Lazarillo aprendió que «el provecho es el manantial de toda moral, incluso de la honra». Así lo explica el hispanista de origen escocés Bruce Wardropper, que inmediatamente pone como ejemplo el modo en que terminó ejerciendo el oficio de pregonero sobre la base de «aprovecharse del provecho de sus vecinos». El propio relato del pícaro no deja lugar a dudas: «En toda la ciudad el que ha de echar vino a vender o algo, si Lázaro de Tormes no entiende en ello, hace cuenta de no sacar provecho». Así se ejercía de comisionista -o si se quiere de propagandista corrupto- en el mil quinientos.

Desde que nuestro hombre se dio cuenta de que su amo «ganaba más en un mes que cien ciegos en un año» se esmeró en procurar meterle mano al fruto de lo recaudado. Así primero lo vemos descosiendo el fardel cerrado con candado y argolla en el que el ciego guardaba las viandas; más tarde sorbiendo sigilosamente el vino con «una paja de centeno que para aquel menester tenía hecha»; y a continuación alcanzando el virtuosismo de agujerear la jarra, cubrir la hendidura con un tapón de cera y acurrucarse entre las piernas del ciego a la espera de que el calor de la lumbre lo derritiera e hiciera manar «la fuentecilla».

En lo que se refiere a la limosna que copiosamente obtenían de sus donantes, el Lazarillo comenzó a practicar la misma técnica que los últimos informes policiales atribuyen a Bárcenas. Cada vez que su amo recibía una pieza de cobre de una blanca con su león rampante en el haz y su castillo en el envés, la sustituía por otra de media blanca y se quedaba así con el 50%. El ciego, que notaba la diferencia de peso al tacto, percibía una cierta mengua en la generosidad de su parroquia pero seguía haciendo una buena caja de la que no tenía que dar cuentas a nadie.

Lázaro comprendió pronto que en la trampa estaba el medrar y que los escrúpulos eran un privilegio de hidalguía incompatible con la ambición. Por eso explica Marcel Bataillon que «todo su ser protesta contra la superstición del honor». Sólo entendiendo que el engaño, la mentira, la codicia y la traición son el hábitat natural del ser humano podía el Lazarillo estar a la altura de las circunstancias.

En ningún episodio queda tan clara esa perversión de la escala de valores tradicionalmente acendrada en el alma castellana como en el de la ingesta del racimo de uvas que les regalan los vendimiadores de Almorox. En un alarde de generosidad el ciego propone repartírselo a la par, «con tal de que me prometas no tomar cada vez más de una uva». Pero ipso facto él mismo comienza a tomarlas de dos en dos. El Lazarillo no sólo no protesta sino que lo da por bueno, casi podríamos decir que lo fomenta, pues le sirve de justificación para engullirlas él de tres en tres. La única diferencia es que Bárcenas terminó por elevar exponencialmente la ecuación de canje: por cada sobresueldo de 10.000 euros que repartía en Génova él se llevaba 30.000 o 40.000 a Suiza.

Fernando Lázaro Carreter entendió muy bien que nuestra mejor novela picaresca no es sino «la historia de un proceso educativo que entrena el alma para el deshonor». O, por resumirlo todavía más, con palabras de Alberto Blecua, «nos encontramos ante la historia de una mala educación». El propio Lazarillo se presenta como rehén de su aprendizaje y las tentaciones que le rodean al describir el lance en el que se zampa la longaniza y deja para el ciego un simple nabo emparedado: «Púsome el demonio el aparejo delante de los ojos, el cual, como suelen decir, hace al ladrón». Con sus compadres controlando el aparato territorial del partido, el Ministerio de Fomento y un sinfín de administraciones locales y autonómicas había demasiadas «longanizas» al alcance de Bárcenas como para no echarse ninguna al buche.

Por eso el Lazarillo considera injusto que el ciego le humille, le castigue, le golpee y le deje «arañada la cara y rascuñado el pescuezo» cada vez que le coge in fraganti. En definitiva él no está sino aplicando la primera máxima que ha aprendido a su lado y de la que deja constancia en el prólogo de su autobiografía: no hay otra definición de virtud sino la de «saber los hombres subir, siendo baxos». El Lazarillo cree que el ciego debería sentirse poco menos que orgulloso de él, de la misma manera que Bárcenas se comporta como si esperara el reconocimiento social y como mínimo el respeto de su partido, ante la evidencia de que ha sabido multiplicar con destreza el fruto de su rapiña.

Ni el ciego puede entregar al Lazarillo a la Justicia -sabe demasiado sobre él- ni el PP querellarse contra Bárcenas por el saqueo sistemático del dinero negro que entraba copiosamente en su sede. Cuando lo robado tiene un origen inconfesable el ladrón cuenta con tanto margen de impunidad como a la víctima le falta el de denuncia. Sustituir la acción penal por una equívoca demanda civil es como castigar al Lazarillo con unos cuantos pescozones y otras tantas trompadas en el colodrillo.

La consecuencia será que Bárcenas seguirá llevando a su ex partido como a puta por rastrojo -tras las denuncias por despido improcedente, robo y mobbing, sólo le falta aducir que era víctima de acoso sexual en Génova- de igual modo que el Lazarillo castigaba al ciego conduciéndolo por los caminos más pedregosos y enlodados. Pero todo esto son sólo escaramuzas secundarias. Lo que él pretende es que el Gobierno le permita quedarse con sus 38 millones -eso sí que es una ristra de longanizas- desactivando la acción penal de la Fiscalía Anticorrupción.

Sería una misión imposible para cualquier otro descuidero pero, como en la estratagema final de la primera etapa de la vida del Lazarillo, él ya ha conseguido colocar a Rajoy a la intemperie y en el centro de la plaza ante el pilar de piedra de la caja B del partido, sobresueldos incluidos. Cospedal intentó desbaratar esa estrategia con el «cada palo que aguante su vela»: una investigación interna que habría puesto en la picota a parte de la vieja guardia, liberando al resto del chantaje del ex tesorero. Pero Rajoy prefirió ponerse la cómoda venda de la falacia honorable sobre los ojos y embozarse en la capa del agravio colectivo. Como no hay peor ciego que el que no quiere ver, ahí está ahora a expensas de Bárcenas, creyéndose que bastará este saltito procesal hacia delante para franquear el riachuelo del problema.

El Lazarillo nos cuenta con regocijo cómo «el pobre ciego se abalanza como cabrón… da con la cabeza en el poste y cae luego para atrás, medio muerto y hendida la cabeza». Eso es lo que ocurrirá tan pronto como el juez Ruz encuentre los vasos comunicantes entre los sobresueldos, la financiación irregular del PP, las adjudicaciones de obra pública y el desvío masivo de dinero a las cuentas suizas. Y es Bárcenas quien tiene en sus manos marcar el ritmo de los acontecimientos e incluso gestionar la desestabilización política.

Pero siendo todo ello muy grave, más aún lo es que ya no podremos mirar al PP de la misma forma en que lo hacíamos hasta ahora pues, como dice Wardropper del Lazarillo, las peripecias del tesorero y demás gurtélidos entre sus protectores y protegidos de la curia genovesa nos han mostrado «the seamy side of life», ese «lado sucio y feo de la vida que de ordinario está oculto». No en vano la actualidad de ese fascinante librito, impreso por primera vez en 1554, reside en su acertado intento de «investigar las consecuencias sociales y personales de una moral pervertida».

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo

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