El Constitucional no es el juzgado de guardia

Solamente un embaucador o un ingenuo puede sostener que la última ocurrencia legislativa, presentada súbitamente por el partido en el poder, no está dirigida, de manera premeditada, contra las iniciativas del presidente de la Generalitat, el Parlamento catalán y otros partidos e instancias sociales, encaminadas a poner en marcha la hoja de ruta para llegar a una declaración de independencia.

Nuestros neófitos políticos, posiblemente expertos en tejemanejes jurídicos, pero carentes de la necesaria finura que se debe exigir a los que se dedican al noble arte de la política, parece que ignoran que el antagonismo y los desacuerdos con Cataluña vienen de muy lejos y han basculado negativamente sobre la vida política española, sobre todo desde comienzos del siglo XX. Se puso de relieve en el pacto de San Sebastián (1929), en el que los firmantes se comprometen a instaurar la República en España, teniendo en cuenta las circunstancias especiales que concurren en Cataluña.

Algunos de nuestros políticos, carentes de habilidades dialécticas, han decidido, desde hace tiempo, que la ley, sólo la ley y la dura ley —principio muy querido por todos los fascismos que nos han precedido—, puede solucionar los problemas políticos, olvidando que los valores del consenso, el diálogo, la libertad ideológica y la libre decisión están por encima de los corsés legales. Mucho más cuando estos se confeccionan urgentemente en horas veinticuatro.

Es cierto que el incumplimiento de las sentencias puede quebrar el Estado de derecho. Pero no solo las del Tribunal Constitucional , sino también las que dicten el resto de los tribunales que forman parte del Poder Judicial, entre los que no se encuentra el Constitucional. El alarmismo carece de justificación. El Gobierno sabe o debe saber que por lo menos el 50% de las sentencias de los tribunales contencioso administrativos, ordenando la demolición de construcciones ilegales, no se cumplen; y hasta el momento no se ha resquebrajado el Estado de derecho ni por supuesto la estructura de los edificios irregulares.

El contenido de la proposición de ley orgánica es el fiel reflejo de la incapacidad del Gobierno de afrontar la cuestión catalana con otras alternativas políticas como las que nos brindan Canadá y Escocia. Esta precipitada e irreflexiva proposición de ley, si sale adelante, acabará con el Tribunal Constitucional y con la arquitectura política de nuestro sistema democrático. Uno de nuestros juristas más prestigiosos, Francisco Rubio Llorente, ha sido tajante al enjuiciar la reforma. “Es un día de luto, la reforma del PP aplastará al Tribunal Constitucional”. Creo que no exagera.

Algunas de las reformas de la ley Orgánica del Tribunal Constitucional son absolutamente innecesarias porque ya están previstas; y otras producirán efectos contrarios a los deseados. Comienza anunciando la modificación del artículo 83, cuando en realidad se trata del artículo 80. Malos principios, aunque reconozco que el error es irrelevante y subsanable.

Recuerda solemnemente que todos los poderes públicos están obligados al cumplimiento de lo que el Tribunal Constitucional resuelva. Como diría un castizo: ¡pues faltaría más! Para eso está el delito de desobediencia, si es que procediera. Alguien ha tenido la ocurrencia de introducir, como novedad, que las sentencias y resoluciones del Tribunal Constitucional tendrán la consideración de títulos ejecutivos. Para los no versados en derecho aclaro: lo mismo que todas las sentencia firmes, las escrituras públicas y las pólizas mercantiles.

Pero los problemas de constitucionalidad de esta ley comienzan cuando sostiene que las medidas de ejecución se pueden adoptar sin dar audiencia a las partes. Es decir, vulnera las garantías constitucionales. Pienso que lo más grave viene a continuación. Impone multas que denomina coercitivas. Dejémonos de juegos semánticos: tienen carácter sancionador, como las multas penales. Por cierto, su cuantía máxima es muy inferior a la que se puede imponer a un manifestante irascible. La suspensión de funciones, digan lo que digan, es una pena privativa de derechos contemplada en el Código Penal. Como toda pena tiene una duración temporal cuantitativamente determinada. Las penas indeterminadas son inconstitucionales.

Y queda la traca final. Toda persona condenada a multa coercitiva o suspensión de funciones debe tener acceso a un recurso ante un tribunal diferente del que impuso la sanción. La reforma no lo contempla. La ley Orgánica del Poder Judicial atribuiría la competencia a la Sala de lo Contencioso Administrativo del Tribunal Supremo. Es decir, el Tribunal Supremo se convierte en censor del intérprete supremo de la Constitución. Todavía hay tiempo para corregir este dislate.

José Antonio Martín Pallín es abogado de Lifeabogados, magistrado emérito del Tribunal Supremo y comisionado de la Comisión Internacional de Juristas (Ginebra).

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