El coleccionista

Si uno empieza por permitirse un asesinato, pronto no le dará importancia a robar, del robo pasará a la bebida y a la inobservancia del domingo, y acabará por faltar a la buena educación». El axioma de Thomas de Quincey rara vez falla. Antes de llegar al extremo último de no ceder la acera a las viejecitas, uno tiene que haber hecho ya un largo aprendizaje de forajido.

El axioma moral que preside Del asesinato considerado como una de las bellas artes me vino a la memoria hace un par de años. Cuando vi el vídeo de Jordi Pujol Ferrusola y me hube asegurado de que era auténtico –al principio, lo creí malévolo sainete de un excelente imitador–, sospeché que algo judicialmente muy grave tenía que haber precedido a aquella gratuita exhibición de grosería. Nada sale de la nada: la mala educación tampoco. Ahora, gracias al informe que ABC viene publicando sobre las cuentas del heredero, sabemos de qué no-nada viene tanta arrogancia.

Era febrero de 2015. Yo tengo ya los bastantes años como para haber visto casi de todo. Y estaría muy feo que me fingiese ahora sorprendido. Por nada. Tengo una buena biblioteca, en la cual Freud ocupa un puesto preeminente. Y en las obras de Freud leí hace mucho aquel pasaje que sitúa en la Gran Guerra del 14 la reducción a cenizas de todas las fantasías y esperanzas benevolentes acerca de la ilustración y la bondad humanas. Nada que pueda hacer un hombre –tampoco una familia– debiera sorprender a un hombre de después del siglo XX. Me incliné, pues, sobre el vídeo del primogénito Pujol sin entusiasmo ni escándalo. Con la curiosidad, si acaso, del oncólogo sobre el microscopio en cuya bandeja ha depositado la trivial muestra de un carcinoma.

Describo esa filmación con la frialdad que la pieza exige. Ningún calificativo le añadiría nada. Se exhibe en ella la imagen más degradante –en rigor debiera, tal vez, escribir «degradada»– de la no muy modélica política española del último medio siglo. El hijo mayor del que fue durante largos años presidente de la Generalidad comparece ante el Parlamento autonómico de Cataluña. Ni siquiera tiene contenido delictivo esa comparecencia. Pero degradación y delito no siempre coinciden. Y hay delitos, sin duda, menos deshonorables que esa no delictiva escena:

Aire burlón. Por supuesto. El que habla está a una distancia tan elevada por encima de quienes lo escuchan, que ni siquiera puede soñar con tomárselos en serio. No son sus iguales. «Quiero leer la lista de coches que tengo, porque unos dicen tres, veintitrés… No, no». Viene la lista, pues. Que las cosas queden claras. La colección del heredero está a la altura que de alguien como él se espera. Incluye un Lotus L («un coche medio bueno», dice), un Mercedes Pagoda 230, un Porsche 356 Super 90, un Lamborghini Miura («ese sí estaba bien», acepta), un Ferrari F40 (un coche «incómodo, duro», se queja de inmediato), un Jaguar E («y es que pasa con los coches antiguos que uno se cansa de ellos; no yo, eh, todo el mundo», cosas de coleccionistas), un Porsche Targa («precioso, de color naranja», se emociona esta vez), otro Ferrari más, el 328, un Diablo (también «precioso»), un Mercedes Benz McLaren («porque la vida sigue») y, para rematar, una obra de caridad, un Ferrari Testarossa, comprado altruistamente para sacar «de una situación muy, muy, muy complicada a un amigo».

La enumeración no basta. Es necesario atender a la mímica del actor. Quien no ahorra un solo gesto humillante hacia los don nadie que pretenden interrogarlo. Hubiera podido negarse a responder, porque las aficiones –caras o baratas– son cosa privada, acerca de la cual sólo un juez puede exigir información, si es que llegase a haber atisbo de un delito. Podía haber dado la escueta cifra de su valoración total. Podía, si una infantil vanidad así se lo exigía, dar un frío listado de sus preciados tesoros, de sus caprichosos juguetes de coleccionista. Como prefiriera.

Pero al hijo de un emperador o de un patriarca no cuadra ser humilde. La pompa va en el linaje de quienes han inventado nada menos que una nueva nación, salida de la nada y con meta en el paraíso. Es el orgullo del clan lo que debe acompañar cada actuación del heredero de un creador de Patria. Y lo que, como constancia del poder que de cuna le viene, debe ser escenificado con energía en cada momento. Más, si la representación se desarrolla ante un órgano representativo de la plebe. Más, si está siendo retransmitida por la máquina de forjar servidumbre que son los televisores. La primacía del poderoso se asienta –enseñaba Étienne de La Boétie en el siglo XVI– sobre lo mucho que al siervo le place ser humillado. Y Pujol lo sabe.

Lo que ABC nos ha dado a conocer estos días es la prehistoria de esa arrogancia. Y su continuidad hasta hoy mismo. Sabemos, gracias a esas páginas, los mecanismos de evasión de capitales, de fraude, de turbios flujos de dinero, sobre los cuales sustenta el despectivo coleccionista Jordi Pujol Ferrusola la certeza de su exquisita superioridad sobre cualquiera de esos pobres mortales sometidos a ley y jueces; su exquisita superioridad sobre cualesquiera representantes parlamentarios. El hombre de los preciosos Lamborghini y Porsches, de los enojosos o caritativos Ferraris, de los McLaren que –por sólo 600.000 euros, anotaba– consuelan del descorazonador paso del tiempo y del tedio propio al gran coleccionista, tenía detrás una máquina admirable de fabricar dinero. Los jueces habrán de establecer –si es que se atreven– si esa máquina conduce al presidio. A lo mejor, ni eso.

Es una historia digna del gran Thomas de Quincey: «Si uno empieza por permitirse un asesinato, pronto no le dará importancia a robar, del robo pasará a la bebida y a la inobservancia del domingo, y acabará por faltar a la buena educación». Del asesinato considerado como una de las bellas artes. Todo la mar de humano. Porque humano es hacer de la figura paterna beneficio contante. Humano. Demasiado humano. Esto es, infinitamente hortera.

Gabriel Albiac, filósofo.

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