El Constitucional y el Estatut

La clase política está pendiente de que se produzca el pronunciamiento del Tribunal Constitucional sobre los recursos de inconstitucionalidad interpuestos contra el nuevo Estatuto de Autonomía de Cataluña. Es evidente que la sentencia que resuelva esos recursos será, sin ningún género de dudas, una de las más relevantes de las alumbradas por el Tribunal en sus casi tres décadas de existencia. Los efectos jurídicos y políticos de la misma (con independencia del fallo) serán notables. Ello puede explicar, pero en modo alguno justificar, las presiones a las que está siendo sometido el Tribunal. Presiones que -dada la independencia de los magistrados- estoy convencido de que no sólo son inútiles sino que probablemente puedan resultar hasta contraproducentes.

En un escenario plagado de amenazas más o menos veladas de rebelión, e incitaciones a la desobediencia y al no acatamiento de una posible futura sentencia adversa, considero especialmente preocupante la difusión de la tesis de que el Tribunal Constitucional carece de legitimidad para pronunciarse sobre el tema. De lo que cabe deducir que su sentencia no debería ser cumplida en caso de que supusiera un recorte del Estatuto. Según esta tesis, que fue proclamada alto y claro en la última Diada (Montila, Saura) el Estatuto es un 'pacto político' que no puede ser objeto de revisión o de control. Algún ilustre jurista (Pérez Royo) ha llegado a sostener que las Cortes Generales, y nada más que las Cortes, son el guardián de la constitucionalidad del Estatuto y que, por tanto, su decisión no puede ser revisada por nadie.

Dicha tesis es jurídicamente absurda puesto que nuestro ordenamiento prevé expresamente el control de constitucionalidad de las Leyes Orgánicas que aprueban los Estatutos de Autonomía. Y políticamente inconsecuente porque atribuye a las Cortes Generales la doble condición de juez y parte. En todo caso, lo más grave es el cuestionamiento de la legitimidad del Tribunal, que en ella subyace. Cuestionamiento que otros basan en la afirmación de que el fallo del Alto Tribunal será, en todo caso, una 'decisión política'. Ante este confuso panorama resulta obligado recordar dos cosas. En primer lugar, que la legitimidad del Tribunal Constitucional procede de la propia Constitución. Y en segundo lugar, que, aunque su decisión produzca efectos políticos, tiene que estar basada en argumentos jurídicos.

El Tribunal Constitucional es un órgano político por la forma de designación de sus miembros y por la función que desempeña: la defensa de la Constitución. Ahora bien, es un órgano jurisdiccional por la forma en que lleva a cabo su tarea. Esto quiere decir que tiene que resolver conforme a Derecho, con criterios de constitucionalidad y no de oportunidad. Como advertía Francisco Tomás y Valiente, no es un árbitro llamado a dirimir contiendas según su leal saber y entender, sino un órgano constitucional de naturaleza jurisdiccional que tiene en el Derecho su instrumento y su límite. Jurídicamente su tarea es fácil de comprender. Debe velar por que los poderes constituidos, especialmente las Cortes Generales, no quebranten la Constitución. El Tribunal actúa a instancia de un sujeto legitimado (Presidente del Gobierno, Defensor del Pueblo, Comunidad Autonóma o minoría parlamentaria), realizando una comparación entre la obra del legislador y la Constitución. Si no hay contradicción entre ambos textos, el Tribunal desestima el recurso planteado. De existir contradicción, el Tribunal anula el precepto legal de que se trate. Dicho con otras palabras, de lo que se trata es de evitar que mediante una Ley ordinaria o una Ley Orgánica, las Cortes Generales -eludiendo la utilización de los procedimientos democráticos de reforma- lleven a cabo la reforma de la Constitución o, simplemente, la contradigan.

Con un ejemplo se entenderá mejor. Para modificar el artículo 2 de la Constitución que define a España como una nación política única integrada por nacionalidades (naciones culturales) y regiones, es preciso utilizar el artículo 168 CE. Lo que no se puede es modificar ese precepto constitucional mediante una Ley Orgánica que es lo que el Estatuto hace. Esa operación es ilegítima no por su finalidad o resultado sino por el procedimiento por el que se ha llevado a cabo.

