El contagio de la desvergüenza

La emergencia de la ultraderecha en las pasadas elecciones generales, constituida ya en la tercera fuerza política del país, ha dejado a nuestros politólogos y observadores habituales un tanto desconcertados. Hasta ese momento el ascenso mediático (incluso su entrada en el Parlamento) no dejaba de ser un acompasarse al resto de países europeos. Suponía la corrección de una anomalía histórica: la insólita convivencia dentro de unas mismas siglas políticas desde las aspiraciones liberales (una suerte de progresismo de derechas) hasta un nacionalismo casi medieval; fuese cual fuese el motivo histórico de esta prodigiosa elasticidad ideológica era previsible que el tejido se desgarraría por algún lado, y que cada facción, con independencia de eventuales concurrencias y alianzas, pondría sobre la mesa aquellas ideas y políticas que les diferencian ante sus votantes, como sucede desde el arranque de nuestra democracia en el así llamado «espacio de izquierdas».

La «corrección» parecía cuestión de tiempo, pero no implicaba necesariamente que nuestra particular «fuerza» de ultraderecha sobrepasase a los dos partidos de la llamada «nueva política», que hasta hace bien poco parecían destinados a diluir el bipartidismo. Y lo ha logrado sin poner el acento (como sucede en otros países europeos) en la defensa de los ciudadanos que han perdido poder adquisitivo y seguridad a causa de la globalización, un conjunto de votantes con el que la izquierda ha perdido su sintonía tradicional, sino con un programa tan abiertamente agresivo contra la economía de las clases populares que bien podría calificarse de «neoliberalismo medieval».

La combinación de lo inesperado y de lo inapelable de este ascenso ha suscitado cierta conmoción, seguida de una serie de preguntas urgentes (¿cómo ha podido pasar? ¿cuánto durará el fenómeno? ¿va a incrementarse?) y muy complicadas de responder desde el desconcierto. El nuevo escenario (imprevisto por profesionales dedicados a escudriñar los síntomas más leves que emite la esfera pública) quizás merecía unas semanas de reflexión, al menos unos días, pero sabemos demasiado bien que la noria de la opinión (con sus politólogos girando dentro) no sabe cómo detenerse.

Cegado el sendero de la reflexión silenciosa y lanzados a reflexionar en un escenario tan inesperado como desconcertante (recordemos: casi desde la conmoción) unos cuantos profesionales han recurrido al lenguaje poético, que siempre es de ayuda cuando se produce una remoción de las creencias o un desarreglo de las costumbres, pues ofrece el apoyo de las figuras literarias (metáforas y comparaciones) para ordenar la realidad, vinculando la novedad desconcertante a imágenes o entidades familiares.

Así, ante el auge inaudito de la ultraderecha la metáfora favorita (casi podríamos calificarla de triunfal) ha sido la del «cordón sanitario», que tiene por lo menos tres ventajas: identifica claramente la ultraderecha como un mal (una enfermedad), propone una especie de reacción efectiva (aislarla) y difunde la ficción de que la «cura» está en manos del resto de los demócratas, que depende de nuestra voluntad.

Los beneficios de un «pensamiento metafórico» están a la vista de todos. Las comparaciones y las metáforas son muy golosas porque le proporcionan al cerebro una descarga de satisfacción al descubrir la semejanza entre dos estados de la realidad aparentemente alejados (la enfermedad contagiosa y la ultraderecha), una suerte de terrón de azúcar. Pero la comprensión de la realidad mediante metáforas se vuelve peligrosa cuando nos la tomamos demasiado en serio, de manera literal, sin tener presente que dos cosas que se parecen en algo siguen siendo muy distintas en otras tantas. De manera que, si bien es divertido llamarle a los dientes «perlas de la boca» y nos ofrece cierta información sobre su brillo, a nadie se le ocurriría arrancarse una muela para irse corriendo a la tienda de empeños.

