El contagio de la desinformación

La semana pasada se publicó un artículo científico que estableció un nuevo récord. Poco después de aparecer en Internet, su “puntuación altmétrica” —que mide la atención que reciben los ensayos de investigación en la prensa y las redes sociales— había sobrepasado ya a cualquier otro estudio anterior. El artículo, publicado en una página web dedicada a resultados preliminares, aseguraba que el nuevo coronavirus que estaba extendiéndose en China tenía fragmentos de código genético similares al VIH, lo que desató las teorías de la conspiración de que el virus se había creado mediante ingeniería genética. Solo había un inconveniente: el artículo tenía defectos importantes y fue desacreditado por los principales investigadores genéticos. Ante las críticas, los autores se apresuraron a retirar el estudio.

El brote de Covid-19 en China ha ido acompañado de la difusión de especulaciones y rumores, que a menudo llegan más lejos y más deprisa que el propio virus. ¿Pero por qué es tan contagiosa esa desinformación? Tanto en los virus como en la información viral, los brotes dependen de qué es lo que se propaga y de las interacciones de la gente que lo propaga. Varias investigaciones recientes han demostrado que algunos contenidos en la Red pueden prender con facilidad. Los análisis de las noticias difundidas en Twitter entre 2006 y 2017 revelan que las falsas tienden a propagarse más y más deprisa que otras. ¿El motivo? La gente parece apreciar la novedad, y las noticias falsas, por definición, contienen más datos nuevos que las verdaderas.

Además de la novedad, las emociones pueden influir en que se popularice la información. Entre los factores más poderosos que impulsan la información están el miedo y la repugnancia, por lo que las historias que suscitan esos sentimientos suelen propagarse con más facilidad. También en este caso hay una explicación evolutiva: el miedo y la repugnancia nos han ayudado históricamente a evitar lo que nos podía hacer daño. Esas emociones se explotan ahora para conseguir que los usuarios difundan informaciones nocivas.

Ese carácter contagioso no necesariamente se arregla con el tiempo. Durante un brote, siempre se hacen especulaciones sobre si el virus está evolucionando y haciéndose más peligroso. Aunque no existen pruebas de que el coronavirus se haya hecho más contagioso desde que apareció en diciembre, lo que probablemente sí está evolucionando son los rumores sobre él, que se propagan cada vez mejor. En 1932, el psicólogo Frederic Bartlett publicó un estudio que mostraba lo que ocurre en el proceso de divulgar una información. Ordenó a los participantes en el experimento que hicieran una especie de juego del “teléfono roto”: uno le contaba una historia a otro, que, a su vez, se la contaba al siguiente, y así sucesivamente. A medida que las historias recorrían la cadena, se volvían más breves y sencillas. La gente también prescindía de los elementos que le resultaban desconocidos y los sustituía por otros que le parecían que tenían más sentido. En la era de Internet, este proceso es todavía más rápido: las ideas complejas y delicadas pueden convertirse rápidamente en historias sencillas, que prescinden de detalles esenciales porque no encajan con las opiniones de quienes las cuentan.

La sencillez se valora especialmente en la Red, y el efecto se refuerza por los tipos de interacciones que tenemos. El sociólogo Damon Centola ha destacado que las ideas y opiniones complejas, muchas veces, necesitan un refuerzo social para extenderse: quizá tuiteemos un vídeo de gatos después de ver que lo ha compartido una persona, pero, en general, necesitamos ver a muchas personas publicando una opinión política sutil antes de pensar en unirnos a ellos. Centola llama a estos conceptos complicados “contagios complejos” porque, a diferencia de los “simples” virus biológicos —que se pueden propagar en un solo contacto personal—, la gente tiene que estar expuesta a ellos muchas veces antes de atraparlos. Por eso, la estructura de las redes sociales de Internet —en las que lo que domina no son las relaciones con grupos íntimos de amigos, sino los contactos con personas a las que se conoce de forma superficial— ofrece una enorme ventaja a los contenidos contagiosos “simples”, que no necesitan pensar ni discutir mucho antes de difundirlo.

Las redes sociales no solo facilitan la difusión de ideas sencillas y emocionales; también ayudan a que se propaguen más deprisa. Una persona suele tardar alrededor de 20 segundos en compartir una entrada viral de Facebook: si cada usuario, por término medio, la comparte con dos más, el brote se extenderá a toda velocidad. En cambio, una persona infectada con el coronavirus, en general, tarda varios días en contagiar a otras.

El brote de Covid-19 tiene un alcance sin precedentes, con 35 países afectados en las seis semanas transcurridas desde que se notificó. Para hacer frente a la infección hay que reducir la transmisión, pero también hay que abordar las especulaciones y los rumores que se extienden rápidamente, siembran la desconfianza y debilitan los esfuerzos para contener el virus. Ya tenemos una enfermedad que está rompiendo récords. No podemos permitirnos el lujo de que la desinformación también los rompa.

Adam Kucharski es autor de The Rules of Contagion: Why Things Spread - and Why They Stop. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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