El compromiso de los intelectuales

La reciente concesión del Nobel a Vargas Llosa ha reactivado el debate sobre el papel de los intelectuales en el espacio público. Reúne todos los ingredientes para centrar la discusión: Llosa es un escritor de prestigio, no es de izquierda, ha incursionado en la política activa y sobre todo su obra, también la de contenido político, se analiza al margen de su filiación política. Es decir, su yo escritor no tiene, al menos formalmente y para el lector medio, implicaciones ideológicas. A pesar de ello es un escritor profundamente comprometido. Dicho esto, quizá sea el momento de continuar con el asunto desde otros prismas: plantearnos una reflexión general sobre la función de los intelectuales en la sociedad, la distancia y el desencuentro entre el intelectual y el político y la relación de mutua necesidad entre los intelectuales y los medios.

El intelectual es una persona de reflexión y el político, de acción, o mejor dicho, de decisión. Hubo un tiempo en el que los pensadores hacían política: «desde Voltaire a Víctor Hugo», recuerda Malraux, que bien pudo nombrar a Guizot; de la «república de los profesores» a Maurras, por mencionar las dos orillas del Sena -la del Frente Popular y la de Acción Francesa- que coqueteaban con el antiparlamentarismo en la Francia de los años 30; de Mazzini a Gramsci; de aquella experiencia efímera de intelectuales -pronto desencantados- al servicio de la República -Ortega, Marañón y Pérez de Ayala- a Sánchez Albornoz e incluso a Tierno. No incluyo a Azaña, su prestigio intelectual pasa por su relevancia política; y su relevancia política está magnificada y, a la inversa, supeditada al prestigio intelectual y a la visión tardía de Estado que alcanzó tras escribir La velada de Benicarló.

Al margen de estas disquisiciones, nadie pone en duda, por ejemplo, que Churchill era un hombre de acción, un político; pero ganó el Nobel de Literatura. Hoy los intelectuales no hacen política. La política va demasiado rápido. El juicio sobre los hechos y la consiguiente reflexión alcanzan igualmente velocidades de vértigo. El intelectual no se siente cómodo con tal ritmo, se descoloca. Aun así, lo peor no es que los intelectuales se alejen de la política, sino que haya bajado tanto el nivel intelectual de los políticos. Pues cuanto menor es su formación cultural mayores son su sectarismo, su estrechez de miras y su polarización.

Pero, en fin, ¿cuál es la función social de los intelectuales? ¿Dónde los encontramos? ¿Cuál debe ser el tamaño de su dimensión y presencia mediática? Una cosa parece clara: el intelectual lo es también en la medida en que el producto de su pensamiento ejerce algún tipo de influencia sobre las ideas, los valores y los comportamientos sociales. Los medios imponen el fast-thinking. El intelectual se aparta de los medios para elaborar un producto no contaminado por los juicios apresurados, para dotarse de perspectiva y trascender. Sin embargo, cuanta más distancia adquiere, mayor es la probabilidad de que su producto nazca caducado. O sea, si el intelectual no se adapta a los tiempos impuestos por los medios se aísla y su repercusión es limitada.

Ramiro Pinilla ha escrito análisis lúcidos y sesudos sobre el ambiente social en el País Vasco, pero su escasa relevancia mediática lo sitúa como intelectual marginal en el presente, aunque su obra sobreviva a su tiempo y reciba con posterioridad la credencial de intelectual. En otro plano más próximo a la prensa se encuentra Fernando Aramburu, cuyo Los peces de la amargura constituye una radiografía magistral sobre la vida en Euskadi. El intelectual pegado a la actualidad se maneja con soltura en los medios. No en vano, pese a quien pese, el periodismo proporciona notables intelectuales. En todo caso, no hemos de confundir la figura del intelectual que se prodiga en prensa con el intelectual mediático -noción más condescendiente que la de intelectual espectáculo-, representado fielmente por Henri Lévy: el impacto social no es el resultado de su pensamiento, sino que se transforma en la finalidad.

Sea como fuere, en la sociedad actual pocos buscan en un libro de hace 30 o 300 años respuestas a lo que pasa hoy. Deberíamos entrenarnos. Las librerías se llenan de títulos ad hoc. Y se escribe Filosofía para no iniciados. Mandan los tiempos. La frontera entre cultura de masas y de élites cada día es más difusa (la que separa a las audiencias del público, también). Se impone la primera. Por si fuera poco, los textos académicos de destinan a consumo interno, se conciben como formularios y muchos de sus hallazgos son irrelevantes.

Pero volvamos al comienzo: ¿qué es un intelectual? Un ser culto, heterodoxo, liberal -en el sentido original del término-, sensible, valiente y poco acomodaticio. Alguien que cultiva algún arte (casi exclusivamente la Literatura, aunque no todo escritor es un intelectual) o ciencia (Filosofía, Historia, Teoría Política o Sociología; Popper era físico y Canetti estudió Química) pero que dedica todo o parte de su tiempo y de su trabajo a reflexionar y mostrar una visión estructurada y compleja de la sociedad y la política. Exceptuamos de entre las artes a las escénicas, que no suelen dar pensadores de relumbrón, salvando, entre otros pocos, la inconmensurable figura de Fernando Fernán Gómez.

Un intelectual tiende a no dar por resueltos los problemas tras su concurso sino a aportar visiones multidimensionales y realistas sobre los mismos. Esto es importante, porque un intelectual debe estar con los pies en la tierra y no pasarse el día en bata y zapatillas (las miserias de los más excelsos intelectuales ya han sido desveladas por Paul Johnson). Un intelectual analiza lo que describe y describe lo que ve, no lo que cree. Está especialmente dotado para ordenar y expresar ideas coherentes, de alcance prospectivo y retrospectivo. El intelectual es independiente y no es dogmático ni reducionista. La obra del intelectual no obedece a rencores o es capaz de sobreponerse a ellos.

Y, sobre todo, el intelectual tiene principios y valores, no ideología. Esto es lo que diferencia al intelectual del llamado intelectual orgánico, que pone su cabeza al servicio del partido. Por tanto, el compromiso del intelectual ha de ser para con esos principios y valores y las causas que los representan. De modo que no discrimina las causas en función de si se ajustan o no a sus prejuicios ideológicos. Un intelectual no se pone etiquetas, asume valores.

Ya hemos dado con la tecla. Necesariamente el intelectual ha de ser comprometido, no puede ser de otra manera. Lo malo es que el término ya existe y sobrevive con grandes dosis de perversión. Su origen se remonta al affaire Dreyfus, en ese tránsito de siglo la noción de intelectual pasó de contemplarse como adjetivo a emplearse como sustantivo. Y gracias a escritores y periodistas, el Estado de la razón se impuso a la razón de Estado. Apenas dos décadas más tarde el estalinismo se apropió del concepto, lo monopolizó y contaminó. Stalin extendió sus redes por toda Europa. La propaganda comunista identificó al intelectual comprometido con aquel que luchaba contra el fascismo y nazismo, pero la realidad era menos lírica. En este contexto, el intelectual comprometido es el que obedece, por ciega devoción, impostura o simplemente por fama o dinero los dictados del estalinismo. Los secuaces de Stalin se instalaron en Francia, desde donde organizan la estructura del arte y el pensamiento proletario a través de la Unión Internacional de Escritores Revolucionarios y sus órganos de difusión. Al reclutamiento se dedicaban, entre otros, Ilya Ehrenburg y Willy Münzenberg. Casi ninguno se apartó de la ortodoxia ni siquiera tras las purgas de los años 30. Era más seguro creer que disentir. Había que elegir entre publicar o, en el mejor de los casos, el ostracismo.

Julian Benda y Aron denunciaron la impostura en La traición de los intelectuales y El opio de los intelectuales. Los intelectuales habían abjurado del compromiso con la libertad y estaban ideologizados. Hasta Gide sintió pánico al volver de la URSS, donde le habían tratado como a un marqués: «Los desmesurados beneficios que se me ofrecen allí me dan miedo». Y eso que, como escribe Lottman, casi todo lo que se publicó en Francia en aquellos años es prescindible. Todo esto no quiere decir que el marxismo no diera pensadores de envergadura: en España, Tuñón de Lara; fuera de aquí, el incombustible Hobsbawm; y hoy, el estadounidense John Elster.

Y qué decir del intelectual disidente. ¿Acaso no era comprometido? Ahora sabemos que sí: que Vasili Grossman, Solzhenitsyn, Bulgákov, Zamiatin, Vesko Branev o Koestler -a quien Tony Judt califica como el intelectual ejemplar del siglo XX- estaban comprometidos con la denuncia y la libertad, algunos de ellos fueron primero comunistas y luego héroes. Los intelectuales antihéroes, los que abrazaron la causa del totalitarismo de ambos signos los llama Lilla, sin exculparlos, Pensadores temerarios.

Hoy estamos en otro registro. Parecen haber desaparecido las grandes causas aunque no las nobles: la libertad frente a la opresión aunque sea encubierta. Afloran de otro modo las obediencias debidas. El intelectual debe apartarse de los lugares comunes, combatir la tiranía y la necedad de lo políticamente correcto y no practicar la falsa equidistancia. Ha de ser profundamente crítico y en cierta medida provocador, sin convertir la provocación en un fin en sí mismo. Un poco irreverente y gamberro para agitar conciencias y promover debates, pero su compromiso le obliga a hacer gala de responsabilidad social. En suma, todo se reduce a honestidad, ecuanimidad y desafío.

Y ahora, al final de estas palabras, descubro que he escrito todo esto sólo como elogio de la libertad ligada a la responsabilidad. Y también por haber encontrado los valores enunciados en la obra de uno de nuestros intelectuales más ilustres, que ha alcanzado con La noche de los tiempos la cima de la creación y ha proporcionado una visión independiente, responsable, coherente, compleja, equilibrada y libre de prejuicios de uno de los periodos más controvertidos de la Historia de España. En resumen, que la satisfacción por el flamante Nobel a Llosa sólo podría ser superada por la concesión futura a Muñoz Molina, intelectual comprometido con la Historia, la memoria y la libertad de pensamiento.

Javier Redondo, profesor de Ciencia Política de la Universidad Carlos III de Madrid.

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