El Consejo y el juez natural

El declinante Consejo General del Poder Judicial es noticia, como siempre, por las peores razones. Ahora, la manipulación del escalafón para incidir en la composición de la "Sala del 61": un gravísimo atentado al derecho al juez natural. Realmente sólo una más en la cadena de vulneraciones que este principio constitucional, en particular su esencial filosofía de fondo, padece entre nosotros. Singularmente, en las prácticas del Consejo.

Aunque su significación suele reducirse a la mera exigencia formal de predeterminación legal del juez, ésta es sólo el medio para un fin: tratar de la manera más objetiva el dato de la legítima diversidad de las actitudes político-culturales de los jueces.

Los jueces, en esto, no son fungibles. No es indiferente su concreto perfil, sobre todo en asuntos legislativamente abiertos. Algo frecuente en momentos sociales conflictivos; y en contextos legales complejos con algún déficit de coherencia interna. Todo hace que el juez-intérprete, en ocasiones, deba optar, en un marco de relativa indeterminación normativa, para decidir. Operación en la que jugarán un papel relevante sus actitudes y personal bagaje intelectual. Basta pensar en cuestiones como la problemática del embrión. Aquí no será indiferente para la solución del caso que el juzgador parta del presupuesto de que la vida es un don divino y de que aquél es en realidad persona, como si ésta fuese una connotación natural y atinente a la biología y no el resultado de una opción religiosa, es decir, ideológica. Pero no sólo las actitudes religiosas, también las políticas inciden en el trabajo judicial. De ahí lo importante de saber que el supuesto angelismo del apolítico sólo es, en el mejor de los casos, una forma de falsa conciencia.

Pues bien, para la adecuada administración de estas variables existen ciertos recursos legales y organizativos. Pero, siendo tan personales e inaprensibles, al respecto juega un papel relevante la sensibilidad de conciencia del juez. Su honestidad intelectual, la voluntad de poner distancia autocrítica en relación con las propias convicciones, y de objetivar éstas en el momento de justificar sus tomas de posición, en la sentencia.

El principio a examen mira a distribuir de la forma más aleatoria y tendencialmente objetiva tales legítimas, inevitables, diversidades. A fin de evitar toda posible manipuladora selección ad hoc, se predetermina la formación de los tribunales y se establecen criterios para la mecánica asignación de las causas. Un terreno en el que aquí hay evidentes deficiencias de tratamiento. Lo prueba el nada edificante episodio de la convocatoria -cual si de una asamblea de facultad se tratase- del pleno de sala que decidió sobre la situación de De Juana Chaos, en la Audiencia Nacional.

Como evidencia este incidente, la materia en cuestión no sólo se juega en el terreno de las normas. Tiene una consistente dimensión cultural: de cultura constitucional de la jurisdicción. Esto lleva necesariamente al Consejo y sus malas prácticas.

El Consejo debería actuar como un diafragma desactivador de las instancias y pulsiones directamente políticas que confluyen sobre la administración de justicia; contribuyendo a crear el espacio adecuado para una política judicial serena y eficazmente orientada a promover el más independiente ejercicio de la jurisdicción. Evitando interferencias ajenas y las que pudieran tenerle a él mismo como actor; y acomodando su gestión del estatuto judicial a pautas exquisitamente funcionales a los valores de aquélla. Por ejemplo, en materia de nombramientos discrecionales tendría que objetivar criterios de estimación sólo orientados a evaluar la capacidad y el mérito bien acreditados en el ejercicio profesional. A considerar únicamente los indicadores de aptitud y disposición en tema de independencia, de equilibrio personal, de rigor inductivo en el tratamiento de las cuestiones de hecho, de corrección técnico-jurídica al operar con las de derecho, de calidad y transparencia de la motivación de las resoluciones, de laboriosidad... Al actuar de este modo, las otras variables, las integrantes del perfil político-cultural del juez, serían objeto de una selección implícita, dotada de cierta aleatoriedad tendencial, pues no jugarían directamente. Y, menos aún, previamente.

Pero el Consejo se rige en esta materia por el criterio rigurosamente opuesto. De ahí la endémica negativa a reglamentar el uso de la propia discrecionalidad; que los valores profesionales tengan para él un valor tan secundario; que cada grupo de vocales administre su cuota de nombramientos con total opacidad, y de forma que el factor político y las relaciones clientelares ocupan, con la mayor frecuencia, todo el espacio. No sólo no es obstáculo a aquellas perturbadoras influencias externas, sino que las canaliza hacia el interior de la magistratura.

Hay tendencia a discurrir sobre este asunto en clave de buenos y malos. Un criterio inaceptable. Cierto que en otras materias se dan diferencias de actitud, en ocasiones nada despreciables, en los dos grupos concurrentes; y que, en este mandato, el mayoritario ha cosechado auténticos récords de negatividad. Pero, en el tema objeto de estas líneas, en el Consejo no hay buenos. Las prácticas de los dos sectores en que sistemáticamente se rompe, expresan la gravísima patología del (anti)modelo vigente. Es el efecto de la dinámica de fondo: la inútilmente cuestionada colonización partitocrática de la malhadada institución, que no sólo pervierte a los vocales de procedencia extrajudicial. Por eso, la manipulación escalafonal comprobada, siendo grave, sería apenas un caso más de insidiosa presencia de lo peor de la política en el terreno de la jurisdicción.

Perfecto Andrés Ibáñez, magistrado.