Un distinguido economista británico, seguramente con la distancia que le da el resultado del Brexit, pronostica para la eurozona un futuro poco esperanzador. En su opinión, esta sólo puede elegir entre cuatro alternativas no excluyentes: una periferia condenada a ir reduciendo salarios y precios hasta recobrar la perdida competitividad; una Alemania obligada a una política expansiva que le haga perder su ventaja competitiva y la sitúe al nivel de esa periferia; una corriente de transferencias, de duración indefinida, entre centro y periferia, y la ruptura de la eurozona. Una carta reciente aparecida en el Financial Times ofrece lo que su autor considera como la solución obvia: “Licenciar al cinturón del ajo (garlic belt )dela eurozona. Ello no sólo haría revivir la Unión Europea de un plumazo, sino que fortalecería la economía mundial” (FT, 8/V/2016). No hay que tomarse demasiado en serio esa pintoresca descripción del Sur de Europa: las bromas entre Norte y Sur son moneda corriente e inocua, entre países y dentro de cada país.
El pronóstico anterior parece llevar a la conclusión, insinuada con británica elegancia, de que la alternativa más probable es la ruptura. Sin embargo el pronóstico es, por decirlo en términos también británicos, cuestionable en extremo: la economía española no está condenada al descenso continuado de sus salarios, porque el comportamiento de nuestras exportaciones no ha tenido gran cosa que ver con unos menores salarios; Alemania puede gastar una parte mayor de sus ahorros en inversión interior sin temor a desencadenar un proceso inflacionario; la unión bancaria hoy en marcha es más importante que una unión fiscal hoy tan imposible como innecesaria; y no es la moneda única la raíz de nuestros males. Claro que hay muchos asuntos que resolver para que se pueda hablar de una recuperación sólida; en nuestro caso, para ir hacia una economía de mayores salarios, con menos paro y una mayor igualdad en la distribución de la renta; pero casi todos esos asuntos –el problema de la deuda es una excepción– pueden ser abordados por cada país miembro con sus propios medios, por muy lenta y laboriosa que sea su solución. Lo mismo ocurre con la desigualdad: globalmente considerada, esta no ha aumentado en los últimos años, aunque sí lo ha hecho en los países más ricos, donde las clases medias no se han beneficiado del crecimiento de las tres últimas décadas. Entre nosotros ha aumentado la desigualdad, tanto porque ha mejorado la posición de los más ricos como porque ha empeorado la de los más pobres como resultado del aumento del paro y de la menor calidad de los nuevos contratos de trabajo; pero es un problema que cada país puede tratar de resolver a su modo. Para eso no hace falta más Europa, basta con el mercado único.
Es significativo que al hablar hoy de la eurozona olvidemos el enorme progreso material logrado durante su historia: su renta per cápita se ha multiplicado casi por cinco en los últimos treinta años; la de los integrantes del cinturón del ajo, entre cuatro y ocho (la nuestra por algo más de seis); la renta media del menos rico de sus integrantes es más de vez y media el promedio mundial, y cuarenta y cuatro veces la del país más pobre. ¿No son estos unos buenos resultados? Y, sin embargo, no parecemos satisfechos. No sólo los más pobres, que lo necesitan: todos queremos más. Nuestros políticos reflejan nuestros deseos, y es por eso que los asuntos económicos, a los que otorgamos la primacía sobre otras preocupaciones, dominan también el discurso de nuestros dirigentes. El imperio de lo económico nos degrada como personas, pero además hace peligrar a la propia Europa, por dos razones: porque nos hace olvidar que nos enfrentamos a problemas mucho más graves, y porque nos divide cuando la unidad es más necesaria que nunca.
Hagamos memoria. El propósito del proyecto europeo no era hacer un buen negocio. Apuntaba mucho más alto: quería asegurar la paz; la prosperidad no era la razón de ser del proyecto, sino una condición necesaria para llevarlo a buen fin. En este momento no es la prosperidad, sino esa razón de ser la que está en peligro: para la supervivencia europea la situación política internacional y la crisis de los refugiados son amenazas mucho más graves que la evolución de nuestras economías, y sólo la voz y la acción de una Europa unida pueden garantizar la supervivencia, sea cual sea la forma política de esa unión. Sólo si lo entendemos así sabremos poner los problemas económicos en su lugar; sólo contemplándolos desde una perspectiva superior podremos resolverlos. Volveremos así al “principio verdaderamente fundamental” del proyecto europeo: que “la economía no ha de dominar a las personas”, como decía el Manifiesto de Ventotene, redactado en una cárcel italiana en 1941, en las horas más negras del cinturón del ajo. Que no haga falta volver a ellas para poner las cosas en sus sitio.
Alfredo Pastor, cátedra Iese-Banc Sabadell de Economías Emergentes.