Las figuras literarias contribuyen a roturar un terreno inhóspito, nos ofrecen un primer mapa borroso, pero no suele ser buena idea pretender que sustituyan al pensamiento. Todos estos peligros concurren y se activan con la metáfora del «cordón sanitario», aunque en un primer momento nos convence con su expresividad y nos halaga con la propuesta de atajar el problema mediante una actuación sencilla y directa, si nos la tomamos demasiado en serio nos induce por lo menos a cometer tres errores. El primero es considerar la «ultraderecha» como una suerte de virus que se apodera del cuerpo del paciente, el segundo que al «aislarlo» (al no formar gobierno con ellos, no debatir en el espacio público, no prestarles atención...) se consumirá o colapsará como una llama sin oxígeno, y el tercero que a las ideas de ultraderecha se llega de manera indeliberada, igual que se pilla un resfriado.

Las tres presunciones son falsas y al combinarse ofrecen una visión tan distorsionada del votante de ultraderecha que dificulta tomar medidas efectivas para impedir que se incremente su número. Lo más urgente es dejar de considerarles como personas que de manera indeliberada se han «contagiado» de una enfermedad que flota en el ambiente (y de la que todos somos pacientes potenciales) y de cuyo cuadro sintomático les gustaría escapar cuanto antes. El diagnóstico es de una falsedad extrema. A los votantes de ultraderecha más bien se les ve manifestarse orgullosos, aliviados de poder expresar sus convicciones (sobre las mujeres, sobre los emigrantes, sobre las restricciones de la libertad de información) en público, amparados por el altavoz de un partido. Descartada por ineficaz la metáfora de la infección y el dichoso contagio no creo que sea buena idea sustituirla por otra que tarde o temprano terminará enredándose en limitaciones parecidas. Prefiero emplear este espacio para señalar una hipótesis en crudo: que buena parte del crecimiento de la ultraderecha se debe al deterioro de uno de los sistemas de control social más efectivos que existen: la vergüenza hacia las propias ideas y apetencias, el bochorno a expresarlas en público, y el miedo a ser excluido del grupo donde uno desearía estar porque entre personas educadas no se admite la zafiedad intelectual ni la chabacanería moral.

No hablo de denuncias ni de responsabilidades legales, sino de los circuitos elementales de reprobación social. De la misma manera que a nadie se le ocurriría defender en la oficina o en el patio de vecinos las ventajas pedagógicas de la pederastia, hasta hace bien poco casi nadie se animaba a criminalizar a los emigrantes menores de edad o a quitar hierro a la violencia que sufren las mujeres en sus propias casas... El coste social era demasiado alto. ¿Cómo se ha llegado a la situación de proclamar sin pudor, casi con orgullo, estas ideas? Lo desconozco, pero creo que sería más útil concentrar los esfuerzos en averiguarlo y tratar de reconstituir los poderes de los anillos coercitivos de la vergüenza social antes que dejarse arrastrar por la metáfora del «cordón sanitario» y precipitarse en ridículos como el de nuestros representantes políticos negándose a destruir en un debate televisivo los argumentos de la ultraderecha no fuesen a «contagiarse».

Sé que muchos politólogos y comentaristas habituales coinciden en el análisis: los votantes se abrazan a la ultraderecha porque durante años los partidos mayoritarios han orillado sus problemas y los han acomplejado con políticas demasiado sofisticadas. La receta: volver a seducirlos. Creo que sería mucho más útil pensar como regenerar un espacio público donde las ideas racistas y xenófobas, las políticas denigrantes contra los homosexuales, la connivencia con el maltrato de las mujeres, las majaderías sobre el cambio climático y los delirios nacionalistas se abortasen anticipadamente por un sentido interno del bochorno, por el miedo a la vergüenza y al rechazo público. O si se prefiere: por el ánimo de ser un poco mejor.

Gonzalo Torné es escritor.

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