El consejo de Mae West

«¿Qué hacer cuando todo un mundo se desmorona de la noche a la mañana, cuando un código de certezas, tradiciones, lealtades, valores ideológicos y argumentos culturales que han sido transmitidos de generación en generación queda destruido como por ensalmo y los propios guardianes de sus esencias se despiertan desnudos entre las ruinas, mientras a su lado emerge poderoso un orden nuevo basado en el triunfo de cuanto les resultaba ajeno o más bien antagónico?».

Hace dos años traté de reflejar con este largo interrogante el profundo shock que conmocionaba a los cuadros y bases del PSOE cuando Zapatero anunció, en su comparecencia de aquel 10 de mayo ante el Congreso, que congelaba las pensiones, bajaba el sueldo a los funcionarios, bloqueaba la inversión pública y abarataba el despido. O sea, que renunciaba a su tantas veces proclamada «salida de izquierdas» de la crisis, entregaba la bandera de la socialdemocracia y se plegaba a aplicar las detestadas recetas de la disciplina fiscal para controlar el déficit.

Era el equivalente a la rendición de la Guardia Blanca ucraniana en la obra de Bulgakov que lleva ese nombre y que yo acababa de ver en el National Theatre de Londres. Una vez que el líder daba ese paso autodestructivo al hacer lo que reiteradamente había dicho que jamás haría, ¿qué opción les quedaba a los sufridos militantes, en medio de los cascotes de todo cuanto se había derrumbado? «Eliminad cualquier prueba de vuestra pertenencia a la Guardia Blanca e iros a casa», se les aconsejaba desde el escenario. Y eso es lo que hicieron los socialistas: se fueron a sus casas y no salieron de ellas ni el día de las elecciones municipales y autonómicas de 2010 ni el de las generales de 2011. Muchos todavía siguen escondidos.

¡Quién nos iba a decir que apenas dos años después nos iba a tocar vivir la misma experiencia traumática, la misma sensación de cataclismo, el mismo estado de hundimiento y confusión, sólo que en el bando contrario! Y, sin embargo, cada día que pasa desde el anuncio del plan de ajuste de Rajoy el mimetismo es mayor, en la medida en que entre los defensores de la libertad económica, la iniciativa privada, el estímulo del mérito y el premio del esfuerzo va cundiendo una profunda decepción, una desolación íntima y devastadora que les sume en la amargura, la depresión y el desistimiento.

A la hora de la verdad, la presunta respuesta liberal a los problemas de la economía de un Gobierno de centro derecha con mayoría absoluta ha sido primero subir sádicamente el IRPF, después subir desaforadamente el IVA y los impuestos especiales y, luego, amenazar con hacerles un traje a las empresas que aún puedan pagar el de Sociedades. Latigazo va, latigazo viene. Con saña, sin rigor y encima sin una utilidad clara. Ya vemos donde está la prima de riesgo. La diferencia respecto a lo que ocurría hace dos años, es que ahora ni siquiera se percibe ese «poderoso orden nuevo» cuya emergencia sustituiría un sistema de referencias por otro.

El 11 de julio de Rajoy fue el 10 de mayo de Zapatero. Reconoció, como él, que estaba incumpliendo sus promesas; admitió, como él, que estaba haciendo lo que no quería hacer; invocó, como él, un imperioso estado de necesidad fruto del descuadre de las cuentas públicas. Quien con tanta insistencia había tratado de suplir su falta de carisma, autoproclamándose sincero, serio y previsible, quedaba nivelado así en el nihilismo del «todos los políticos son iguales». Estremece repasar ahora el pasaje del «yo no soy como usted» en el debate televisado con Rubalcaba. Los ejemplos que puso el líder del PP fueron el IVA, las pensiones y los funcionarios. Ocho meses después, resulta que al menos en estas tres cosas -¿en cuántas más?- Rajoy «sí» es cómo Rubalcaba.

Siendo muy grave la erosión del prestigio presidencial cuando quedan más de tres años de legislatura por delante, mucho más terrible aún es la destrucción del extendido convencimiento de que el PP tenía la llave de la recuperación económica. La gran mayoría de sus votantes y muchos españoles que no lo serán nunca daban por hecho que Rajoy y su gobierno de políticos avezados y competentes repetirían la fórmula de éxito del 96 -entonces sí que no había ni para pagar las nóminas- imponiendo sacrificios al sector público, controlando implacablemente el gasto como lo hacía el profesor Barea desde su oficinita de Moncloa, dando facilidades de todo tipo a las empresas, bajando los impuestos como palanca de crecimiento y construyendo una política exterior que favoreciera nuestros intereses.

Este sueño se ha desvanecido. Rajoy no tiene la mirada del ojo del águila que descubrimos en Aznar, Rodrigo Rato lucha por evitar el banquillo tras haber culminado su efímera trayectoria como banquero presentando en el registro unas cuentas falsas sin auditar y al Gobierno sólo lo halagan los muy pelotas o los que, como siempre, tratan de taponar sus vías de agua con favores políticos. Total que, como decía aquella pintada de mayo del 68, «Dios no existe, Marx ha muerto y a mí me duele la cabeza».