La legitimidad del Tribunal Constitucional reside, por tanto, en la función que realiza. Defendiendo la supremacía de la Constitución sobre la ley, se garantiza el principio democrático según el cual la voluntad del pueblo, titular del Poder Constituyente, debe prevalecer sobre la voluntad de los poderes constituidos (Cortes Generales y otros). Por ello, el Tribunal ha sido acertadamente definido como el guardián de la voluntad del Poder Constituyente del pueblo.
Frente a esta argumentación, la objeción consistente en enfrentar a esta legitimidad democrática, otra -igualmente democrática-, cual es el referéndum de aprobación del Estatuto en Cataluña, carece de fundamento. Y no sólo por la muy escasa participación ciudadana en aquel, sino, sobre todo, porque lo que el principio democrático exige es que lo que a todos afecta sea por todos decidido. Y esto es precisamente lo que el Tribunal tiene que determinar: si el Estatuto supone o no una reforma de la Constitución porque de ser así, evidente resulta que una fracción del pueblo español carece de legitimidad para reformar la Constitución de todos.

Cosa distinta es que esto conduzca al Tribunal a un enfrentamiento directo con el cuerpo electoral de Cataluña. Esto es algo que podía y debía haberse evitado. En el siglo XXI, cualquier diseño de la Justicia Constitucional debería impedir que el Tribunal Constitucional se pronuncie sobre normas ratificadas en referéndum. Ello es fácil de conseguir. Basta establecer un recurso previo de constitucionalidad, preceptivo, para todas aquellas normas que requieren ratificación popular (Estatutos de Autonomía y Reformas constitucionales). El control debería llevarse a cabo, siempre, antes de la celebración del referéndum. Ahora bien, lamentablemente, no es ese el diseño de nuestra jurisdicción constitucional. Por el contrario éste parece conducir a un hipotético conflicto de legitimidades, la de la Constitución y la de los cuerpos electorales que ratifican los Estatutos. Pero el conflicto fácilmente se resuelve a favor de la Constitución, porque el cuerpo electoral de una Comunidad Autónoma, guste o no, no deja de ser un poder constituido del Estado. En todo caso, éstas son las reglas del juego y mientras no se modifiquen todos debemos acatarlas.

En este contexto hay que ubicar los recursos de inconstitucionalidad interpuestos contra el nuevo Estatuto de Autonomía de Cataluña. El Tribunal Constitucional debe resolver los recursos de inconstitucionalidad planteados por el Partido Popular y por el Defensor del Pueblo contra gran parte de las disposiciones del nuevo Estatuto (referencia a la nación en el Preámbulo, blindaje competencial, bilateralismo, regulación del poder judicial, financiación, regulación lingüística, etcétera). Se trata de recursos basados en las numerosas objeciones que la doctrina iuspublicista española (constitucionalistas y administrativistas) venía planteando a la nueva configuración del Estatuto. Sus argumentos, obviamente, podrán y deberán ser discutidos, pero en modo alguno se podrá afirmar que son infundados o inconsistentes. Al contrario, el encaje constitucional de muchas disposiciones del Estatuto catalán es más que dudoso. Al Tribunal Constitucional le corresponde pronunciarse sobre todas y cada una de las cuestiones controvertidas, y, desde esa perspectiva -y salvo que opte por eludir su alta responsabilidad, dictando una sentencia interpretativa que sólo sirva para espesar la confusión- la sentencia que dicte nos aportará mucha luz y nos despejará bastantes dudas. Además, y ahí está su capital importancia, debería servir para establecer una doctrina clara sobre los límites constitucionales que las reformas estatutarias no pueden franquear.

Poner en cuestión la legitimidad del Tribunal Constitucional para anular aquellos preceptos del Estatuto de Cataluña que supongan una reforma de la Constitución Española de 1978, es defender el gobierno de los hombres frente al gobierno de las leyes. O para decirlo con mayor claridad y contundencia, optar por el despotismo frente a la libertad.

Javier Tajadura Tejada, profesor titular de Derecho Constitucional UPV-EHU.