El CNI y el César

Suele ser pésima señal que los servicios secretos acaparen titulares. En los últimos años, el Centro Nacional de Inteligencia (CNI) ha sido objeto de vivas polémicas, como el affaire Villarejo o su actuación con relación al proceso separatista catalán. Ahora, la crisis del software espía Pegasus, que realmente son dos: el espionaje a líderes independentistas y el espionaje al presidente del Gobierno y a la ministra de Defensa, entre otros altos cargos. Por comisión o por omisión.

Del primero, el CNI ha reconocido el espionaje, con autorización judicial, a 18 políticos, si bien, el alcance real del bautizado como catalangate está por determinar, más aún con las dudas tan razonables que, sobre su consistencia y quiénes estarían detrás, ha señalado el politólogo José Javier Olivas. Del segundo, se sospecha de la potencial intervención de terceros países; que el espionaje se produjese durante la crisis migratoria instigada por Marruecos parece una infeliz coincidencia. Ante la falta de evidencias y hechos ciertos, la puerta a la especulación y a la (sobre)actuación política está abierta.

Por este motivo, y con el cese de la directora del CNI, merece la pena detenerse en determinadas configuraciones y decisiones institucionales que han exacerbado la magnitud de las crisis. Sean una oportunidad para reparar (en) algunas de esas cuestiones que afectan de lleno a los servicios de inteligencia y, en sentido más amplio, a la arquitectura de seguridad nacional. Sin duda, resulta menos espectacular que los “juegos de espías”, pero es más útil. Así, pueden observarse dos puntos: la dependencia político-administrativa del CNI y el control del Ejecutivo y del Legislativo sobre el centro.

Respecto del primero, en el esquema de seguridad nacional que se lleva construyendo desde hace casi una década (pero que, en el caso del CNI, se retrotrae hasta su propia ley reguladora de 2002), el Gobierno es actor privilegiado, y el presidente, el César de este sistema. Es coherente con las finalidades del servicio, es decir, con las de informar, analizar y estudiar las amenazas a la integridad, el interés o la estabilidad del país, sus instituciones y su Estado de derecho. Por tanto, el CNI debería ubicarse directamente en el entorno de Presidencia. No es un organismo militar.

Sin embargo, bajo el Gobierno del presidente Pedro Sánchez, a diferencia de los gobiernos de Mariano Rajoy, pero continuando la tradición institucional, pasó a ubicarse en el Ministerio de Defensa. Por tradicional no deja de ser anómala. Confiere este encaje una posición sobresaliente al titular de la cartera ministerial, dado que ello le permite “susurrar a la oreja del César”. Es una herramienta de poder e influencia, que introduce en el sistema elementos de competición burocrática con otros ministerios, pues coloca a Defensa como una suerte de primus inter pares a lo que inteligencia se refiere.

Por el contrario, la ventaja que tiene su alejamiento de Presidencia es crear un cortafuegos para el presidente, práctico en caso de que estalle una crisis: “El César no sabía”. Por ello, lo sorprendente de las crisis del caso Pegasus es que haya sido el propio Gobierno el que haya denunciado haber sido espiado y lo haya puesto en conocimiento judicial. Esto es, que el César se revela débil y víctima, como poco, de la omisión de sus servicios. Esto es llamativo aquí, porque se sabe que el CNI (en particular, el Centro Criptológico Nacional) alertó hace meses de la existencia del software y de su potencial uso por parte de terceros, además de las sospechas fundadas ya existentes de empleo previo contra otros gobiernos europeos. El último elemento llamativo de esta denuncia es apreciar que, realmente, esa seguridad del presidente la habría de proveer la Secretaría General de la Presidencia, no el CNI.

El otro punto por observar se relaciona, en efecto, con el control político del Parlamento y del Gobierno, y cómo determinadas alteraciones institucionales in extremis alientan la sospecha social de la utilización política de los servicios de inteligencia. En primer lugar, el cambio en la composición y mayorías necesarias de la Comisión de Control de los Créditos Destinados a Gastos Reservados (o de secretos oficiales) del Congreso de los Diputados llevado a cabo por su presidenta ad hoc y después de que el ministro de la Presidencia se reuniese con la consejera catalana de Presidencia. Si la situación de bloqueo de la comisión era indeseable y la necesidad de control parlamentario del servicio de inteligencia es imprescindible, la apremiante razón y, sobre todo, el modo de la reforma institucional arrojan mucha desconfianza sobre su deseabilidad. Dudas acrecentadas debido a los comentarios revelados por algunos de los nuevos miembros de la comisión según abandonaban la misma.

En segundo lugar, hay que recordar que el actual Gobierno facilitó vía decreto ley, a propósito de la urgencia provocada por la pandemia, que el vicepresidente del Ejecutivo formara parte de la Comisión Delegada del Gobierno para Asuntos de Inteligencia. En esa nueva composición se acabó incluyendo también al jefe de gabinete del presidente. Atendiendo a las responsabilidades y competencias políticas de uno y otro, ninguna lógica funcional y de seguridad tenían aquellos nombramientos, aunque sí política. Los equilibrios del César. Finalmente, el Tribunal Constitucional declaró su inconstitucionalidad por forma y fondo.

En definitiva, hay una dimensión legal acerca del trabajo del CNI que se debe aclarar, irrenunciable en todo Estado de derecho. Que el CNI provea de información y análisis sobre amenazas a los intereses o a las instituciones no debería ser noticia ni escándalo. Si acaso, sea esto un recordatorio de la perentoria necesidad, esta sí, de reformar la Ley de Secretos Oficiales (de 1968). Sin embargo, otros problemas no requieren de reformas procelosas, sino de respeto institucional: sustraerlas de intereses espurios y cortoplacistas, precisamente por mejor control democrático de los servicios de inteligencia. Una última cuestión añadida: en un momento de conflicto bélico frente a Rusia y a semanas vista de que Madrid acoja la cumbre de la OTAN más importante en décadas, estos escándalos dañan la credibilidad del Estado español. Que es el César quien, además de serlo, tiene que parecerlo.

Alberto Bueno es profesor de Ciencia Política en la Universidad de Granada, editor de la publicación 'Global Strategy' y colaborador de Agenda Pública.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *