El compromiso ético de las fundaciones

Hace unos días se celebró en Madrid la IV Conferencia General de la Asociación Española de Fundaciones, que fue precedida por la recepción que les ofreció el Rey Don Juan Carlos en el Palacio de la Zarzuela tanto a la delegación de su Consejo de Patronos como a la Junta Directiva, presidida por Carlos Álvarez. Estos acontecimientos constituyen una buena noticia, porque es tiempo de reconocer que las fundaciones representan un nuevo entramado vertebrador de la sociedad civil, cuyo impacto social puede ser enorme si va aumentando su fortaleza y va creciendo su presencia pública, si el trabajo en las fundaciones se convierte en una nueva forma de compromiso personal y social.

Hasta hace unas décadas quienes querían comprometerse y llevar adelante un proyecto vital desde ese compromiso se encontraban normalmente ante dos caminos, el religioso y el político. Ser sacerdote, ser religioso o religiosa, ingresar en un monasterio de clausura o hacer la arriesgada apuesta de las misiones era una de las formas habituales de vivir a fondo el compromiso por la sociedad. La otra, la forma «laica», consistía habitualmente en «meterse» en un partido político con el propósito de transformar la realidad.

Sin embargo, esos espacios se han ido ampliando al ancho mundo de las Asociaciones Cívicas Solidarias, empeñadas en la tarea de llevar adelante la acción social, y también al mundo creciente de las fundaciones. Quien desee comprometerse en la transformación de la sociedad, amén del ámbito religioso y político, encuentra un amplio espectro en las múltiples actividades de las fundaciones.

La razón de fondo es que las fundaciones constituyen una respuesta a las demandas de la sociedad civil moderna en su estadio avanzado, demandas que no se confunden con las estrictamente políticas, dirigidas a las instituciones del Estado, ni tampoco con las económicas que se relacionan con el Mercado, sino que encuentran su terreno en el espacio abierto de la libertad creativa, la responsabilidad social y la solidaridad. Incluso cabría decir, recuperando el tercer componente del lema revolucionario, la fraternidad cívica.

Ahora bien, las fundaciones no solo responden a las demandas de la sociedad, sino que ofertan unos servicios que contribuyen a crear un bien público. Aquí la oferta, además de generar demanda económica —según la ley de Say—, crea demandas sociales desvelando necesidades latentes, que son sentidas pero no debidamente atendidas; por ejemplo, la atención a los emergentes problemas del envejecimiento de la población, sobre lo que tanto hincapié hizo José Manuel Morán.

Las fundaciones pueden convertirse en instrumentos para detectar, asumir y gestionar nuevas demandas de la sociedad, y por tanto, tienen funciones de observación, reflexión, gestión y acción; por ejemplo, para propiciar un mayor acercamiento y mejor entendimiento entre las empresas y la sociedad, como han señalado desde hace tiempo José Ángel Moreno y Adela Cortina. Son instrumentos de comunicación que sirven para establecer vínculos y producir un «capital de simpatía» y un entorno de confianza para las empresas.

Pero todavía hay más, pues son las fundaciones también un espacio donde se podría cultivar la preocupación ética del largo plazo, en vez del compulsivo impulso por el corto plazo, que hace que se pierda la perspectiva adecuada para valorar y proyectar. La volatilidad de los acontecimientos y la vivencia de lo contingente impiden dedicar el tiempo que se requiere para reflexionar y ponderar las cosas. Si no hay tiempo para detectar lo verdaderamente importante y todo ha de ser inmediato, entonces la complejidad de la sociedad actual nos devorará y no podremos responder adecuadamente a los retos que se nos presentan. Las fundaciones constituyen un espacio público (no estatal) para la reflexión, que podría —debería— alimentar la opinión pública, sometida a los imperativos —¿tiranía?— de la inmediatez irreflexiva, marcada por el poder más fuerte y no siempre el mejor, pues ni siquiera hay tiempo para reflexionar con sentido crítico y prudencial discernimiento.

Con las fundaciones se abre un nuevo espacio de libertad responsable e incluso de innovación social, un tipo de innovación que suele ser relegada y hasta olvidada, aun cuando es fundamental para orientar adecuadamente la investigación científica y la misma innovación tecnológica. Un aspecto crucial de esta capacidad innovadora es la incorporación del horizonte ético en la organización de estas nuevas instituciones sociales y el fortalecimiento de la perspectiva ética en la vida personal de quienes trabajan en las fundaciones. Una perspectiva que ha sido muchas veces reprimida por los procesos de la modernidad hegemónica, lo cual ha empobrecido las fuentes de la vitalidad personal y social. El necesario aprovechamiento de la ética requiere, desde luego, comprenderla en un sentido acorde con el desarrollo de las nuevas realidades de la sociedad civil, entre las que destacan las fundaciones.

Pues la ética no solo es —como se dice— una cuestión muy personal, sino que tiene relevancia social e institucional. No es solo el reino de lo desinteresado —como tantas veces se presupone de modo inconsciente—, sino que ha de contribuir a discernir y evaluar los más diversos intereses que se juegan en la vida personal y social (en las organizaciones e instituciones); donde sin duda cabe también el regalo de lo supererogatorio, pero sin confundirlo ingenua o instrumentalmente con lo exigible. Además, la ética moderna no ha de contar solo con las convicciones y los principios —sin los que, desde luego, no habría orientación creíble—, sino que ha de incorporar en su estudio y reflexión los dinamismos específicos de la vida real, las consecuencias de las acciones, así como los peligros y riesgos de los proyectos que se proponen. Y de ahí que, al menos desde Max Weber, Karl-Otto Apel y Hans Jonas, surgiera la conciencia de la necesidad de una «ética de la responsabilidad» en los diversos niveles de la vida profesional y organizativa.

Esta ética ayuda a saber responder a las nuevas exigencias en cada uno de los contextos de la tan compleja vida que hemos creado y que alcanza dimensiones planetarias. Cada día es más difícil la convivencia, porque no resulta nada fácil gestionar la auténtica libertad de todos y con justicia para todos. Pero por eso mismo vale la pena el esfuerzo, y esa sí que constituiría la gran innovación social.

Hay que aprovechar el potencial ético de las fundaciones en la sociedad civil, aumentar el vigor de este sector de la vida social, elevando la moral, en el sentido de Ortega y Aranguren. Y con esa renovada energía, acometer el cumplimiento de la propia misión; en nuestro caso, la de las fundaciones. Lo cual requiere mucha reflexión para orientarse bien y firme voluntad para forjarse un «êthos» capaz de comprometerse con una responsabilidad que incluye la dimensión de la eficiencia, pero dirigida al cumplimiento de su auténtica misión.

Por justicia social, por solidaridad, por sentido cívico de la fraternidad, las fundaciones constituyen un campo de compromiso ético que la sociedad civil moderna tiene que aprovechar para que se escuche —y los medios de comunicación tendrían que apoyar más este potencial— lo que una razón cordial —en fórmula de Adela Cortina— nos reclama: reconocer las exigencias de justicia de quienes siguen estando desatendidos por los procesos de racionalización y quedan al margen de la maquinaria política y económica de la vida moderna.

Jesús Conill Sancho, catedrático de Filosofía Moral de la Universidad de Valencia.

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