El clima y los metales raros

El clima y los metales raros

Los estudiantes de los primeros años de Ciencias eran, y es de suponer que siguen siendo, obligados a aprender la tabla periódica, un cuadro que recoge los 118 elementos simples, que se combinan para formar todos los compuestos químicos existentes en el universo. En ella aparecen las «tierras raras», como difícilmente clasificables, y de las que no solía explicarse para qué se empleaban. Ahora resulta que su conocimiento y comercio, junto con el de otros metales a los que se denomina «metales raros», se ha vuelto crítico para resolver uno de los grandes problemas de nuestra era: el abastecimiento de energía limpia. Muchos de estos metales, que suelen tener un nombre bastante difícil, se han vuelto hoy enormemente importantes. Los dispositivos de energía solar, los molinos de viento, los automóviles eléctricos o híbridos, los necesitan en cantidades pequeñas pero esenciales. Una turbina eólica, por ejemplo, incorpora doce o catorce de estos metales. Un automóvil lleva, al menos, seis u ocho de ellos en sus sensores y accionamientos.

Nuestro mundo, aparentemente tan racionalizado, organizado y planificado, parece estar encontrándose continuamente con situaciones que no imaginó. Nunca se llega a saber muy bien si no las previó o si no las quiso prever, o si los dirigentes consideraron que con menos esfuerzo podían conseguir lo mismo o bastante más. Tal vez, pensaron que dejando a otros países, con menor renta, llevar a cabo el trabajo más desagradable, los ciudadanos de sus países vivirían con mayor bienestar. Estos países más pobres tardarían bastante tiempo en darse cuenta de su infortunio y mucho más en salir de él.

Nuestra sociedad comenzó a oír, de pronto, las voces de algunos científicos que aseguraban que nuestro planeta se estaba calentando, que las temperaturas subían y que, independientemente del efecto agradable que el hecho pudiera aportar a determinadas zonas, en otras los efectos serían más bien desastrosos. Se empezó a hablar de islas que desaparecerían bajo el mar, de pájaros que no migrarían y de osos polares que tendrían grandes dificultades para encontrar alimento.

Al principio se les identificó con los agoreros de siempre, con aquellos que, en lugar de disfrutar del sol, se detenían a analizar sus posibles efectos perniciosos. Pronto se les opusieron personas que afirmaban que eso del cambio climático era una patraña, urdida por intereses inconfesables, y que la Tierra seguiría mostrando su belleza y girando alrededor del Sol, como lo lleva haciendo desde hace millones de años.

La situación se ha ido mostrando cada día más peligrosa. El calentamiento se va haciendo cada día más patente, las lluvias escasean, el caudal de algunos de nuestros ríos decrece y Londres y París alcanzan temperaturas insólitas en el otoño-invierno.

Los combustibles fósiles empezaron a estar en el punto de mira de aquellos que buscaban las causas de la situación. Automóviles y centrales eléctricas emitían gases y partículas que contribuían a crear en torno al planeta una capa que impedía la difusión del calor que desprendía su superficie. Un acontecimiento muy parecido al que acontece en los invernaderos y de ahí que se le denominara «efecto invernadero» y se hablara de «gases de efecto invernadero».

La búsqueda de soluciones llevó a proponer procedimientos de producción de energía, antiguos y nuevos, que utilizaban «combustibles» que no generaban tan indeseado tipo de gases. Se llegó así a la construcción de artefactos que empleaban el aire (eólicos), o el sol, o el agua, o los movimientos de las mareas o las corrientes de los ríos, a intentar el uso del hidrógeno y a diseñar automóviles con dispositivos que redujeran de modo importante las emisiones de los tan poco deseados gases. Las estadísticas comenzaron a arrojar resultados, cada día crecientes, de la energía producida por estos medios y a alimentar la esperanza de que el problema, a no mucho andar, quedaría resuelto.

El diseño y fabricación de las nuevas máquinas necesitó de nuevos diseños y la búsqueda de los materiales más adecuados para su construcción. Entonces se hizo patente la absoluta necesidad de emplear lo que se viene denominando tierras y metales raros, a los que aludíamos al principio de nuestro artículo. Se llaman así no porque sean escasos sino porque aparecen en proporciones muy bajas allí donde se encuentran, lo que da lugar al tratamiento de grandes volúmenes de tierras y al correspondiente gasto de energía. Surgió así un problema doble, de un lado el coste de la energía necesaria para su extracción y las correspondientes emisiones, se estimó, por ejemplo, que el crecimiento de la producción de paneles solares equivaldría a poner en circulación 600.000 automóviles cada año; de otro, que muchos países o no tenían yacimientos de estos metales o bien habían abandonado su producción, como consecuencia de su penosidad.

La búsqueda de las fuentes de suministro de estos metales ha llevado a comprobar que China es su principal productor, controlando la mayoría de su comercio. El hecho es que los fabricantes que deseen utilizarlos dependen de manera estrecha de China, lo que puede causar bastantes problemas de abastecimiento, a lo que se añade la estimación de que un tercio de la demanda oficial se comercializa en el mercado negro.

Los motivos de la situación pueden ser muchos pero no parece exagerado afirmar que, entre ellos, pueden citarse los recursos naturales de China, la falta de agilidad en la adaptación al cambio de las instituciones de muchos países desarrollados y, desde luego, la que parece ser la más reconocida de las virtudes chinas: la laboriosidad.

Andrés Muñoz Machado es doctor ingeniero industrial.

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