El cine y la vida

Mi generación todavía se educó sentimentalmente con el cine. La historia, la literatura y el Séptimo Arte me han enseñado a veces más de la vida que el trato con las personas, o por lo menos, me han ayudado a desvelar los entresijos de la condición humana. Porque para entender la codicia hay que ver El tesoro de Sierra Madre, para conocer la envidia es única Amadeus, y para comprender la intensidad del amor sobrevenido en la madurez, no hay historia más hermosa ni mayor nostalgia de lo no vivido que Memorias de África. Y es que el cine, además de evasión, nos proporciona modelos de comportamiento y nos regala los sueños de otros. Y tanto llegamos a emocionarnos con sus personajes que algunos adquieren una carnalidad como si hubiesen existido y no nos abandonasen nunca.

Uno de mis primeros juguetes fue una linterna mágica con motorcito eléctrico con la que manufacturaba mis propias películas, hechas de rollos de papel en los que dibujaba monigotes. Luego vino un CinExin y, más tarde, un proyector de súper ocho para ver las escenas familiares filmadas con tomavistas. En el proyector poníamos películas alquiladas y el olor del celuloide caliente flotaba en la sala de estar mientras, sobre la pantalla enrollable, veíamos la carrera de cuadrigas de Ben-Hur. Pero nada era comparable a las matinés en el gallinero de los cines de mi ciudad cuyos nombres tenían una sonoridad paradisiaca: Darymelia, Lis Palace, Asuán. Allí, apagadas las luces y arrellanado en las butacas, me quedaba embobado, en un estado de gracia que acertó a describir Terenci Moix en sus memorias y en La gran historia del cine que publicó ABC y coleccioné con fervor fetichista. Los filmes, sus carteles, los afiches tras los cristales, así como las salas grandes como catedrales de fotogramas me cautivaron tanto desde pequeño que me encantaba el ritual de prepararme para ir al cine. Aún en ocasiones siento cosquillas cuando hago cola para sacar la entrada.

Al igual que establecemos afinidades electivas con las personas, nos decantamos por una ideología o nos enamoramos de alguien en concreto, nos repelen determinadas películas y nos cautivan otras. Y no es solo cuestión de gustos, sino también de nuestra concepción de la vida.

Que levante la mano quien no se haya conmovido viendo cómo, en La lista de Schindler, la niña del abriguito rojo era conducida en un carro junto con otros cadáveres de judíos, quien no llorase con Los puentes de Madison o no haya tenido el alma en vilo cuando, en Salvar al soldado Ryan los jóvenes americanos tomaban las playas de Normandía. Hice un viaje a París en tren solamente por el gusto de cenar acompañado en el vagón restaurante, como Cary Grant en Con la muerte en los talones; he paseado por Florencia como si fuese un extra de Una habitación con vistas; y me he alojado en Roma en la via Margutta, la calle donde vivía Gregory Peck en Vacaciones en Roma y paseaba en vespa con Audrey Hepburn.

De joven me acostaba encandilado al filo de la madrugada tras ver en la tele ciclos de clásicos en blanco y negro, y en la cama le hurtaba horas al sueño escuchando en la radio largos programas de cine. Incubé pronto el vicio de la lectura de revistas y libros de cinematografía, y supe que las obras maestras son aquellas pelis que, por más veces que se vean, siempre nos sorprenden. Como Casablanca, pues albergo la esperanza de que, al final, Ingrid Bergman abandone a su marido, por muy héroe que sea, y se quede con Humphrey Bogart.

Las bandas sonoras trascienden las películas y se convierten en música vital. Asistir a conciertos de música cinematográfica es experimentar un big bang en el corazón, porque tras escuchar las composiciones de John Williams, de Ennio Morricone o de John Barry uno sale con la sensación de lo que mejor de la vida está por llegar. Poca música hay más intensa que el tema de amor que escribió Bernard Herrmann para Vértigo, de Hitchcock, el cineasta cuya obra se agiganta con el tiempo y cuyas actrices rubias continúan siendo volcanes dormidos que erupcionan al saborear su carmín.

Conforme cumplo años me parece más fascinante cierto cine español de los cincuenta y sesenta, o la filmografía de Berlanga, con Plácido y Los jueves milagro al frente. Y más impresionante el trabajo de aquellos actores, como Pepe Isbert, por ejemplo, cuya voz de cascajo no le impedía vocalizar bien, al contrario que los diálogos de algunos actores actuales, que necesitarían ser subtitulados para entenderlos. A quien se le entiende todo es a Antonio Banderas, nuestro actor más internacional que recientemente ha recibido un merecidísimo premio Nacional de Cinematografía. Banderas no es sólo un portento como intérprete, sino también un comunicador de aúpa, un español universal y un enamorado de su patria chica, Málaga, la pujante y bella ciudad en la que la versión autóctona del chavismo maniobró para impedir que nuestro Antonio impulsase un formidable centro cultural en un antiguo cine.

Pero la quintaesencia de la pasión cinéfila es José Luis Garci. El oscarizado. Escucharlo hablar de cine es quedarse magnetizado, leer sus artículos o libros es una gozada, y ver sus películas implica sentirse arrebatado. You’re the One (Una historia de entonces), Canción de cuna o El abuelo me dejaron pegado a la butaca y boquiabierto.

Y ahora, en el estío, vuelve a ser un placer ir al cine de verano, donde huele a jazmín y a pieles cremosas, donde contamos estrellas fugaces y la luz roja del bar, del ambigú, se me antoja la de los submarinos en inmersión, como en Das boot.

Antes de poner el rótulo de Fin a esta Tercera, quiero terminar con Cinema Paradiso, porque su historia de amistad y de amor tiene un final antológico: el de los besos censurados y recuperados. Ojalá la vida siempre terminase así, como las películas que amamos.

Emilio Lara, historiador y escritor.

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