El conflicto civil palestino

Durante años nos habíamos acostumbrado a que en el otro extremo del Mediterráneo existiese una crisis permanente entre palestinos y judíos por las tierras situadas en la orilla izquierda del Jordán. Eso ya es pasado. Hoy el conflicto es mucho más complejo, al sumarse al problema anterior uno propio del mundo musulmán: la tensión entre una forma moderada de vivir el Islam y otra de carácter fundamentalista.

La Organización para la Liberación de Palestina (OLP) ha venido reuniendo a un conjunto de partidos nacionalistas y marxistas, entre los que destaca Al-Fatah. En esta formación militó Yaser Arafat y a ella pertenece Mahmud Abbas, el actual presidente de la Autoridad Palestina. La OLP nació del fracasado intento de acabar con Israel por medios militares convencionales. Su historia es la de un conjunto de grupos que trataron de forzar la voluntad de Israel y, en general, de Occidente mediante el uso del terrorismo. Una actividad que contó con el apoyo interesado de la Unión Soviética. Sin embargo, la nueva táctica dio tan poco resultado como la anterior. Constituían una incomodidad para los israelíes, pero en ningún caso ponían en peligro su existencia. A cambio, lograron que la población palestina sufriera gratuitamente un castigo constante por sus acciones y la paralización de las distintas iniciativas de paz.

El fracaso de la estrategia terrorista les llevó a reconocer el derecho de Israel a existir y a involucrarse en un proceso de paz que concluyó en sonado fiasco. Arafat no logró el Estado palestino que su pueblo ansiaba, pero consiguió escandalizarlo con una corrupción generalizada entre sus altos cargos, que asaltaban la ayuda internacional para fines particulares. La fuerza que había representado la causa palestina se había convertido con el paso del tiempo en la quintaesencia de la arbitrariedad, la incompetencia y la corrupción.

Palestina no quedó fuera del crecimiento del fundamentalismo, aunque tradicionalmente se ha considerado una de las regiones donde menos había calado. Hamás se había hecho fuerte en la franja de Gaza, pero apenas un tercio de la población total se sentía identificada con esta formación. Su oportunidad llegó con el ejercicio de la democracia. Los palestinos votaron a Hamás sin compartir su credo radical, pero con ánimo de castigar a Al-Fatah. Los islamistas habían demostrado una mayor preocupación por el bienestar de la gente y una menor tendencia a la corrupción.

El ascenso de Hamás no iba a ser fácil. La Administración había sido asaltada tiempo atrás por los hombres de Fatah. Si se respetaban sus cargos harían inviable el programa de Hamás. Si se les despedía provocarían altercados. El caso más delicado lo planteaban los servicios de inteligencia y de seguridad. Objetivamente, Hamás no podía gobernar con ellos, por lo que optó por constituir fuerzas paralelas a cargo del presupuesto. Esta tensión política ha devenido en un conflicto de baja intensidad, en una guerra civil latente resultado del choque entre intereses materiales y de la incompatibilidad entre sus programas.

La crisis política se agudizó con la retirada de la ayuda económica norteamericana y europea. La mayoría de los gobiernos occidentales comparte la idea de que no puede emplearse dinero del contribuyente para ayudar a un Gobierno que defiende el terrorismo, niega el derecho a existir de un Estado vecino y busca la imposición de la ley coránica. Sin el flujo financiero occidental la Autoridad Palestina entró en crisis. No sólo más personas querían cobrar del presupuesto, sino que éste se reducía drásticamente. Mientras tanto y para evitar el sufrimiento de la población se comenzó a dirigir la ayuda hacia entidades privadas responsables de distintos servicios sociales. El dinero llega, pero no pasa por las manos de los radicales.
Hamás ha tratado de salir de la crisis buscando solidaridad en el islam. Algunos estados, como Irán, se han comprometido a ayudarles. Sin embargo, el conflicto partidista tiene una solución más difícil. La gestión saudí para formar un gobierno de concentración ha abierto una nueva vía, pero los pasos dados hasta la fecha invitan al escepticismo.

