El conflicto interminable

Cuando Fukuyama hablaba del fin de la historia se refería, según aclaraciones posteriores para los que hablaban de oídas, a la victoria del Estado de Derecho como lo entendemos hoy en día en Occidente; era la victoria de la democracia representativa sobre cualquier otra forma de organización social. Todos los gobernantes del planeta reivindicaban la libertad individual, la representación democrática o los equilibrios de poder, aunque no se respetaran algunos de los principios básicos del sistema democrático o ninguno. Al finalizar el siglo pasado parecía que la razón había prevalecido definitivamente o, para los más escépticos, el resultado ineludible, aunque más o menos tarde, sería justamente la generalización de las democracias y el triunfo de la libertad sobre todos los enemigos que la habían acechado a lo largo de la historia. Era un tiempo de optimismo en el que el derrumbamiento de los regímenes comunistas en una gran parte del mundo y la implantación de democracias asimilables a las tradicionales en Sudamérica nos ofrecía un futuro halagüeño y seguro. En ese contexto, es necesario recordarlo, la experiencia de la Unión Europea se ofrecía como el ejemplo excepcional de una organización supraestatal construida por la razón, sin guerras, con posibilidades de realizar una política nueva, humanitaria, compasiva y con la diplomacia como único instrumento para su política exterior. 20 años han pasado desde que aquel sueño tuviera para muchos la fuerza de una realidad incontrovertible e inevitable.

Y, sin embargo, hoy quedan pocas de aquellas certidumbres. La explosión totalitaria y terrorista del fundamentalismo islamista, el renacimiento de torvos nacionalismos que creímos desaparecidos después de un siglo trágico dominado por estos furiosos movimientos, la reaparición, desacomplejada o escondida, de las viejas ideas comunistas y la fuerza adquirida por opciones populistas, que se nutren de un poco de todo esto -integrismo religioso, nacionalismo insolidario y viejas recetas comunistas- han puesto todo en entredicho; vuelve, con el ímpetu de antaño, el combate de la razón en el ámbito público contra el egoísmo de muchos, contra la ignorancia, contra el odio a lo que no conocemos, contra el miedo, que siempre nos ha hecho peores y contra la imposición de verdades incontestables basadas en la religión, la nación, el grupo o la clase... En fin, no cabe duda, vuelve el conflicto -recemos por que sea pacifico- del que surge la Historia que Fukuyama creía muerta.

Ha bastado la confluencia de los efectos de la revolución del conocimiento con los de la crisis económica para que saltaran por los aires seguridades y certidumbres en las que se basaba hasta ahora la política civilizada. Las grandes migraciones provocadas por guerras localizadas y el fácil acceso al primer mundo han provocado la aparición de populismos que halagan a sus sociedades y prometen soluciones sencillas. Chantal Delsol, describiendo los primeros populismos en la Grecia antigua, dice: «...tomaron el poder aprovechando crisis alimentarias o peligros exteriores, cuya importancia exageraban para fundar en ellos su legitimidad». Hoy la sociedad que envidiaban Montesquieu y Tocqueville, la sociedad que atrajo la atención de Marx, la sociedad que Salvador de Madariaga nos ponía como ejemplo a los españoles, ha decidido salir de la Unión Europea. Los británicos, presos del miedo, cautivados por nacionalistas intransigentes que han hecho de la mentira y la exageración su mejor instrumento y con unos defensores de la razón que se han debatido entre la estupidez, el miedo a decir la verdad y la utopía irreflexiva, han perdido en muy poco tiempo -el primer aviso fue el referéndum escocés- su ejemplarizante singularidad y hoy se mueven entre la improvisación y la nada. En los EEUU los ciudadanos han elegido a un presidente que amenaza con romper un poderosísimo equilibrio institucional fraguado durante siglos, que limitaba las veleidades de algunos presidentes e impulsaba a los más pusilánimes. Un presidente aplaudido con más fervor cuanto más vocifera por twitter y cuya elección, sin entrar a juzgar los futuros cuatro años, ha generado gran inquietud en el panorama internacional al convertirse en el abanderado de las tendencias políticas más nacionalistas y conservadoras. En Francia, emblema del cosmopolitismo, de la Ilustración y de la razón, es previsible que Fillon y Valls tengan que unir sus fuerzas en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales para poder ganar a una Marine Le Pen fortalecida por los atentados terroristas islamistas, la crisis económica y la ola de populismos que oscila desde Washington a Londres. En Italia, con su peculiar modo de hacer guerras internas sin sangre, los ciudadanos han rechazado la propuesta de reformas realizada por Renzi para evitar el estancamiento de la vida política italiana, volviendo a dar alas a Berlusconi y favoreciendo las expectativas de una formación indescifrable como Cinco Estrellas.

