El comienzo de una nueva época. Una reflexión europea

Todo parece indicar —aunque nada sea seguro en estos tiempos— que en el curso del 2011 se iniciará a escala global un nuevo periodo de crecimiento económico que pondrá fin a una crisis que ha sido demasiado larga y demasiado profunda y negativa. Durante este año los países emergentes (China, India, Brasil, y otros muchos en Latinoamérica y Asia) seguirán desarrollándose de forma positiva y a ellos se unirá, por fin, el mundo occidental liderado básicamente por los Estados Unidos y, en tono muy menor, por una Europa aún renqueante que habrá empezado —solo empezado— a tomar en serio sus problemas auténticos ante el riesgo seguro de afrontar un penoso proceso de decadencia. España será uno de los países favorecidos por la reactivación mundial y nuestro clima económico y social mejorará razonablemente, aunque la recuperación del empleo será todavía muy lenta. Veremos, en todo caso, algo de luz al final del túnel.

En esta nueva época —aun cuando estén aumentando las formas y los grados de interdependencia— el liderazgo básico seguirá perteneciendo a los Estados Unidos. Las teorías sobre el declive y debilitamiento del poder americano tienden a la exageración. Es cierto que la situación actual de ese país no es especialmente brillante y que la presidencia de Barack Obama ha perdido parte de la fuerza y el impulso con los que nació. Es especialmente preocupante la polarización de la vida política, muy superior a la de cualquier otro tiempo, y la radicalización desmesurada de los grupos conservadores. Pero el liderazgo de los EE.UU. seguirá siendo decisivo, entre otras cosas porque, objetivamente, es el único posible. En términos de poder económico, poder militar —un poder siempre clave—, poder tecnológico y poder cultural, la superioridad de ese país es abrumadora. La única otra opción válida sería una Europa fuertemente unida, militar, política y económicamente, pero en estos momentos esa posibilidad es pura utopía. China no es tampoco, ni lo será en mucho tiempo, una opción realista, en cuanto a capacidad para asumir responsabilidades globales. Tiene que dedicar todos sus esfuerzos a ejercer un liderazgo interno que como consecuencia de un crecimiento excesivamente rápido se va a hacer cada vez más complejo y más difícil, incluso en términos de estabilidad social y política.

Siendo así las cosas, los temas que más deben ocuparnos y preocuparnos, de esta pax americana, son, desde una perspectiva europea, los siguientes:

El desprestigio de Europa está creciendo en los Estados Unidos de forma alarmante en todos los círculos empresariales y financieros. La agenda del Pacífico es para los americanos mucho más importante que la europea. Los medios de comunicación se dedican de manera constante a enfatizar y magnificar nuestros problemas y nuestras incapacidades en el proceso de una unidad efectiva y llegan a poner en duda la viabilidad del euro. Recuerdan con ironía los escritos de hace pocos años de Rifkind, Reid, Leonard y otros pensadores sobre la alta probabilidad que se le ofrecía a Europa para dirigir el mundo en el siglo XXI y concuerdan con muchos ensayos actuales en donde se asegura la decadencia irreversible e incluso la irrelevancia global de nuestro bello, culto y viejo continente, reiterando sin cesar la frase de Kissinger de que «nadie conoce el teléfono de Europa». Nuestra imagen es cada vez más negativa.

Europa debe reaccionar. Tenemos que dedicar más esfuerzo, más imaginación y más voluntad a mejorar y revitalizar la relación atlántica convirtiéndola en un objetivo prioritario. Podemos hacerlo. Podemos colaborar en política exterior con menos reservas. Podemos refinar la diplomacia parlamentaria. Podemos ampliar sin límite el diálogo tecnológico y el cultural. Podemos generar un nuevo clima de credibilidad y confianza. Podemos aportar al liderazgo americano la experiencia, la calidad y el buen sentido que a veces le falta. Hay que ponerse a ello. Todo menos quedar aislados —con nuestro orgullo y nuestras tradiciones a cuestas— sin estrategias ni objetivos, inundados de burocracia, de ideas obsoletas, de rigideces absurdas y, en general, de irrealismo puro y duro.

El diálogo en el mundo financiero es quizás el más delicado y el más peligroso. En ese mundo la primera obligación europea es la de entender y asumir que el mundo anglosajón tiene todas las de ganar. Cuenta a su favor con los dos mercados de capitales básicos, la City y Wall Street, con todas las agencias de calificación cuyo poder nadie controla, con la única prensa económica realmente influyente, con el inglés como «lingua franca», con el predominio de su sistema legal y con otras ventajas directas e indirectas. Su capacidad de acción y reacción es enormemente superior a la europea y a la de cualquier otro país, y además son conscientes de que no pueden perderla ni limitarla en forma alguna.

Lo preocupante de esta situación radica en que el mundo financiero anglosajón, que ha sido el culpable fundamental de la crisis, no parece dispuesto ni a aceptar su responsabilidad ni a modificar sustancialmente las conductas ni las prácticas que condujeron a esa crisis. William Cohan —que conoce bien ese mundo— lo resume así en un artículo reciente en el «Wall Street Journal»: «No puedo comprender cómo los banqueros y ejecutivos de Wall Street ganan tanto dinero año tras año por llevar a cabo tareas que raramente requieren innovación, que no les exigen arriesgar su propio capital y que tienen el deplorable hábito de hundir nuestra economía de forma periódica». Añade además que en este año los bonos que pagará Wall Street ascenderán a cuarenta y cuatro billones de dólares y menciona el caso concreto de una compañía con treinta y cinco mil empleados que cobrarán de promedio un bono de 375.000 dólares.

El estamento financiero anglosajón y el europeo tienen que replantearse a fondo su papel y su protagonismo en la sociedad equilibrando mejor sus responsabilidades y sus privilegios. Deben colaborar desde ya en la creación de un sistema lo más homogéneo posible que permita tomar decisiones serias con rapidez y eficacia. No es sin duda un objetivo fácil, pero se ha convertido en algo tan estrictamente necesario que habrá que superar todas las resistencias habituales. No se trata solo, ni fundamentalmente, de establecer regulaciones más estrictas, sino de refinar los sentimientos tradicionales de responsabilidad y de autocontrol que se han ido desvaneciendo en los últimos tiempos. Ello es lo que ha permitido que se saltaran todos los límites de prudencia y sensatez hasta generar una especie de borrachera económica en la que las exigencias éticas —aun las menos exigentes— se anegaron y la codicia y la corrupción campearon a sus anchas. No puede repetirse este triste espectáculo. Nunca más.

No podemos permitirnos desaprovechar íntegramente esta crisis tan dura y tan dramática para el mundo entero. Además de crear un clima de moralidad pública y privada radicalmente distinto, habrá que echarles grandeza a los grandes problemas. Construir una relación atlántica sólida y fértil es uno de esos problemas.

Antonio Garrigues Walker, jurista.

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