Entre la visita judicial en la Moncloa, el gordo de la lotería fiscal para Cataluña y la operación salida de vacaciones, era fácil pasar por alto las perlas del BOE publicado el 31 de julio: subvenciones directas del Ministerio de Cultura, un plan contra la obesidad infantil, nombramientos y ceses de embajadores y el Real Decreto de creación del Consejo de la Productividad de España. Sí, leen bien: ya sabíamos que hay eventos culturales graciables por naturaleza, que los niños cada vez comen peor y que se envía a las antípodas a quien no tiene buenos contactos, pero esto de la productividad parece nuevo y extraño.
Tras las explicaciones del ministro de Economía, los medios de comunicación informaron, sin apenas comentarios y sin reparar casi en un diseño a mi juicio criticable. Estudiar en detalle un reglamento organizativo justo antes de iniciarse el mes de agosto suele costar algún disgusto familiar y ya se sabe, de morros no somos productivos. Hay que estar a lo que toca en cada momento; ahora playa, crema solar, sombrilla, chiringuitos y cervezas (hasta que se apruebe la Ley contra el alcohol). El PIB nacional parece depender más de esos factores que de las ocurrencias del Consejo de Ministros.
Que estamos ante otra reforma estructural desafortunada puede no ser noticia, pero su presentación como un portentoso avance parece sarcasmo. Más cuando se evoca una recomendación del Consejo Europeo de ¡2016!, ocho años antes de que a alguien se le ocurriera sacar este conejo mohoso de la chistera, quizás para disimular y que se hable de otra cosa. Los retrasos en la adopción de las directrices de las instituciones comunitarias son un modus operandi habitual, expresivo de la incapacidad de hacer las cosas en su momento, cuando pueden servir, y no procastinar para aprovechar luego golpes de efecto.
Si después de décadas dedicado a estudiar estos temas considero que este nuevo órgano presenta fallos y creará problemas es por el ascendiente gubernamental de su composición, demasiado evidente, aunque se elijan prestigiosos economistas. Ellas y ellos - insistencia extrema, casi obsesión en la igualdad de género- no podrán desvincularse del dedo que los señaló. Además, diez años de experiencia profesional me parecen muy pocos, en realidad los mínimos para alcanzar la condición de "experto" (o "experta", no quiero ser tildado de cavernícola).
Otra razón para desconfiar del nuevo órgano son las redundancias y solapamientos que suscita, sobre los que nada dice la norma de creación. La Constitución española prevé en su artículo 131.2 el Consejo Económico y Social, creado por ley y ahora ninguneado en funciones que quizás pueden corresponderle. También el Banco de España ha destacado por sus periódicos informes sobre cuestiones clave de la economía española. ¿Se trata de opacar el protagonismo del hasta ahora más independiente y pulcro regulador de nuestro sistema institucional?
La productividad española tiene varias asignaturas pendientes. Lo menos necesario es multiplicar las injerencias gubernamentales sobre su devenir, desplazando los pronunciamientos de organizaciones que ni hacen parte del nuevo Consejo, ni reciben subvenciones del Ministerio de Cultura, ni son obesas, ni tampoco infantiles.
Ricardo Rivero Ortega es catedrático de Derecho administrativo en la Universidad de Salamanca.