Es verdad que el entorno económico internacional nos es mucho más adverso que hace década y media. Por eso, todos los intentos de recuperar la confianza de los mercados se estrellan contra la pertinaz fiebre galopante de la prima de riesgo. De ahí que cualquier estrategia de ajuste precise del complemento imprescindible de una política exterior vigorosa que al día de hoy debería volcarse en la denuncia de la irresponsabilidad con que la señora Merkel y la opinión pública alemana están torpedeando la consolidación de la zona euro.

España no puede seguir poniendo la otra mejilla cuando, con motivo o sin él -y que se lo digan al ministro Wert, última víctima de sus impertinencias-, la canciller nos zurra la badana cada vez que puede. El camino emprendido por Rajoy en la cumbre de Bruselas debe de tener continuidad, sumando los mayores compañeros de viaje posibles, hasta que el BCE ejerza de prestamista de último recurso y exista una solución europea al problema de la deuda. No hay que manifestarse ante La Moncloa, sino ante la embajada alemana.

Pero, en última instancia, el futuro dependerá de que se adopten reformas capaces de recomponer nuestro Estado fallido. Mientras la intervención de Bruselas no sea completa, Rajoy y su Gobierno aún tienen la posibilidad de enmendar sus yerros cogiendo el «dilema cornudo» -así denominan los lógicos la elección entre dos alternativas malas- por el peligroso filo de sus astas. El drama no es que la calle hierva contra las medidas, sino que las medidas no sirvan para arreglar los problemas de la calle.

Cualesquiera que sean las cifras que se manejen, la tara insoportable del ajuste en marcha es que se basa mucho más en la hipotética aportación de la subida de impuestos, que en el cierto ahorro del recorte de gastos. Lo mismo que hubiera hecho el PSOE. Y ello es consecuencia de que, en lugar de afrontar el conflicto con los nacionalistas y algunos de sus propios barones que implicaría la reforma del Estado, Rajoy prefiere pasar por el humillante trance de ser vapuleado y desafiado por unas autonomías a las que a la vez inyecta el oxígeno de los créditos del ICO y hasta la nueva pedrea de la Lotería. Es una lástima que los pícaros que le describen exhalando aromas churchillianos no aprovechen para recordarle que cuando se elige la degradación a la guerra -nada nos hace tanto daño fuera como la creciente sensación de que las Comunidades se ríen del Gobierno-, suele asumirse lo uno sin evitar lo otro.

El fatalismo con que Rajoy explicó el miércoles en la sesión de control que el destino le había situado en la tesitura de «elegir entre un mal y un mal peor», nos remite a aquella cita de las odas de Horacio que Antonio Alcalá Galiano evocó, también en sede parlamentaria, en un momento crítico de la Historia de España: «Si fractus illabatur orbis impavidum ferient ruinae». Sí, puede parecer digno de admiración aquel gobernante estoico del que quepa pronosticar que «si el mundo se desplomara, las ruinas le alcanzarían impávido», pero yo preferiría uno capaz de evitar que eso sucediera. El crepúsculo de los dioses sólo es placentero si se tienen buenas entradas en el patio de butacas.

Seguro que existen otras propuestas para que el Gobierno recupere el control del timón en medio del mar de los acontecimientos, otorgue un sentido a los sacrificios exigidos y reconstruya el respaldo de una amplia mayoría social. Pero como sus tímidos patrocinadores no se deciden a hacerlas públicas, yo concretaré la mía de la forma más esquemática posible para que conste que ni siquiera una migraña existencialista me priva de arrimar el hombro.

1.- Rajoy debería proponer al PSOE entablar negociaciones para reformar la Constitución en aras de dotarnos de un Estado más reducido, cohesionado, eficiente y barato, dándole 15 días de plazo para contestar.

2.- Si la respuesta fuera afirmativa, los dos grandes partidos deberían fijar un tope de tres meses para alcanzar acuerdos e intentar incorporar al mayor número posible de minorías a ese consenso.

3.- Si la respuesta fuera negativa, el Gobierno debería presentar en esos mismos tres meses una batería de leyes orgánicas que, apurando los límites constitucionales, supusieran avances en la buena dirección.

4.- En cualquier caso, Rajoy debería convocar a los máximos órganos del PP para debatir y adoptar la aplicación unilateral de medidas de esa índole en todas sus Comunidades y Ayuntamientos.

5.- Tales medidas deberían incluir la supresión antes de fin de año de toda embajada autonómica que no esté integrada en la representación diplomática española, de todas las televisiones autonómicas que no pertenezcan a comunidades con lengua propia, de todos los defensores del pueblo regionales, de todos los órganos consultivos autonómicos y de todas las empresas públicas con pérdidas estructurales. Igualmente, deberían incluir reducciones del número de consejeros, altos cargos y diputados autonómicos equivalentes, como mínimo, al 30% fijado para los concejales.

Como decía un amigo del sector de la publicidad, «esto son peces». Pescarlos no garantiza que vayamos a tener éxito porque ya hemos dicho que hay factores clave que no dependen de nosotros. Pero continuar impávidos mientras juguetean entre las olas a costa nuestra hace mucho más probable el fracaso.

¿Hay alguna posibilidad de que se ponga en marcha algo parecido a esto? El «no» de Rajoy ya lo tenemos y parece imposible que haga nada a propuesta de un periódico. Mi única esperanza reside, sin embargo, en que se dé cuenta de que, planteadas las cosas como él lo hizo, Mae West le daría el mismo consejo: «Cuando tengo que elegir entre dos males, siempre prefiero aquel que no he probado aún».

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *