El conflicto global en una nueva era de extremos

El historiador Eric Hobsbawn, ya fallecido, describió el siglo XX como la “era de los extremos”, en la que el socialismo de estado condujo al gulag; el capitalismo liberal condujo a depresiones cíclicas, y el nacionalismo condujo a dos guerras mundiales. Luego predijo que el futuro equivaldría a una prolongación del pasado y del presente, caracterizada por “una política violenta y cambios políticos violentos” y por “la distribución social, no el crecimiento”.

La historia tal vez no se repita, pero frecuentemente rima. La famosa frase de la ex primera ministra británica Margaret Thatcher de que “no hay tal cosa como la sociedad”, sino solamente “hombres y mujeres individuales” en efecto rima con la visión mundial divisiva y el comportamiento interesado de los demagogos populistas de hoy.

Hoy, al igual que en el siglo XX, el nacionalismo está destruyendo sociedades y separando a antiguos aliados al alimentar el antagonismo hacia el “otro” y justificar barreras proteccionistas físicas y legales. Las principales potencias del mundo en gran medida han reanudado sus posturas de la Guerra Fría, preparándose psicológicamente, si no militarmente, para un conflicto abierto.

Como predijo Hobsbawn, la desigualdad de ingresos en franca escalada ha surgido como una causa importante de creciente nacionalismo, sentimiento antiglobalización y hasta un giro hacia el autoritarismo. Reconfirmando la conexión entre mala economía y extremismo político –resaltada por John Maynard Keynes luego de la Primera Guerra Mundial-, una década de austeridad en Europa ha debilitado los cimientos del estado benefactor y ha arrojado a millones de votantes a los brazos de los populistas.

Irónicamente, una razón importante por la cual la política de hoy rima cada vez más con los acontecimientos del siglo XX es el miedo de repetir la Gran Depresión –un miedo que surgió después de que la crisis financiera de 2008 parecía rimar con el colapso de la bolsa de 1929-. Alemania, por ejemplo, se volvió obsesionada con la austeridad, para garantizar que una inflación desbocada no contribuyera a la dictadura, como lo hizo en los años 1920.

Pero la austeridad llegó demasiado lejos, permitiendo que políticos anti-establishment capitalizaran la penuria económica (junto con la xenofobia y la misoginia) para ganar apoyo. En su lucha por competir electoralmente, muchos partidos tradicionales se alejaron del centro, haciendo que todo el campo político se volviera cada vez más polarizado.

Esta tendencia se puede ver en Estados Unidos donde, bajo el liderazgo del presidente Donald Trump, el Partido Republicano se ha quedado prácticamente sin voces moderadas. También se puede percibir en el Reino Unido, donde un Partido Laborista más radical bajo el liderazgo de Jeremy Corbyn enfrenta a un Partido Conservador que ha sido tomado como rehén por extremistas pro-Brexit.

En Italia, el populista Movimiento Cinco Estrellas y el partido nacionalista Liga se han unido en una coalición de gobierno poco confiable luego del colapso electoral de las fuerzas políticas tradicionales del país. Cuando el primer ministro italiano, Giuseppe Conte, le dijo a Vladimir Putin que Rusia es el “socio estratégico” de Italia, quedó claro que Italia, un miembro central de la UE y de la OTAN, se había vuelto un socio potencialmente desestabilizador.

En España, el Partido Popular (PP) se ha tornado abiertamente nacionalista bajo el liderazgo de Pablo Casado, un líder de línea dura. El Partido Socialista de los Trabajadores del primer ministro Pedro Sánchez es la imagen en espejo del PP al abandonar el legado centrista de Felipe González para competir con los populistas de extrema izquierda de Podemos.

En Alemania, los votantes en Baviera y Hesse abandonaron en masa la Unión Demócrata Cristiana de la canciller alemana, Angela Merkel, y a su partido hermano, la Unión Social Cristiana. Los Verdes captaron votos del Partido Socialdemócrata más moderado, mientras que el partido de extrema derecha Alternative für Deutschland ganó un terreno para nada desdeñable. Con el centro destripado, la capacidad de Alemania de seguir siendo el baluarte de una Europa unida está en peligro. Inclusive la noción de que un líder radical –incluso neo-fascista- algún día pudiera volver a gobernar Alemania ya no parece descabellada.

En tanto las democracias abandonan la moderación, los abusos de poder proliferan, y las tensiones sociales y políticas están en aumento. En Estados Unidos, Trump demoniza constantemente a los opositores y deshumaniza a los grupos marginalizados; durante su primer año en el poder, se duplicaron los asesinatos con motivaciones políticas, perpetrados principalmente por supremacistas blancos fanatizados. Varios demócratas prominentes o seguidores del partido recientemente recibieron bombas caseras.

Los riesgos planteados por estos acontecimientos no se limitan a los países en cuestión. Mantener una paz global relativa –o por lo menos evitar guerras interestatales importantes- depende de alianzas fuertes y de la conciencia por parte de los líderes de la devastación que pueden causar sus armas. Pero, en un momento en que figuras con poca visión de futuro, radicales e inexperimentadas ganan poder, estos dos bastiones contra la guerra se han debilitado.

En verdad, el marco de la paz global ya es víctima de una creciente presión. Por el revanchismo implacable del presidente ruso, Vladimir Putin, las fronteras de Rusia con la OTAN hoy son el sitio de la expansión militar más amplia desde la Guerra Fría.

Para peor, Trump ha retirado a Estados Unidos del Tratado de Fuerzas Nucleares de Alcance Intermedio, echando por tierra décadas de progreso en materia de control de las armas nucleares. Trump parece abrigar la esperanza de obligar a Rusia (y a China) a firmar un nuevo acuerdo amenazándolas con “desarrollar las armas”. Pero es poco probable que lo logre. Mientras que Ronald Reagan negociaba con un Mijail Gorbachov de mente reformista, Trump se estaría enfrentando a un Putin ávido de poder.

Los riesgos que confronta el mundo están agravados por tecnologías nuevas –y mal reguladas-. La guerra cibernética ya es una realidad cotidiana; por cierto, en cualquier momento se podría lanzar un ciberataque contra un país de la OTAN, lo que potencialmente dispararía la garantía de defensa mutua de la alianza. De la misma manera, las Naciones Unidas hasta el día de hoy no han podido superar la oposición a la regulación del uso de armas autónomas letales basadas en inteligencia artificial.

El riesgo de un conflicto violento seguirá aumentando en tanto se intensifiquen los efectos del cambio climático. Entre otras cosas, la enorme desertificación en Oriente Medio y África generarían hambrunas que eclipsarían las del siglo XX en escala. La migración humana aumentaría y las luchas por los recursos se intensificarían. A pesar de los esfuerzos por garantizar una cooperación multilateral, en el mundo hobbesiano de hoy, el derrape hacia el caos climático parece irrefrenable.

Los desafíos que enfrenta el mundo hoy habrían sido inimaginables en el siglo XX. Pero las dinámicas políticas subyacentes son demasiado familiares. Es hora de que hagamos un balance de lo que esas dinámicas presagian, y de que nos tomemos en serio las lecciones que atesora la memoria histórica.

Shlomo Ben-Ami, a former Israeli foreign minister, is Vice President of the Toledo International Center for Peace. He is the author of Scars of War, Wounds of Peace: The Israeli-Arab Tragedy.

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