Los islamistas han insistido en que sus posiciones no han cambiado respecto a Israel. Sin embargo, el Gobierno como tal se muestra dispuesto al diálogo. Israelíes y norteamericanos han optado por la política de «esperar y ver». La pelota está en el campo palestino. Cuando logren una cierta estabilidad y definan una posición común aceptable se considerará la reapertura formal de negociaciones. Mientras tanto continúan ayudando a Abbas, proporcionándole dinero y armamento. No quieren que las milicias de Fatah se derrumben ante las de Hamás. No deja de ser irónico que ahora armen a aquellos a quienes justificadamente calificaban de terroristas hace unos meses.

En Europa el consenso se derrumba. Un buen número de gobiernos cree que hay que entablar negociaciones con el nuevo gabinete para tratar de forzar un cambio en la estrategia de Hamás: que entre en el redil de la diplomacia y acepte a Israel. Ello implicaría la reapertura de la ayuda económica. La cuestión no es baladí porque lo que hoy tenemos en Palestina lo vamos a ver reproducido en otros estados musulmanes en los próximos años, como consecuencia del descrédito de los gobiernos de corte nacionalista. Para poder afrontar esta situación y las que se sucedan tenemos que dotarnos de un modelo de comportamiento que nos haga previsibles y que potencie nuestra eficacia diplomática.

Algunas formaciones islamistas se han moderado en sus tácticas, que no en sus estrategias, cuando se ha enviado a la cárcel a sus dirigentes. Es el caso de Turquía, Marruecos o Argelia. No es previsible que lo hagan si se les financia, se les reconoce y se les disculpa. Hamás es el resultado de la ayuda saudí e iraní. Lógico es que ellos corran con sus gastos pues responden a sus designios estratégicos. Que nosotros paguemos a los que nos han declarado la guerra ideológica no sólo es inconsecuente, es un suicidio.

Nuestras autoridades a menudo repiten la idea de que Europa debe tener una mayor presencia en Oriente Medio y es verdad. Disponemos de dos instrumentos para ello. En primer lugar, establecer un discurso claro a favor de los derechos humanos, la justicia social y la democracia. En segundo lugar, vincular la ayuda económica al cumplimiento de una agenda modernizadora. Los islamistas tienen que tener muy claro que en ningún caso vamos a ayudarles. Si acceden al Gobierno estableceremos con ellos las relaciones diplomáticas normales, dialogaremos sobre temas de interés común y poco más. Si nos dejamos llevar por el «buenismo», si renunciamos a nuestros valores, si negociamos con ellos lo innegociable, si tratamos de amansarles mediante la ayuda económica, si intentamos comprar la paz sólo conseguiremos traicionarnos y darles alas.

Mientras la situación no cambie debemos mantener nuestro compromiso con el pueblo palestino ayudándole directamente, sin intermediación de sus autoridades, y favoreciendo un proceso de paz que permita la creación de dos estados en la orilla izquierda del Jordán. En ningún caso debemos plegarnos al chantaje terrorista ni favorecer a fuerzas que no aceptan las reglas de juego internacionales. No es nuestro cometido decidir quién gobierna en Palestina, pero sí lo es exigir el correcto uso de nuestros impuestos, con los que no se puede financiar ni el terrorismo ni el islamismo. Debemos apoyar a aquellos que comparten nuestros valores y que están dispuestos a transformar sus sociedades. No hay ninguna razón objetiva que impida un acuerdo entre palestinos e israelíes, como tampoco la hay para que Occidente y el islam no puedan convivir en paz. Aquellos que están empeñados en lo contrario son nuestros enemigos y deben ser tratados como tales.

Florentino Portero, analista del Grupo de Estudios Estratégicos GEES.