El congreso peruano hundió a un presidente desinteresado en el juego político

El expresidente peruano Martín Vizcarra llega a su casa después de abandonar el Palacio de Gobierno tras su destitución en Lima el 9 de noviembre de 2020. (Luka Gonzales/AFP via Getty Images)
El expresidente peruano Martín Vizcarra llega a su casa después de abandonar el Palacio de Gobierno tras su destitución en Lima el 9 de noviembre de 2020. (Luka Gonzales/AFP via Getty Images)

En el Perú se requieren 87 votos en el Congreso para vacar (destituir) a un presidente. El lunes 9 de noviembre, Martín Vizcarra fue destituido con el respaldo de 105 legisladores, por presuntos indicios de corrupción en su anterior gestión como gobernador de la región de Moquegua, entre 2011 y 2014. El voto 87 lo dio Humberto Acuña, un legislador condenado en segunda instancia por el soborno a un policía, y cuya destitución el Parlamento no tramita hace dos meses.

La vacancia de Vizcarra es el epílogo de una confrontación entre coaliciones políticas que han estado en permanente tensión. Por un lado, grupos que pretenden pescar simpatías de cara a las elecciones presidenciales de 2021, enarbolando una lucha anticorrupción que no termina de ser verosímil, pues mide con diferente vara a los suyos. Por otro, Vizcarra hizo lo mínimo posible por negociar con las otras fuerzas y ser consciente de su escasez de aliados (su mayor soporte han sido voces sin representación parlamentaria). Como resultado, el Congreso vacó por primera vez a un presidente en democracia en el siglo XXI.

Los intereses particulares de fuerzas muy disímiles en el Congreso peruano se concertaron para generar una crisis que desestabiliza por tercera vez al país en un solo periodo de gobierno. Si desde 2016 debimos tener un presidente y un Congreso por cinco años, ahora tendremos tres presidentes, dos Congresos y una pandemia con efectos devastadores.

En octubre de este año, Vizcarra fue acusado de recibir sobornos por 2.3 millones de soles (unos 635,000 dólares), lo cual profundizó la crisis a su discurso anticorrupción, y motivó esta segunda moción de vacancia que se presenta en su contra. El resultado no se explica solo en función a las denuncias y los intereses de la oposición en el Congreso. Estos son ingredientes de una olla en la que la carne se ha estado cocinando por mucho más tiempo.

En el 2016, la candidata presidencial Keiko Fujimori fue derrotada por Pedro Pablo Kuczynski. Era la segunda vez que perdía una segunda vuelta presidencial. Lo que hizo su agrupación —con mayoría en el Parlamento— en los siguientes años fue una obstrucción sistemática de las políticas de Kuczynski, en compañía de sectores afines. Pero los errores en la administración del entonces presidente y las denuncias de corrupción que lo involucraron en el Caso Lava Jato terminaron con la dimisión de este, y el inicio del ciclo Vizcarra, en 2018.

La paz transitoria en la nueva etapa fue efímera, y pronto Vizcarra se enfrentó a la misma espiral de confrontaciones que terminó con el cierre del Congreso, en septiembre de 2019. Pero antes de eso, Vizcarra sometió a referéndum una demanda popular que terminaría pasándole factura: la no reelección de parlamentarios. La propuesta fue aprobada por amplísima mayoría, tan amplia como la votación que selló su destino este lunes.

Esta no reelección eliminó cualquier incentivo para que un congresista se haga responsable —al menos de cara a sus electores— de sus decisiones. Como en Macondo, la democracia peruana era tan reciente (18 años), que para mencionar algunos de sus elementos había que señalarlos con el dedo. Uno de ellos era la carrera política. Antes de esta decisión, y desde el retorno a la democracia, la tasa de reelección ha sido de un tercio de los congresistas. Ahora, la posibilidad de tener políticos profesionales ha desaparecido.

El cierre y la recomposición del Congreso para el periodo 2020-2021 no mejoró la relación entre el poder Ejecutivo y el Legislativo. Vizcarra, un presidente sin partido político, no buscó alianzas con otros partidos que le pudieran dar estabilidad, y mantuvo sus esfuerzos de negociaciones con fuerzas políticas en el mínimo nivel. Sin embargo, continuó gobernando con el apoyo de la popularidad que le generaba confrontar con el Congreso. Hasta octubre, según una encuesta de la empresa Ipsos, 78% de los peruanos estaban de acuerdo con que Vizcarra debía “continuar como presidente y ser investigado al concluir su mandato”.

Este Congreso, inexperto políticamente, nos ha quitado al presidente en medio de la pandemia del coronavirus, que ya ha infectado a más de 900,000 peruanos y que, según el Banco Mundial, ha llevado a “un descenso del Producto Bruto Interno de 17.4 % durante el primer semestre del 2020”. No toman conciencia del estancamiento del aparato público que habrá en los próximos meses en estas circunstancias.

Preocupa imaginar cómo será la gestión del Ministerio de Economía bajo un gobierno que nace de congresistas que no tendrán que cargar con la responsabilidad política de lo que ocurra desde ayer hasta el 28 de julio de 2021, pues no se presentarán a reelección.

Martín Vizcarra ha aceptado la decisión del Congreso de removerlo del máximo puesto de la nación. En las calles, sin embargo, el panorama es otro. En Lima, la capital, las movilizaciones comenzaron ese mismo lunes por la tarde, con cientos de manifestantes marchando en contra de la destitución de Vizcarra. Un día después, el 10 de noviembre, Manuel Merino, un empresario del norte del país y presidente del Congreso, asumió la presidencia.

En lo que puede ser la primera crisis del nuevo gobierno, individuos y organizaciones que defienden los derechos humanos, como Amnistía Internacional, ya han denunciado casos de abuso por parte de la Policía Nacional hacia manifestantes y periodistas, así como la detención de un menor de edad. Un día después de juramentar, el presidente Merino aún permanece callado.

Jonathan Castro es reportero político y de investigación. Actualmente trabaja en el diario ‘El Comercio’ de Perú.

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