El clamor de la Tierra y de los pobres

Un «nuevo diálogo» sobre cómo construimos el futuro del planeta pide el Papa Francisco en la encíclica Laudatosi’, para afrontar y resolver los problemas ambientales sin dejar de lado las cuestiones sociales y humanas. Adopta el concepto de «ecología integral» como paradigma capaz de articular las relaciones fundamentales de la persona con Dios, consigo misma, con los demás seres humanos y con la creación. Denuncia con valentía y sencillez que «el deterioro del ambiente y de la sociedad afecta de un modo especial –no sólo colateral– a los más débiles del planeta», la mayor parte de la población mundial. Y está molestando a quienes pretenden marcar lo política y económicamente correcto, y de esa incomodidad surge casi inmediatamente decretar que la fe está bien para dar sentido a la existencia, pero no para meterse en los temas sociales. Ese diálogo se practica intensamente dentro del texto mismo de la encíclica y aspira a prolongarse en debates sinceros y honestos, donde caben por supuesto discrepancias con los planteamientos del Pontífice, pero poco ayudan descalificaciones como la de Guy Sorman en ABC el 29 de junio. Como para no poner nuestras mejores «armas» –interdisciplinaridad y consistencia de vida y pensamiento…– cuando tanto está en juego.

La encíclica comienza por la escucha de los más recientes conocimientos científicos disponibles (cap. I), con la recta intención de «dejarse interpelar en profundidad y dar una base concreta al itinerario ético y espiritual». Claro que cuestiones como la de los métodos de reducción del dióxido de carbono podrían haberse planteado de otro modo, pero no creo que por eso la encíclica pierda ni un ápice de su valor y eficacia. Después viene la riqueza de la tradición judeo-cristiana, con los textos bíblicos y la elaboración teológica basada en ellos (cap. II), y a continuación las raíces de la situación actual (cap. III), para entender no sólo los síntomas, sino también las causas más profundas, y elaborar las bases de una ecología integral (cap. IV). Las acciones y motivaciones se abordan extensamente en los capítulos V y VI.

Estamos ante una magna cuestión moral que pide tener en cuenta la pluralidad de actores implicados, la diversidad de tradiciones culturales y religiosas y, por supuesto, las varias perspectivas científicas, no sólo las naturales, sino también las sociales (sobre todo, la economía y la política) y humanas, con las que entroncan la filosofía y la teología. Dirá alguno: «Con la teología hemos topado», es decir, con el salto irracional de la fe que la hace «incuestionable por definición» (G. Sorman). Ahí hay ignorancia o tergiversación interesada. La ciencia teológica es una forma especial de conocimiento que, en el caso cristiano, ha de conjugar razón y revelación. Ese conocimiento goza de plena racionalidad no en el sentido de que sus contenidos sean demostrables, sino en el sentido de que es del todo racional creer y de ser «razón informada por la fe» y no reemplazada por ella, a la luz del Evangelio y la experiencia humana. No creo que sea precisamente la «teología pública» la que hoy empobrece a la razón; al contrario, abre aspectos muy significativos de la racionalidad y la motivación humanas.

Si la ética siempre ha servido para proteger nuestras vulnerabilidades, hoy nos percatamos de que también la naturaleza es vulnerable, y no sólo ante los fenómenos «naturales», sino ante la inclemencia de las intervenciones humanas. Esta vulnerabilidad la hemos descubierto al comprobar los daños, algunos de ellos irreparables, que hemos causado. Descubrir la vulnerabilidad de la bioesfera entera y del planeta mismo nos ha enseñado algo nuevo sobre la acción humana: esta comporta una responsabilidad que se extiende en el tiempo y en el espacio y que nos remite también a la esfera de lo no humano. La «cuestión social» de León XIII es ahora, por pura necesidad, «cuestión socio-ambiental».

En este sentido, se alza el principio intergeneracional como clave de la comprensión actual de la justicia social y la solidaridad. Por eso en el centro de Laudatosi’ encontramos este interrogante: «¿Qué tipo de mundo queremos dejar a quienes nos sucedan, a los niños que están creciendo?». Esta pregunta no afecta sólo al ambiente de manera aislada, sino que nos lleva a interrogarnos sobre «el sentido de la existencia y los valores que fundamentan la vida social: ¿para qué pasamos por este mundo? ¿Para qué vinimos a esta vida? ¿Para qué trabajamos y luchamos?…». Sin plantear estas preguntas nuestras preocupaciones ecológicas pueden quedar baldías.

Pero creo que el gran tema de Laudatosi’, donde a muchos interpelará y a no pocos molestará (tanto a poderes económicos como a cierto ecologismo), es que hay un vínculo entre cuestiones ambientales y cuestiones sociales y humanas que no puede romperse. Hoy el análisis de «los problemas ambientales es inseparable del análisis de los contextos humanos, familiares, laborales, urbanos, y de la relación de cada persona consigo misma»; por lo tanto es «fundamental buscar soluciones integrales que consideren las interacciones de los sistemas naturales entre sí y con los sistemas sociales. No hay dos crisis separadas, una ambiental y otra social, sino una sola y compleja crisis socioambiental». En un mundo con «tantas inequidades y cada vez más personas descartables, privadas de derechos humanos básicos», la ecología integral (ecología ambiental, económica y social; ecología cultural; ecología de la vida cotidiana) lleva a que esforzarse por el bien común signifique tomar decisiones solidarias basadas en «una opción preferencial por los más pobres». Atañe, pues, a las generaciones futuras, pero también a los pobres presentes.

Desde esa ecología integral se acomete una crítica contundente del paradigma tecnocrático. La tecnología no es neutral, implica siempre valores y una determinada concepción del ser humano y la sociedad. Confiar sólo en la técnica para resolver todo supone «esconder los verdaderos y más profundos problemas», visto que «el avance de la ciencia y de la técnica no equivale al avance de la humanidad y de la historia». O la concomitante crítica al antropocentrismo desquiciado que pierde la posibilidad de comprender cuál es el lugar del ser humano en el mundo y su relación con la naturaleza. El «dominad la tierra» del Génesis es «labrar» y «cuidar» el jardín común, y no un justificante de la explotación y la rapiña.

Una ética a la altura del tiempo presente no la fundan ni el «egoísmo ilustrado» ni la «heurística del miedo». Ambos pueden ser interesantes puertas de motivación moral, pero no serán nunca suficientes para apoyar el trabajo a favor de la dignidad humana y el respeto por la naturaleza. Hace más el amor que el temor, y para ello son precisos los cultivos de la espiritualidad y la educación en valores. Ahí las tradiciones religiosas –como bien reconoce Habermas– tienen una misión indispensable de «levadura» de la vida social; de hacer mirar en los rincones más miserables donde nadie quiere ver; de animar la sobriedad de vida; de ser fuentes prepolíticas de justicia/solidaridad intergeneracional/global, de compromiso cívico a favor de la democracia y de una ética coherente de la vida.

Tiene que ser el Espíritu quien esté guiando al Papa jesuita en su recuperación del santo de Asís, ejemplo por excelencia del cuidado de lo que es débil y de una ecología integral, vivida con alegría y autenticidad… En él se advierte hasta qué punto son inseparables la preocupación por la naturaleza, la justicia con los pobres, el compromiso con la sociedad y la paz interior. Lo de menos es que a algunos no les guste Laudatosi’, lo verdaderamente importante es que no pasemos frívolamente de largo ante lo que plantea.

Julio L. Martínez, rector de la Universidad Pontificia Comillas ICAI-ICADE.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *