El clima y la peste

Lo dijo Antonio Guterres, el secretario general de la ONU, al inaugurar la Asamblea General del organismo, el 15 de septiembre pasado. Lo ha dicho también María Neira, la directora de Salud Pública de la OMS, durante las recientes Jornadas Iberoamericanas sobre Coronavirus y Salud Pública. Y lo dice también, lo agita en la atmósfera global, la aún cruda realidad pandémica: el nuevo coronavirus y el cambio climático actúan en tándem, provienen del mismo nudo.

Neira en su alocución sentenció algo que, a pesar de ser cada día más evidente, no se termina de asumir. “Era cuestión de tiempo –dijo- porque los elementos del cóctel estaban servidos, hemos tenido una pésima relación con el medio ambiente, con los ecosistemas”. Y quizás es peor. No obstante lo catastrófico que sigue siendo el avance de la enfermedad, incluyendo los peligrosos rebrotes en Europa, todavía tendemos a pensar que el drama climático es otro problema.

Nunca tan desatinada esa percepción. Desde hace varios años se venía advirtiendo que el deterioro de los ecosistemas provocaría no solo la “destrucción de la naturaleza” sino, como era obvio, la destrucción de nosotros mismos. El solo hecho de imaginar que ocurriría lo primero sin lo segundo es un viejo y profundo error. Porque no somos nosotros y la naturaleza, sino nosotros en la naturaleza. Y el asunto de fondo es, precisamente, cómo estamos dentro de ella.

Hay zonas de este laberinto que resulta indispensable descifrar y registrar. La disminución de la biodiversidad, por ejemplo, no es un mero dato de la colorida realidad. Cuando hay más variedad de especies, existen menos posibilidades de que los virus eliminen eslabones y salten hacia la turbulenta zona humana. Cuando la biodiversidad se amengua, todo se confunde, se altera, se hace más riesgoso. Los miles de especies de plantas y animales dejan de ser una barrera natural.

Si avanzamos a ritmo desbocado sobre ellos, las posibilidades de que el nuevo coronavirus, u otros miles de virus, nos caigan encima son bastante más altas. Los murciélagos o los pangolines parecen haber lanzado a nuestro territorio la amenaza actual, sin saberlo ni quererlo, pero ya antes había indicios de que la malaria y otras enfermedades se habían desplazado a zonas más frías, como consecuencia de los inusuales cambios en la temperatura global.

En un reportaje publicado en este diario, mostramos cómo los cultivos de papa andinos empiezan a ser afectados por plagas que antes no existían en zonas altas. En el Perú y otros países, el tráfico de especies animales parece anunciar una futura pandemia, o al menos epidemia regional muy peligrosa. Nada de esto es casual. El cambio climático alienta varias pestes. Hemos puesto durante años una carga inmensa sobre el planeta, que ahora estalla en formas perniciosas.

En esa marea, los virus han saltado hacia nosotros, como ya había ocurrido antes, solo que al tener mucha más población y movernos más rápidamente de un lugar a otro el mundo, esta globalización vírica se ha vuelto fatal. El SARS-CoV2 ha viajado en avión, como no lo hizo el virus de la gripe española de 1918, y ha caído sobre nosotros cuando ya la biosfera muestra signos de severo agotamiento y hay más incendios, más huracanes o más temperaturas locas.

El sociólogo Jeremy Rifkin lo ha escrito, desde hace años, acaso décadas. Recientemente ha declarado, coincidiendo con Neira, que “no podemos decir que esto nos coja por sorpresa”, porque el cambio climático, dice, ha provocado grandes desplazamientos de la población humana y de varias especies de animales. Al ser demasiados ―más de 7,500 millones―, hemos invadido el territorio silvestre casi sin piedad y hemos provocado incluso sucesivas y dolorosas extinciones.

Por si fuera poco, miles de mascarillas y guantes han terminado en el mar, añadiendo un problema a uno de los métodos que usamos para combatir la pandemia en curso. Antes nos hizo daño el consumo masivo de muchas cosas, como la ropa que a veces se amontona inútilmente en los armarios, o los miles de autos que suelen atosigar las ciudades para hacerlas irrespirables e histéricas. Hoy nos volvemos a boicotear arrojando más plástico a los ecosistemas.

¿Es posible detener esto? Rifkin dice que tenemos que comenzar a organizar de otra manera “nuestra economía, nuestra sociedad, nuestros gobiernos” y “cambiar la forma de ser en este planeta”. Esa es una de las posibles rutas en medio del desconcierto mundial. Asuntos como la planificación de las ciudades, el aprovechamiento de los mares, el transporte público o transcontinental, el turismo, la agricultura tendrán que cambiar paulatinamente.

Sería mejor decir “radicalmente”, aunque ocurre que el planeta y las sociedades están organizadas de tal manera que sacudir el tablero suena riesgoso, amenazante y hasta puede ser políticamente incorrecto. Pero hemos entrado en lo que Bruno Latour y otros autores han llamado el antropoceno, es decir a ese tiempo en el cual la especie humana, por su volumen y su impronta cultural, ha cambiado los ecosistemas de manera irreversible.

El cambio climático es la señal más potente de ese proceso y solo queda enfrentarlo. Si queremos vivir más inteligentemente, o incluso sobrevivir, hay cambios personales que también son posibles: andar más en bicicleta, comprar más localmente, rechazar el despilfarro de recursos, usar más las energías renovables, evitar que nuestras incursiones silvestres sean incontrolables. Pero a la vez hay que mover otras claves públicas o sociales.

Creer que la única meta económica es el crecimiento, o que la conservación de los ecosistemas afecta la economía, cuando en realidad la sostiene, es ser estrecho de miras. Apostar por una explotación ad infinitum de los recursos naturales también. Qué paradoja terrible aquella de que ser conservador hoy no consista en conservar los ecosistemas terrestres, sino en conservar diversas formas de vivir nocivas para el hombre y el entorno.

La salud del planeta es la salud de los humanos también. Podríamos incluso extinguirnos o sufrir un gran golpe en nuestra comunidad, como le ha ocurrido a otras especies, según ha recordado el divulgador científico David Quammen. Si no hacemos un giro, tal vez dramático, en la manera como vivimos, otra pandemia estará a la vuelta de la esquina climática. O el propio cambio climático será una pandemia final, mucho peor que la actual.

Ramiro Escobar La Cruz es periodista y profesor de la Pontificia Universidad Católica del Perú, de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya y de la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas. Colabora regularmente con Planeta Futuro.

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