El escritor satírico Karl Kraus observó en 1899 que en su Austria natal, «cuando se viola la constitución, la gente bosteza». Hasta qué punto afectó a los austríacos la denuncia de la semana pasada por corrupción contra el canciller Sebastian Kurz no está claro. Pero el contenido de las acusaciones (y la filtración pública de un intercambio de mensajes vulgares entre Kurz y colaboradores) fueron lo bastante serios como para que sus (siempre algo improbables) socios de coalición, los Verdes, se sintieran obligados a promover su destitución.
Hay un consenso general en que la caída de Kurz tendrá consecuencias fuera de Austria: a su forma de hacer política se la presentó como un modelo para los partidos de centroderecha europeos, sobre todo en Alemania, donde la dramática elección del mes pasado sembró el desconcierto en las filas de los democratacristianos. Pero el «kurzismo» no ha sido más que estilo y táctica; no aportó ideas políticas nuevas o tan siquiera una alianza sostenible de fuerzas sociales. Peor aún, el modelo de Kurz es lisa y llanamente peligroso para la democracia.
Con apenas 35 años de edad, Kurz ya cuenta con la distinción de haber sido excanciller dos veces. Siempre fue el más joven y el más rápido: ministro de asuntos exteriores a los 27, canciller a los 31. También fue rápido a la hora de cambiar de posturas políticas: liberal al principio, se volvió intransigente en política migratoria y para los refugiados; en la práctica, copió y contribuyó a popularizar las ideas del ultraderechista Partido de la Libertad (FPÖ por la sigla en alemán), con el cual formó coalición en 2017. En 2000, la formación de un gobierno similar en Austria había generado alarma en toda Europa. Pero la segunda vez, Hungría y Polonia ya habían iniciado un proceso de autocratización entre los estados miembros de la UE, y la creación de la coalición de Kurz sólo provocó bostezos.
Esta nueva aceptación de la ultraderecha es una tendencia general en toda Europa, una de cuyas razones es la falta de ideas en los partidos de centroderecha. Se habla hace años de una crisis terminal de la socialdemocracia, pero es una crisis que el proverbial hombre (o mujer) de la calle podría describir a grandes rasgos. No puede decirse lo mismo de las fuerzas de centroderecha; los democristianos, en particular, ya no impulsan la integración europea ni ofrecen un modelo distintivo alineado con la doctrina social de la Iglesia Católica para la mediación de conflictos entre el capital y la mano de obra.
Incluso tras la caída del Muro de Berlín, se apoyaron en una estrategia propia de la Guerra Fría: ser un centro moderado que actuara como baluarte contra el comunismo. Pero como descubrió hace unas semanas la Unión Demócrata Cristiana (CDU) de Alemania, las advertencias contra la amenaza roja ya suenan tan poco creíbles que se las considera señal de desesperación y bancarrota intelectual.
Kurz no resolvió el problema del conservadurismo sin atributos. Pero fue un maestro de las relaciones públicas: reconvertir el sosegado Partido Popular Austríaco (ÖVP) en un «movimiento» daba idea de dinamismo juvenil. Un «movimiento» hace pensar en entusiasmo de base y participación. Pero la realidad fue todo lo contrario: lo que Kurz vendió como un «nuevo estilo» consistió en que el ÖVP aceptara ponerse bajo sus órdenes. Los ancianos del partido le dejaron elegir candidatos y fijar la dirección programática de lo que pasó a denominarse la «lista de Sebastian Kurz». Esta no fue un partido popular reinventado para un tiempo nuevo: fue, y sigue siendo, un partido unipersonal.
Es probable que mucha gente, dentro y fuera del ÖVP, haya visto con agrado el liderazgo de Kurz después de 2017. Al fin y al cabo, contrastaba con las eternas discusiones de las grandes coaliciones entre socialdemócratas y democristianos en la política austríaca de la posguerra. Y aunque el ÖVP llevaba mucho tiempo dividido por rivalidades entre los viejos caudillos (varones) que controlaban los estados federales, el equipo de Kurz mostró disciplina, adherencia a la línea del partido y un excelente dominio de los socios de coalición, fueran de ultraderecha o de izquierda. Si las acusaciones de las autoridades anticorrupción son ciertas, también fueron hábiles en manipular a la prensa y azuzar la confrontación política mientras sirviera a las ambiciones de su líder.
Los teóricos del derecho y de la democracia no se equivocan cuando dicen que los partidos internamente autocráticos son propensos a mostrar tendencias autocráticas en el gobierno. De hecho, Kurz se copió una página del manual del primer ministro húngaro Viktor Orbán, con sus frecuentes ataques a los medios independientes y a la justicia (y como Silvio Berlusconi, presentándose como la víctima inocente de una vasta conspiración de un inicuo establishment de izquierda).
Kurz no tuvo el mismo éxito que Orbán, pero sería prematuro concluir que al oeste de la antigua Cortina de Hierro la continuidad del centro está asegurada. El mismo Kurz, que prometió hacerse a un lado (pero no prometió volver al llano), acaba de ser elegido líder del bloque parlamentario de su partido, con un 98,7% de apoyo en una votación secreta; justo lo que cabe esperar cuando en un partido se aniquila cualquier semblanza de democracia interna (hazaña que no logró ni siquiera el expresidente estadounidense Donald Trump, aunque haya convertido el Partido Republicano en un culto a su persona).
En Alemania, es probable que en los próximos años la centroderecha esté bajo dominio de Markus Söder, líder de la Unión Social Cristiana (CSU), el partido bávaro aliado de la CDU; es al menos tan despiadado como Kurz, e igual de oportunista. El venerable líder democristiano Wolfgang Schäuble hizo todo lo posible para evitar que Söder fuera el candidato de la alianza al puesto de canciller de Alemania en la última elección, por temor a que Söder, siguiendo el modelo de Kurz, desvirtuara y terminara destruyendo el partido.
Los democristianos, y las fuerzas de centroderecha en general, tienen que reconsiderar lo que representan (más allá de una pretensión de competencia tecnocrática). Y tienen que decidir dónde trazar la línea que los separe de la ultraderecha. La alternativa, como muestra a las claras el ejemplo de Kurz, es un modo de hacer política cuasiautoritario, que ve en instituciones democráticas como la justicia y la prensa libre un molesto obstáculo a la voluntad de un líder carismático y popular.
Jan-Werner Müller, Professor of Politics at Princeton University, is a fellow at The New Institute, Hamburg. His most recent book is Democracy Rules, (New York, Farrar, Straus and Giroux, 2021, London, Allen Lane, 2021). Traducción: Esteban Flamini.