El contrato de integración

La inmigración vuelve a ser tema de campaña electoral. Y no es que no deba ser así, ya que las fuerzas políticas han de presentar sus propuestas para la gestión de la misma, o para resolver los déficits que genera el incremento de población; el problema es cuando se cede a la tentación de la consigna fácil, ligada a los prejuicios xenófobos, con la que solo se busca recoger el voto del miedo y del rechazo a los inmigrantes.

Este ha sido el caso de la consigna planteada por CiU: "La gente no se va de su país por ganas sino por hambre, pero en Catalunya no cabe todo el mundo". Una consigna que falsea las causas del fenómeno migratorio, pues lo cierto es que la inmigración que hemos recibido, el momento y la cantidad en la que la hemos recibido, ha venido determinado por las necesidades de nuestro mercado laboral. Falsea también sus efectos, dando una imagen de saturación, cuando esta inmigración recibida ha sido la que ha posibilitado los altos índices de crecimiento económico que hemos tenido. Y, lo que es peor, nos presenta la inmigración como algo negativo, algo de lo que debemos prevenirnos, algo que para nuestra sociedad constituye una amenaza. Es aquí donde reside el carácter xenófobo de la consigna.

Pero la propuesta de campaña que está mereciendo más debate es la planteada por el PP: el contrato de integración que deberán firmar los inmigrantes que vayan a residir en España por más de un año. No es una propuesta novedosa; sigue los pasos de otra parecida que hizo CiU dos años atrás, y coincide con medidas impuestas en otros países. El contrato de integración lo planteó Sarkozy en el 2004, pero antes ya se había introducido en la ley de extranjería austriaca del 2002, y con nombres similares lo tenemos en otros países, como Bélgica (cursos de integración obligatorios), Holanda (estatuto de integración y examen de integración), Dinamarca (examen de integración), Reino Unido (examen de ciudadanía, aunque solo para el acceso a la nacionalidad), etcétera.

El contrato de integración lleva al examen de integración, y en varios países está ya legislado cómo se realiza y lo que sucede cuando no se supera. En Austria, por ejemplo, si dos años después de adquirida la residencia el inmigrante no supera el examen de alemán y de historia austriaca, es multado, y si no lo supera cuatro años después, pierde la residencia.

En estos países, las medidas tipo contrato de integración o examen de integración han sido, en general, introducidas por gobiernos conservadores, y cuando mayor desarrollo han alcanzado ha sido cuando se hallaba la extrema derecha presente en el Gobierno. Así ha sido en Austria, Holanda y Dinamarca, que, por otra parte, han sido los pioneros en este tema. Se trata de medidas ampliamente criticadas desde las entidades de defensa de los derechos humanos y desde las organizaciones que trabajan directamente con la inmigración y la integración.

Las críticas se realizan tanto por el concepto de integración que subyace en esas medidas como por sus efectos sobre la propia integración. El concepto de integración que expresan tiene un fuerte sesgo culturalista y asimilacionista, ya que la reduce a una cuestión de aprendizaje del idioma, de la historia y la cultura del país receptor. El aprendizaje del idioma, o los idiomas, es sin duda muy importante, pero la integración es sobre todo una cuestión de equiparación en derechos, en acceso igualitario al trabajo y los servicios, en participación democrática, etcétera. Así se está poniendo de manifiesto, no solo por parte de las organizaciones sociales, sino también de la propia Comisión Europea, cuyos documentos sobre políticas de integración se centran en aspectos como el acceso al trabajo, a la educación, a la participación, etcétera.

Sobre todos estos aspectos no es el inmigrante el que ha de ser examinado, más bien lo ha de ser la sociedad receptora. Por ello también son criticados los contratos y exámenes de integración, porque culpabilizan al inmigrante de la no integración, hacen recaer sobre él todo el peso de los malos resultados que puedan producirse en este terreno y desvían nuestra atención de las políticas de integración que se hacen y de los recursos que a ellas se le dedican. El efecto final del contrato de integración puede ser que se escamotee con mayor facilidad la carencia de políticas y recursos para la integración.

La integración avanza cuando se combate la discriminación y cuando se dedican a los servicios públicos los recursos adecuados, acordes con el aumento de población que la inmigración supone, la integración avanza. El aprendizaje del idioma o idiomas de la sociedad receptora también es importante, pero más que un asunto de mayor o menor interés de los inmigrantes, es una cuestión de los recursos que se dedican.

Si quieren hablar de integración en la campaña electoral, los partidos políticos han de explicar los avances que van a introducir en la lucha contra la discriminación, los recursos que van a dedicar a los barrios en los que más se han concentrado los inmigrantes, las políticas de promoción de la participación, las nuevas medidas que desarrollarán para corregir las desventajas de las que parten los inmigrantes (en conocimiento del idioma, del entorno social, de los recursos, etcétera). Se trata en definitiva de cambiar la pregunta de partida: más que preguntarnos si los inmigrantes se integran o no, hemos de preguntarnos si la nuestra es o no una sociedad suficientemente integradora.

Miguel Pajares, miembro del GRECS (UB) y presidente de la Comissió Catalana d'Ajuda al Refugiat.