El ser humano se ha movido siempre entre el miedo y la esperanza, entre la resignación y la ilusión, entre la cobardía y la valentía, que no es más que una decisión, característica del ser humano, por la que el sujeto no renuncia a conseguir algo a pesar de que los riesgos y peligros para conseguirlo predispongan a pensar que es más fácil sucumbir que tener éxito en la empresa. Hoy, ante un presente que empezamos a no comprender globalmente y un futuro impredecible -en siglos anteriores era fácil predecir lo que iba a suceder 50 años después sin necesidad de tener en cuenta todo lo que nos podría sorprender- las sociedades occidentales se han fragmentado entre aquellos ciudadanos en los que el temor, el miedo y la resignación se han convertido en el signo dominante de su comportamiento, los que han renunciado a cambiar las consecuencias negativas de la globalización y una minoría dispuesta a aceptar el futuro globalizado sin renunciar a dirigirlo, a rectificarlo o a menguar las consecuencias no queridas del éxito de la inteligencia del ser humano.

Los que han sucumbido al temor a un mundo que cambia a una velocidad vertiginosa han optado por refugiarse en lo que eran, exacerbando su nacionalismo, vestido en ocasiones de identidades colectivas desbocadas o amparándose en políticas proteccionistas que sólo triunfarán a corto plazo y provocarán grandes desastres; ejemplos de los primeros son los nacionalismos europeos y de los segundos, el nuevo presidente de los EEUU. Ambos proponen, sin disimulo, una vuelta al pasado como forma de enfrentarse a un presente lleno de incertidumbres. El segundo grupo de ciudadanos ni pretende ni sabe cómo limitar los efectos negativos de la revolución a la que estamos asistiendo y tampoco será capaz de enfrentarse a los populismos que avanzan por Occidente amenazando todo lo conseguido hasta ahora. Hace bien por lo tanto el presidente del Gobierno español en introducir la lucha contra los populismos en la agenda política europea, aunque lo haya dicho tibiamente en The Wall Street Journal, y mucho mejor harían los socialistas españoles si en vez de preocuparse por la fecha de su congreso o exhibir como escudo a las cada vez más menguadas huestes de afiliados, se comprometieran con una agenda reformista abierta a las nuevas realidades del siglo XXI y contemplaran a los populistas, también a los que se visten de izquierdas, como enemigos de la ciudad abierta y global en la que deseamos vivir. Es frecuente llenarse la boca con la gallardía de Camus enfrentándose a la ortodoxia comunista del París posterior a la II Guerra Mundial, representada por personajes que dominaban hasta la asfixia el ambiente cultural de los años 50 del siglo pasado, pero sería mejor comportarnos con su inteligencia y su valentía. El PSOE debe introducir en su discurso una apuesta por la libertad y la igualdad, por la modernidad y la razón, alejándose de tópicos, costumbres y lugares comunes que si en el siglo pasado fueron útiles hoy son una pesada carga para quien quiera representar posiciones de progreso en la socialdemocracia del siglo XXI.

Nicolás Redondo Terreros es miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.

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