El 5 de agosto el Gobierno decidió trasladar a España desde Monrovia (Liberia) al misionero Miguel Pajares, perteneciente a la Orden de San Juan de Dios, contagiado por el virus del ébola.
El religioso fue trasladado a Madrid en un Airbus 310 medicalizado y sellado interiormente para evitar cualquier tipo de contagio. El avión es el que utiliza normalmente el presidente Rajoy.
A su llegada al aeropuerto de Torrejón, Pajares fue recogido por una UVI móvil igualmente preparada para evitar la transmisión del virus. La ambulancia fue escoltada por la policía hasta el hospital Carlos III, situado junto a La Paz.
Se generó una polémica un tanto estúpida sobre el gasto que representaba traer al misionero a España cuando era casi segura su muerte y también por el riesgo que suponía trasladar hasta nuestro país un virus muy contagioso para el que no había un remedio probadamente eficaz.
Desde EL MUNDO defendimos la decisión del Gobierno. España no podía dejar morir en un lugar inhóspito a un hombre que había sacrificado su vida por los demás sin intentar siquiera un último esfuerzo para salvarle. ¡Para eso pagamos impuestos!
Desde el Ministerio de Sanidad se lanzó un mensaje tranquilizador a la opinión pública. Desde el primer momento se implantarían los protocolos establecidos por la OMS. Además, dijo un portavoz de la ministra, «el riesgo de contagio es muy pequeño».
Efectivamente, el padre Pajares murió poco después de su llegada a España. El 21 de agosto, el Gobierno decidió el traslado del también misionero de la Orden de San Juan de Dios, Manuel García Viejo, desde Sierra Leona.
García Viejo fue internado en el Hospital Carlos III, cuya sexta planta se había vaciado para dedicarla en exclusiva a la atención de los contagiados por ébola.
En la tarde del 6 de octubre Sanidad confirmó que una de las auxiliares que atendió a García Viejo y que también estuvo en el equipo que trató a Pajares, había dado positivo en la prueba de ébola que se le había realizado en el Hospital de Alcorcón.
A las 20:30 horas, la ministra Ana Mato, dio una rueda de prensa acompañada de altos cargos de su departamento y de la consejería de Sanidad de la Comunidad de Madrid, donde no se aclararon las dudas sobre las circunstancias del contagio.
A partir de ese momento se desataron las especulaciones. Sin embargo, había un dato que nos llamó la atención y que, al día siguiente, reflejamos en nuestra portada: la enferma había permanecido al menos seis días con fiebre antes de hacerse la prueba del ébola.
Cuando el Gobierno anunció la decisión de traer a España al primer misionero, desde Sanidad se informó de que el personal que estuviera en contacto con el enfermo permanecería bajo control sanitario durante los 21 días siguientes, además de someterse a un seguimiento diario de dos tomas de temperatura para detectar si, en algún momento, se superaban los 38 grados de fiebre, momento en el cual se le sometería al test del ébola y se establecerían las medidas de aislamiento pertinentes.
Las circunstancias que rodean el caso lo hacían cada vez más extraño. Supimos que la enferma comenzó a tener fiebre el día 29 de septiembre y que el 30 acudió al médico de atención primaria, quien le diagnosticó gripe y le recetó paracetamol. También supimos que en sus contactos telefónicos con el Centro de Control de Riesgos, había transmitido que tenía unas décimas, pero que esta información no llevó a encender las alarmas sobre su posible contagio.
El miércoles 9 de octubre Teresa Romero (la auxiliar que se encuentra internada en el Carlos III) confesó a su médico y a varios medios de comunicación que tal vez el contagio se había producido al tocar su cara con un guante. También se supo que en ningún momento había transmitido a la doctora que la trató el día 30 que había sido miembro del equipo que atendió a los infectados por el ébola.
Un comportamiento un tanto extraño, ya que, por otro lado, en su domicilio Teresa tomó precauciones como si supiese que ya tenía el virus. Su marido y ella durmieron en habitaciones separadas y no usaron el mismo baño.
La confesión de Teresa despeja una duda fundamental, pero no diluye las responsabilidades políticas que se derivan de este caso.
Independientemente de la imprudencia de Teresa, sabemos:
1º Que la formación recibida por los médicos y técnicos sanitarios para atender a los enfermos de ébola ha sido escasa y apresurada.
2º Que el lugar habilitado para que los miembros del equipo se quitaran el traje protector era tan pequeño que impedía que otra persona vigilase el proceso, lo que está establecido en los protocolos precisamente para evitar imprudencias como las de Teresa.
3º Que la cámara instalada en la habitación no grababa, sino que simplemente servía para el control exterior en tiempo real.
4º Que los equipos de protección, como ha denunciado el médico que la atendió en Alcorcón, no se adecuaban a las características de sus usuarios, lo que anula prácticamente su función profiláctica.
5º Que incomprensiblemente, Teresa, trabajadora del Carlos III, cuando llamó a su centro en la madrugada del domingo 5 de octubre, ya con fiebre muy alta, fue remitida al Hospital de Alcorcón.
6º Que en dicho hospital, y ya advirtiendo que podía estar contagiada por el ébola, permaneció en urgencias varias horas sin el aislamiento requerido.
7º Que la ambulancia que la trasladó a dicho centro continuó realizando servicios durante 12 horas sin haber sido desinfectada.
8º Que al médico que la atendió en Alcorcón no se le informó de que las pruebas de ébola habían dado positivo hasta después de que la noticia fuera difundida por los medios.
9º Que a día de hoy no sabemos por qué no se tomó ninguna medida desde el Centro de Control de Riesgos tras conocerse que Teresa tenía fiebre.
10º Tampoco sabemos por qué se le permitió a Teresa tomarse unas vacaciones y no se la sometió al control de 21 días que requería.
Por todas esas razones Rajoy debe instar la dimisión de Mato. España ha sido portada de todos los medios del mundo por ser el país donde se ha dado el primer caso de contagio fuera de África. Eludir responsabilidades daña nuestra imagen y alimenta el descrédito ciudadano en la clase política.
Casimiro García-Abadillo, director de El Mundo.