El control de la calle

El canciller del Imperio Austríaco, Klemens von Metternich, al igual que una buena parte de los plenipotenciarios que acudieron al Congreso de Viena, estaban convencidos de que la agitación provocada por la Revolución Francesa y las Guerras Napoleónicas había quedado atrás. Consideraban que lo conveniente era tender una especie de puente temporal entre 1789 -fecha del estallido revolucionario- y 1815 -fecha en que Napoléon había sido derrotado en Waterloo-, como si nada hubiera ocurrido. Se restauraría el Antiguo Régimen, lo que restablecería el poder absoluto del monarca, y se mantendrían las estructuras propias de una sociedad estamental.

No tuvieron en cuenta, en medio de los grandiosos banquetes y lujosos bailes que caracterizaron aquella cita diplomática, que el viento de la historia soplaba en otra dirección y que la burguesía, que había estado en el origen de los planteamientos revolucionarios -cosa diferente es que a partir de la ejecución de Luis XVI todo se radicalizara y perdiera el control del proceso-, no iba a cejar fácilmente en su lucha por el poder político -el económico ya lo tenía- que conllevaba la eliminación de los privilegios estamentales y la configuración de un Estado, cuya arquitectura tenía como pilar fundamental una Constitución en la que se recogieran los derechos y libertades de los ciudadanos.

El control de la calleMuy pronto comenzaron sus intentonas para acabar con el Antiguo Régimen restaurado tras el Congreso de Viena. Se sucedieron en diferentes países de Europa las conocidas como revoluciones liberales burguesas. Fue lo que don Miguel Artola denominó como el tiempo de la burguesía revolucionaria. La primera oleada se produjo en 1820 y tuvo su epicentro en España. Los liberales lograron que Fernando VII aceptara a regañadientes la Constitución de 1812. Fue un trágala, aunque indicara en el manifiesto del 10 de marzo de 1820 el «marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional». La consecuencia fue que en nuestro país se viviera el llamado Trienio Liberal (1820-1823), al que pondría punto final la intervención de la Santa Alianza, utilizando como brazo armado a un ejército francés, conocido como los Cien Mil Hijos de San Luis.

Fue en 1830 cuando París se erizó de barricadas, aprovechando que los viejos barrios de la capital estaban llenos de callejuelas estrechas y adoquinadas. La burguesía parisina se echó a la calle y alentó también a las clases populares a hacerlo para oponerse a los planteamientos absolutistas de Carlos X. Fueron las llamadas «Jornadas de Julio» que darían lugar al nacimiento de una nueva monarquía encarnada en Luis Felipe de Orleans, que se proclamaría no tanto rey de Francia, como rey de los franceses. Los acontecimientos acaecidos en Francia tuvieron escaso eco en España, si bien hubo un par de intentonas liberales que se saldaron con la ejecución de sus principales protagonistas -Mariana de Pineda fue entregada al verdugo en Granada (1830) y el general José María de Torrijos y sus compañeros fueron ejecutados en Málaga (1831).

La tercera de esas revoluciones tuvo lugar en 1848. El centro de la agitación burguesa fue de nuevo París, donde la burguesía rechazaba las formas, cada vez más autoritarias de la monarquía de Luis Felipe, cuyo hijo Antonio de Orleans, duque de Montpensier, había contraído matrimonio dos años antes con la menor de las hijas de Fernando VII, la infanta Luisa Fernanda. Otra vez la pequeña burguesía fue la punta de lanza del proceso revolucionario, al que se sumaron estudiantes y artesanos. Otra vez la capital francesa se llenó de barricadas aprovechando el trazado de sus callejuelas medievales. En tres jornadas, del 23 al 25 de febrero, las barricadas y la agitación callejera lograron la caída de la monarquía de Luis Felipe.

En España resonaron de nuevo los ecos revolucionarios, si bien las circunstancias políticas no eran las mismas de 1830, al haberse configurado un Estado liberal. Hubo dos intentos revolucionarios. En el primero, a finales de marzo, los progresistas levantaron barricadas en Madrid en las calles aledañas al Palacio Real y exigieron la dimisión de Narváez, quien ocupaba la presidencia del gobierno en plena Década Moderada. La insurrección antigubernamental apenas duró veinticuatro horas. En mayo volvieron las asonadas callejeras en diferentes ciudades. Las hubo, además de en Madrid, en Barcelona, en Valencia y en Sevilla. Las medidas extraordinarias tomadas por el gobierno, que disolvió las Cortes y suspendió las libertades constitucionales, le permitieron controlar la situación. Benito Pérez Galdós -el centenario de su muerte está pasando, dadas las circunstancias, con más pena que gloria- se refirió a estos acontecimientos en uno de sus Episodios Nacionales, al que tituló como «Las tormentas del 48».

Conforme avanzó el siglo XIX y se consolidaba el Estado Liberal, la burguesía fue adoptando posiciones más conservadoras, al haber alcanzado sus objetivos. El París del Segundo Imperio de Luis Napoléon y Eugenia de Montijo, con la burguesía en el poder, se remodeló de la mano del barón Haussmann, que eliminó muchas de sus estrechas y oscuras calles, pasando a ser la Ciudad de la Luz con avenidas amplias y luminosas. Pero aquella reforma tenía otra finalidad: dificultar, cuando no impedir, las barricadas y facilitar el desplazamiento de las unidades militares.

Poco a poco, la burguesía se había ido desligando de la agitación callejera. A partir de ahora los procesos revolucionarios serían protagonizados en exclusiva por unas clases populares que reivindicaban una mejora en las duras condiciones laborales imperantes y el derecho de organizarse para defender sus intereses. La calle a partir del último tercio del siglo XIX fue definitivamente abandonada por la burguesía, asimilada económica e ideológicamente a posiciones conservadoras, y quedó en manos de unas clases populares reivindicativas de sus derechos, lo que incluía el del voto, al haberse establecido el sufragio censitario que los excluía de ser electores o elegidos para ocupar los cargos públicos.

La calle a lo largo del siglo XX en los sistemas políticos democráticos, donde son fundamentales las libertades, ha sido controlada por la izquierda. La calle como lugar de manifestaciones reivindicativas o de concentraciones de protesta está ligada a la izquierda con la que ha configurado un binomio que reviste caracteres poco menos que de axioma.

En esas circunstancias, cuando en España se ha producido la presencia de la derecha en la calle, esta ha sido acogida con fuertes reticencias desde la izquierda, que la considera dominio propio. Lo ocurrido en algunas de las manifestaciones del Día de la Mujer, donde se increpaba y se exigía la retirada de representantes políticos no vinculados a la izquierda, es una prueba de ello. Como lo es el desprecio a las concentraciones callejeras de partidos de derechas que han sido calificados con apelativos casi infamantes desde la izquierda, como la denominación de trifachito a alguna protesta mancomunada de la derecha. Un caso actual lo tenemos en las manifestaciones contra el Gobierno que se producen estos días en numerosas ciudades españolas, que son consideradas inadecuadas y calificadas como manifestaciones de pijos, que utilizan palos de golf a la hora del golpear cacerolas que son de diseño, que es otra forma de protesta de la que la izquierda se considera propietaria.

La calle, como lugar de reunión y concentración para reivindicar derechos y protestar, empieza a ser un espacio en disputa que no sienta bien a una izquierda que la considera como algo propio para tales menesteres. Pero no siempre fue así.

José Calvo Poyato es doctor en Historia Moderna.

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