El consenso y la partitura

Por Juan Antonio Sagardoy Bengoechea, de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación (ABC, 09/09/04):

Resulta evidente que los gobiernos actuales, sobre todo en los países de la Unión Europea, han cambiado profundamente sus modos. Se ha pasado de la «auctoritas» al «placet», a la búsqueda de un consentimiento de los gobernados por las normativas puestas en práctica.

Evidentemente, la comunicación política, como afirma Cotteret, asegura la adecuación entre los gobernantes y gobernados por un cambio permanente de información, a la vez que asegura o, al menos, promueve la legitimación de la autoridad de los primeros sobre los segundos. De ahí que la comunicación política sea deseable y útil. Pero no sólo en su sentido coercitivo -de transmisión de mandatos-, sino también, y sobre todo, en su vertiente persuasiva, de búsqueda de una aceptación de dichos mandatos que emanan del sistema político. En esta nueva vertiente, el papel de los gobernantes se incardina en la propuesta de nuevos valores, de nuevos símbolos, de nuevos estilos de vida. Esto se da, fundamentalmente, en los tiempos de cambio político, en los que la comunicación, a través de los medios institucionales y personales, juega un papel decisivo, siendo difícil separar la información de la propaganda.

Que la comunicación -en sus dimensiones cualitativa y cuantitativa- es algo necesario para la necesaria estabilidad social, es algo evidente. Máxime en nuestros tiempos, en los que hemos pasado de un estado liberal a uno fuertemente intervencionista, en el que las decisiones políticas tienen un fuerte, y casi universal, impacto en la vida cotidiana de los ciudadanos. Y en esas decisiones políticas, tienen -o deberían tener- un papel preponderante los valores éticos que una sociedad precisa. Desgraciadamente, como sigue diciendo Cotteret, y lo decía en 1973, el desarrollo de los medios de comunicación ha contribuido poderosamente a la desvalorización de los valores, hasta convertirlos en valores ómnibus, es decir, de escasa entidad, de modo que la «pureza» de un valor es inversamente proporcional al número de personas que se adhieren a él.

Pues bien, los gobiernos tienden a convertir en regla primigenia de gobierno la búsqueda del consenso, el aplauso mediático, la adhesión popular. Todo ello, no sólo está muy bien, sino que sería lo deseable en toda decisión política: que fuera fruto de la concertación de los afectados, bien recibida por todos los medios de comunicación, y aplaudida por los ciudadanos. Pero el problema reside cuando la medida es «impopular», es decir, cuando no hay acuerdo, no es bien recibida, e incluso disgusta a la población. ¿Qué hacer entonces? Desde luego el acierto en tales circunstancias es el que da la talla de los gobernantes. La historia nos muestra cómo algunas decisiones impopulares -sobre todo en el terreno de la racionalización económica- han dado luego unos frutos de largo alcance, y cómo, al contrario, medidas «blandas», acomodaticias y bien recibidas, porque no suponían sacrificio alguno, han sido la causa de importantes y constatables desastres.

Los estados totalitarios, y no sólo los dictatoriales, sino también los que practican el despotismo ilustrado, son abominables, entre otras poderosas razones porque ignoran y pisotean lo que tenemos de mayor valor: nuestra dignidad humana. Pero un estado que funcione sin rumbo, sin principios claros, sin una serie de valores directivos, es un estado ruinoso, que acaba arruinando nuestra vida. Hay que encontrar sistemas en los que se cuente con la voluntad de los ciudadanos, por los resultados positivos que ello puede tener, sobre todo, respecto a la paz social. Pero, hoy por hoy, la democracia en todos los países libres desarrollados es una democracia representativa, que sólo en casos excepcionales utiliza el referéndum. El sentir popular se expresa en las urnas, de un modo periódico, con dos claros mensajes: el primero, que es bien visto el programa político de los ganadores; y el segundo, que si no se cumple, posiblemente, no se le vote en la próxima ocasión.

En España tenemos, en los momentos actuales, temas de gran calado que nos afectan -y sobre todo nos van a afectar en el futuro- de un modo trascendente para nuestra vida. Y tanto en el terreno laboral, como, sobre todo, en el puramente político, de configuración del Estado a través del diseño constitucional. En el primer aspecto, como he dicho en otras ocasiones, la concertación social a través de los Acuerdos Marco y de la propia negociación colectiva, es consustancial a unos parámetros, no sólo democráticos, sino, sobre todo, de eficacia de la norma, que en el Derecho del Trabajo no es un grano de anís. Pero la búsqueda de la concertación no significa, ineludiblemente, que su ausencia conlleve el abandono del proyecto. El Gobierno debe gobernar en función de los intereses generales. Y si esos intereses no se corresponden con el deseo de los ciudadanos, éstos se lo dirán en la próxima convocatoria electoral. En nuestra historia, algunas reformas del Estatuto de los Trabajadores, especialmente la llevada a cabo en 1994, por el Gobierno socialista, fue un ejemplo de lo que era necesario hacer, aunque el hacerlo supusiera un importante desgaste para el Gobierno. Y lo que plantea actualmente el Gobierno alemán, encabezado por Schröeder, es otro ejemplo de evidente calado. Francia, por el contrario, sigue siendo muy renuente a emprender reformas estructurales en el campo socio-laboral. El tiempo dictaminará.

Y en cuanto a los temas trascendentales de la configuración del Estado, pienso que ahí, más que en ninguna otra materia, es absolutamente preciso que el Gobierno tenga una partitura, un proyecto, una idea precisa, como es de esperar que la tenga. De lo contrario, es como pedir a una orquesta que toque sin libreto. A su aire. Hay que dar, a los que vayan a opinar, negociar y, si es posible, concertar, una ponencia con las líneas generales, al menos, del empeño. Que luego se cambie, se retoque o se enriquezca es deseable, pero que antes haya un proyecto a discutir parece imprescindible, en una labor responsable de Gobierno que, lógicamente, todos deseamos.