El clima y la gente

Es oficial desde el 10 de diciembre: si Zapatero renueva como presidente destinará mucho, mucho dinero, a reducir la emisión de gases de efecto invernadero. A saber, 2.000 millones de euros por cada año de legislatura, más un desembolso inicial de otros 1.000 millones. La iniciativa de Zapatero suscita dos preguntas evidentes. La primera, y más general, es si un esfuerzo de esta magnitud merece realmente la pena, dadas las incertidumbres existentes sobre la intensidad y rapidez del cambio climático. Se trata, con diferencia, de la pregunta moralmente más importante. La segunda interrogación se refiere al método escogido para hacer el desembolso. ¿Es acertado aplicar una política de subvenciones al empleo de energía limpia? Como se comprobará más adelante, la respuesta es «no». Este «no», sin embargo, no despeja la primera cuestión, que es, repito, la más contenciosa, y también la que más preocupa a la gente. Pero vayamos por partes. Invirtiendo el orden lógico habitual, empezaré por los asuntos de cariz técnico.

El presupuesto previsto por Zapatero es ambicioso, acaso demasiado ambicioso para ser realista. En un estudio que será divulgado muy en breve por el Colegio Libre de Eméritos, Raimundo Ortega y Miguel Córdoba conjeturan cuánto le costaría a España ponerse a la altura de los objetivos de Kioto de aquí al 2020. El texto es cauteloso, y no oculta que el modelo invocado para realizar los cálculos se basa en hipótesis simples y necesariamente discutibles. La conclusión, en todo caso, es la siguiente: sería preciso sacrificar 0,12 puntos anuales del PIB entre el 2008 y el 2020. El PIB español ronda ahora el billón de euros. Esto nos da un gasto, para el próximo cuatrienio, de unos 1.200 millones de euros por año, es decir, mucho menos que el anunciado el día 10. Cierto es que el esfuerzo contemplado por los autores se prolonga hasta más tarde -en rigor, hasta el 2050- con inflexiones y detalles que no vendría a cuento precisar en este momento. Pero he citado el trabajo de Ortega y Córdoba con el solo propósito de tomarle las medidas al proyecto del presidente. Éste ha hablado, en fin, de un montón de dinero. ¿Se va a gastar bien?

Ya he dicho que no. Un punto que llama poderosamente la atención es que las ayudas estén orientadas sobre todo a reducir la emisión de gases en las viviendas. Según el informe Stern, que es el de referencia para estas cosas, los edificios sólo son causantes del 8 por ciento de los gases de factura antropogénica, frente a un 14 por ciento de la industria, otro tanto del transporte, o un 24 por ciento de la electricidad. ¿Por qué se pone la mira -y enormes recursos- en un objetivo menor? Una explicación posible es que se nos ha desvelado el plan sólo a medias. Otra, más inquietante, aunque en absoluto descartable, es que no se quiere entrar en conflicto con el mundo económico. Un impuesto fijo sobre la emisión de humos en la industria complicaría el negocio a muchos empresarios, y provocaría, con seguridad, el surgimiento reactivo de lobbies. Acabamos de ver la pelotera que se ha montado a propósito de los 1.200 millones de euros que el Gobierno, apelando a su facultad de asignar derechos de emisión de gases, descontará de su deuda a las eléctricas. El contribuyente es más hospitalario: no localiza los costes, por mucho que sea su bolsillo el que los soporta. Es más rentable para el Ejecutivo erizar los tejados de paneles solares, enviando a cada hogar el recado de que se desvive por el planeta, que tenérselas tiesas con la industria y los sindicatos.

Esta reflexión empalma con un tema de mayor calado todavía. La contaminación no integra sólo una agresión contra el medio ambiente. Vulnera, también, la racionalidad económica. ¿Por qué? Porque el contaminador genera externalidades, esto es, desplaza los costes a terceros. A partir de determinado instante, los costes no cuantificados superan el beneficio anejo a la actividad contaminante, y se verifica una pérdida social. La manera de evitar esto es suprimir las externalidades, es decir, ingeniársela para que el coste sea sufragado por quien lo ocasiona. Una solución es gravar las emisiones; otra, crear un mercado de permisos de emisión. Pero subvencionar energía cara con fondos públicos es, exactamente, lo que menos conviene hacer. Desde la perspectiva de los intereses comunes, claro, no desde la del político que reparte, con gesto pródigo, caudales ajenos.

Queda en pie la pregunta del principio: ¿vale la pena meter los riñones con el fin de conjurar un desastre incierto, y quizá remoto? Les responderé con total candidez: se me ponen los pelos de punta con sólo pensar que mis nietos o biznietos podrían verse condenados a vivir en un mundo del que hubiesen desaparecido las hayas cantábricas, o en el que la tierra castellana estuviera dura como el pedernal, o sumergida Venecia bajo el Adriático. La idea me espanta, y con ella, se me espantan de la cabeza los guarismos de los economistas -que tampoco mueven a euforia: hasta un 20 por ciento podría bajar el PIB mundial si no se hace nada, según Stern; entre el 15 por ciento y el 19 por ciento en España, según estimaciones de algunos expertos-. Sea como fuere, es un hecho admitido por una abrumadora mayoría de los científicos que el planeta se está calentando y que la emisión de gases invernadero de origen antropogénico supera a la natural en una proporción de catorce a uno. Con independencia de lo que se acuerde hacer, echar el asunto a barato es bárbaro; y negar la evidencia, absurdo. Y sin embargo, en mi entorno, y también en mi país, observo curiosas resistencias a carearse con la realidad y aceptarla.

Ello se debe, en parte, a la naturaleza conturbadora de esa realidad. La tendencia a encogerse de hombros y exclamar: «A lo mejor no es para tanto», está bien representada por el lance de Rajoy y su primo de Sevilla. Dispenso toda la comprensión del mundo hacia quienes cultivan, por encima de cualquier cosa, su paz interior. Pero no creo que el clima vaya a sentirse muy impresionado por el escepticismo arbitrario de don Mariano, o de quienes discurren como él. Otro grupo curioso, en el que cuento, de otro lado, con muchos amigos próximos, es el constituido por quienes se autodenominan «liberales». Y lo son de hecho, aunque en un sentido restringido. Ser liberal, en la acepción que ellos defienden, consiste en depositar en las fuerzas del mercado una fe ilimitada. Estos liberales específicos y un tanto opiniâtres, que dirían los franceses, reciben con risas y cuchufletas cualquier noticia sobre el calentamiento global. La explicación de esta conducta peregrina nos remite a las externalidades de hace un rato. Las externalidades, al impedir que los precios asignen recursos de manera eficiente, revelan un fallo del mercado y la necesidad de que intervengan los poderes públicos. Y aquí, señores, tocamos hueso. Esperar que un liberal de chapa y media atacada admita que el mercado puede no estar funcionando a la perfección sería como pedirle a Pío IX que ponga en solfa el dogma de la Inmaculada Concepción. Se trata, sin embargo, de un problema menor. Se cura leyendo menos el «Economist», y asomándose más a la ciencia.

Si dispusiera de espacio, les hablaría del grupo más misterioso de todos: el de los progresistas. Éstos no sólo se muestran prestos a aceptar los peores diagnósticos, sino que lo hacen encantados, con una sonrisa que les llega de oreja a oreja. ¿Por qué se alegran tanto? El motivo es que atisban en el desastre venidero una nueva ocasión de reiniciar la revolución pendiente: ha fallado Castro, ha fallado Moscú, ha fallado Jomeini. Pero la ebullición de la tierra, ¡por Júpiter!, no les va a fallar. De todos, probablemente sean éstos los que menos en serio se toman un caso grave, temible, y de muy difícil solución.

Álvaro Delgado-Gal