El conocimiento, ¿valor o precio?

«Allá donde fabricábamos coches, ahora fabricaremos conocimiento», decía recientemente el alcalde de Barcelona a modo de fórmula mágica para superar la crisis que nos anega. Agotada la plusvalía que generaba el trabajador, se busca en la llamada sociedad del conocimiento un recambio a la altura de los tiempos.

Nadie duda de que la inversión en investigación, la mejora en la formación profesional o la reducción del fracaso escolar son estrategias fundamentales para hacer competitiva la economía. Los alemanes, que han crecido en el pasado annus horribilis al ritmo de un 4%, son la prueba de lo rentable que es no reducir el presupuesto de investigación y mimar el sistema de formación.

Pero sería un error confundir valor con precio como tienden a hacer los defensores de la famosa sociedad del conocimiento. Hace un par de décadas, Jean-François Revel publicó un agudo ensayo titulado El conocimiento inútil. Hay conocimientos que pueden resultar inútiles a corto plazo y que, sin embargo, son fundamentales para salir de la crisis. Son estos los que brillan por su ausencia en estos críticos momentos.

Lo que guía la reflexión contemporánea es la preocupación por cómo salir de la crisis y no el análisis de su naturaleza. Como si el crash financiero fuera el constipado ocasional de un modelo cuya bondad es incuestionable. Lo que en un momento se sostuvo sobre el ladrillo o el coche debe ahora sustentarse sobre el conocimiento. Pero ¿es sostenible ese modelo de consumo? Parecería lógico pensar que si los recursos de la tierra son limitados, habría que plantearse una forma de vida más modesta. Y si el empleo es un bien escaso, lo suyo sería renunciar al pleno empleo y planificar la distribución de ese escaso bien. Vivimos pegados al ordenador que viaja a la velocidad de la luz. A esa velocidad solo viajan las máquinas: ¿podemos tomar esa idea del tiempo como modelo de nuestro ritmo vital? Esa aceleración no hay cuerpo que la resista. Tenía razón el autor de El conocimiento inútil: ya sabemos mucho; ya nos hemos dado cuenta de lo absurdo de la prisa, de que el pleno empleo no volverá y que el planeta va muriendo, pero por extraños prejuicios no queremos darnos cuenta.

De la intelligentzia occidental cabría esperar que mirara la crisis de frente, antes de refugiarse en sus despachos privados para opinar sobre ella. Que tomara nota de los desperfectos, que oyera los gritos de los desahuciados, que midiera la amplitud de las frustraciones causadas o de los proyectos de vida abortados. Pero los intelectuales no han comparecido, aunque se les esperaba y se les espera.

La hondura de esas expectativas explica el éxito espectacular de un librito, con no más de 30 páginas, titulado Indignaos y del que se han vendido, en Francia, más de 600.000 ejemplares. Su autor, Stéphane Hessel, de 93 años, no es un nombre cualquiera. Antiguo resistente, condenado a muerte por los nazis, corredactor de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y abogado de muchas causas perdidas, ha tomado la pluma para denunciar la dictadura internacional de los mercados internacionales, la desigualdad creciente entre los que no tienen casi nada y los que lo poseen todo, las amenazas a la paz y la amnesia generalizada. El viejo intelectual ha expresado el malestar de nuestro tiempo, invitándonos a la indignación: «Deseo que halléis un momento de indignación. Eso no tiene precio. Porque cuando algo nos indigna, nos convertimos en militantes, nos sentimos comprometidos y entonces nuestra fuerza es irresistible». El libro, silenciado en un principio por los medios biempensantes, ha corrido como la pólvora de boca en boca hasta ser un fenómeno social.

El panfleto del nonagenario Hessel es un grito de protesta. Si ha conseguido conectar con tantos contemporáneos es porque expresa cómo están viviendo la crisis. El desencadenante de la justicia suele ser un gesto de indignación, un airado ¡no hay derecho! ante determinadas circunstancias. Lo sorprendente es la ausencia de un discurso que dé el debido valor teórico a todas esas experiencias de infelicidad que van de un extremo al otro del planeta. Los políticos deberían desconfiar de la aparente calma con la que se están encajando todas esas reformas estructurales que solo se justifican en función de la competitividad. Hay un malestar real y no hay una elaboración teórica a su altura.

Ortega y Gasset definía la existencia humana como un «vivir mejor», dando a entender que el ser humano no debía contentarse con satisfacer sus necesidades naturales, sino crearlas artificialmente para multiplicar el goce. Eso es lo que ha tocado techo. Entre el vivir mejor y sobrevivir malamente está el saber vivir a escala humana. Esa escala es la incógnita a la que debería aplicarse la sociedad del conocimiento. ¿Coches por ideas? Si importante es el I+D+i para mejorar nuestra competitividad económica, urgente es que acertemos con el tipo de vida que aguanta el planeta y la limitada existencia del ser humano. La crisis actual pone a prueba la capacidad crítica del conocimiento.

Por Reyes Mate, filósofo e investigador del CSIC.

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