El cisma que creó Trump

Gane quien gane, el daño está hecho, y es inmenso. Nunca, en 240 años de continuidad, la democracia estadounidense corrió un riesgo semejante. La Guerra Civil de 1861 a 1865 tuvo un saldo de casi 800.000 muertos, pero su origen no fue un conflicto en torno a la democracia sino al pacto federal, desgarrado entre dos bandos irreconciliables por el tema de la esclavitud. La crisis actual dejará un cisma no menos grave: un cisma político, social, étnico, cultural y a fin de cuentas moral, que solo el tiempo, los cambios demográficos, el relevo de las generaciones y una sabiduría política suprema podrán, quizá, reparar.

Las teorías de cómo pudo llegar Estados Unidos a este extremo llenarán bibliotecas. Se argumentarán causas económicas, efectos perversos de la globalización, irrupción de zonas profundas e irracionales en el pueblo estadounidense (racismo, xenofobia, “supremacismo” blanco, aislacionismo), rechazo de los políticos y hartazgo de la política. Todas son válidas, pero ninguna se equipara al efecto letal que tiene en un pueblo —efecto comprobado una y otra vez en la historia— de abrir paso a un demagogo.

Todos los demagogos que aspiran al poder o lo alcanzan son iguales, aunque sus filiaciones ideológicas sean distintas y aun opuestas. Como su raíz lo indica, irrumpen en la escena pública a través de la palabra que halaga al pueblo. En nuestro tiempo, el medio específico es la televisión, que convirtió a Trump en una “celebridad” mucho antes de que soñara con contender para la Casa Blanca. Una vez posicionado, el demagogo (primero en creer en su advocación) esparce su venenoso mensaje que invariablemente comienza por dividir al pueblo entre los buenos (que lo siguen) y los malos (que lo critican). Más ampliamente, los malos son “los otros”. En el caso de Trump, los mexicanos (violadores, asesinos), los afroamericanos, los musulmanes, los discapacitados, los que no nacieron en Estados Unidos (sobre todo si tienen la piel oscura) y las mujeres, esa mitad del electorado que ha dicho “respetar como nadie” pero que en realidad desprecia como nadie.

A partir de ese daltonismo político y moral, todo demagogo recurre a la teoría conspiratoria: “Detrás” de los hechos, en la penumbra, trabajan los poderes que urden la aniquilación de los buenos y la entronización de los malos. Para “probar” su teoría no es necesaria ninguna evidencia. Más aún, las evidencias estorban. Para los adeptos, proclives a creerle todo, sus elucubraciones son dogmas, artículos de fe. Y así se va abriendo paso una mentalidad no solo ajena sino opuesta a la razón, la demostración empírica, la verdad objetiva.

Para el demagogo la verdad es algo que se siente, se intuye, se decreta, se revela, no algo que se busca, demuestra, refuta o verifica. Lo que importa es el discurso de la emoción, de la pasión, que con facilidad deriva en la insidia, el insulto, la descalificación, la violenta condena de quien piensa distinto. Analizando la cuenta de Twitter de Trump, The New York Times compiló 6.000 insultos, todo un récord de excrecencia.

El sustrato psicológico habitual del demagogo es triple: megalomanía, paranoia y narcisismo. Tres palabras significativas (o sus equivalentes) no faltaron nunca en las histéricas concentraciones de Trump: “Grande” (big, bigly, great, huge); “enemigos” acechantes (China, México, el islam) y, por supuesto, la palabra clave: YO (o su hipócrita sinónimo: NOSOTROS). De la combinación de las tres el demagogo arma su monótono mensaje: solo YO os haré grandes y enfrentaré a los enemigos, solo YO sé cómo instaurar un orden nuevo y grandioso sobre las ruinas que los enemigos dejaron. La historia comienza o recomienza conmigo. El borrón y cuenta nueva es otro rasgo distintivo del demagogo.

Lo que sigue siempre, en el camino del demagogo, es el asalto a las instituciones republicanas y democráticas. Trump no respetó (y seguramente no respetará, gane o pierda) una sola: fustigó a la prensa supuestamente “vendida” a las élites, sugirió que tomaría acciones contra los medios que lo han criticado, expresó de mil formas su desprecio por el sistema judicial: encarcelaría a Hillary, alentaría la práctica de la tortura, forzaría la elección de una persona conservadora para llenar el puesto vacante en la Suprema Corte, lo cual provocaría un retroceso de décadas para toda la legislación liberal (incluida en primer término la reforma migratoria).

El presidente Trump (y aún no creo que he escrito estas tres palabras) daría la mayor latitud posible al poder ejecutivo: destruiría probablemente o minaría a la OTAN, desquiciaría el orden mundial, acosaría dramáticamente a México (su chivo expiatorio). En el frente interno, intentaría gobernar al margen del Congreso y convertir su presidencia en un interminable reality show, un litigio en el que él, y solo él, al final, gana. El Grand Old Party, el antiguo gran partido, ha sido otra institución arrasada por ignorar las enseñanzas de los Founding Fathers sobre el riesgo de las tiranías. No se repondrá fácilmente de haberse convertido en un indigno títere de Trump. Pero quizá la institución más lastimada sea la propia democracia cuyo mecanismo esencial, el sufragio confiable, Trump —en un acto sin precedentes— ha puesto en entredicho, y cuya premisa fundamental —la convivencia cívica, el respeto elemental hacia el otro y lo otro— ha pisoteado.

El daño está hecho, el cisma es profundo, pero en el caso de que gane Hillary la democracia resistirá con menor dificultad. A Trump lo habrá vencido su soberbia, su pasado borrascoso, su actitud irredimible, todas las facetas de su execrable persona, expuestas por dos protagonistas colectivos que habrán salvado el honor de esa confundida nación: la prensa escrita (sobre todo The New York Times y The Washington Post) y las mujeres que lo han denunciado. El instinto natural de libertad, aunado a la experiencia histórica, permitiría en este caso abrigar esperanzas en una recuperación progresiva de una vida cívica normal que abra paso a nuevos liderazgos en ambos partidos y dé inicio a un proceso de honda retrospección nacional que permita vislumbrar un futuro digno del sueño americano.

¿Y si gana Trump? Entonces Estados Unidos estará —como ellos mismos dicen, utilizando una frase extraída del béisbol— frente a “un juego totalmente nuevo”. El riesgo de supervivencia democrática será mucho mayor porque Trump intentará ser, con toda probabilidad, el primer dictador de la historia estadounidense. Un país dividido reeditará, con menos violencia pero con igual encono, el momento más oscuro de su historia, el cuatrienio terrible de la Guerra Civil.

Enrique Krauze es escritor y director de la revista Letras libres.

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