El convento romántico

Si no lo remedia el Dios de la clemencia, que es el que acaba salvando al Don Juan de Zorrilla, mucho nos tememos que la innovación anglosajona del Halloween acabará sustituyendo definitivamente a la tradición española del Tenorio. La una y la otra tienen, no obstante, evidentes vínculos de parentesco, patentes, por ejemplo, en las fechas de celebración y en las respectivas guardarropías y «puestas en escena». ¿O acaso las gentes disfrazadas al halloweeniano modo no son perfectamente intercambiables con las figuras espectrales («las sombras», dice la pertinente anotación) del tercer acto del famoso drama romántico?

Pero no es nuestro propósito deplorar el ocaso de una tradición que el teatro español tiene por suya al menos desde mediados del XIX, sino advertir -con el pretexto de las tocas monjiles de doña Inés de Ulloa- sobre la amenaza que se cierne sobre el auténtico convento de la literatura romántica española.

El convento románticoTodavía hoy no hay acuerdo acerca de la identificación del convento del drama de Zorrilla. Se duda incluso de que la ficción literaria pudiera estar inspirada en la existencia real de algún cenobio sevillano, perteneciente, eso sí, a la orden de las calatravas (don Gonzalo de Ulloa es comendador de Calatrava, recuérdese) pero que ya en tiempos de Zorrilla habría sucumbido a la desamortización de Mendizábal. En todo caso, el romanticismo literario español tiene su convento, documentado con toda precisión, habitado hasta hace apenas unos días y, por ahora (la locución adverbial no es baladí), perfectamente conservado. Se trata del convento de Valdeflores, extramuros de la pequeña ciudad de Viveiro, cuna del gran Nicomedes Pastor Díaz, justamente llamado «príncipe del Romanticismo», pues lo fue, primero y principal, en muchas de sus páginas. Amigo de Zorrilla desde el mismo día del entierro de Larra y prologuista de sus Poesías, serán también suyas las palabras que dan entrada a la primera edición impresa de la más popular de las obras del autor vallisoletano.

Pastor Díaz era seis años mayor que Zorrilla. El estreno del Don Juan Tenorio se produjo en marzo de 1844. Los pormenores y avatares de sus orígenes, inspiración y apremiante escritura han sido relatados muchas veces y por lo menudo. Cinco años después, en enero de 1849, Pastor Díaz empieza a publicar como folletín en el diario La Patria, órgano del Partido Moderado, la que había de ser su obra más conocida (en justicia: relativamente conocida), De Villahermosa a la China, novela un tanto farragosa en cuyas páginas se mezclan, a veces en confusa ilación, autobiografía, historia, pujos de prospección psicológica y, naturalmente, mucha imaginación. «Libro delirante y extraño a ratos», dirá de él Adolfo de Sandoval en su biografía de Carolina Coronado. El diagnóstico no está mal. «Un esforzado examen de conciencia» advertirá en sus páginas el profesor Luis Caparrós Esperante, que ha estudiado con minucioso rigor la poética de Díaz. Pero dejando aparte su mayor o menor entidad literaria no cabe duda de que se trata de una creación enteramente romántica, tanto formalmente como por el hilo argumental que la sostiene. Y precisamente a este respecto no dejan de resultar curiosas algunas coincidencias -o al menos aproximaciones- que permitirían establecer ciertos parentescos entre el drama de Zorrilla y la novela de Díaz: seducción, dudas de conciencia, arrepentimientos, claustros conventuales, tocas monjiles. Muchos de los versos del drama de Zorrilla resuenan en las paredes monacales de las calatravas de Sevilla. Algunas de las páginas más admirables de la novela de Díaz se abren a los secretos del monasterio de Valdeflores, «desde donde suben diariamente al Cielo preces que el mundo ignora». A finales del siglo XIV ya estaba establecida allí una comunidad de dominicas, «vírgenes del Señor». En la vecindad de los muros de la clausura tiene su desembocadura el río Landro, también de inequívocos ecos románticos afianzados en versos del propio Pastor Díaz. Las celdas se asoman al valle que llaman de Xunqueira. Sobre la portada de la iglesia, una hornacina cobija la imagen pétrea de santo Domingo. En el dintel de la entrada conventual una labra recuerda las palabras de Agustín de Hipona: «El placer de morir sin pena bien vale la pena de vivir sin placer».

Volvamos líneas atrás. Del convento del drama de Zorrilla no queda rastro que lo identifique con certeza. El antiguo beaterio de la novela de Pastor Díaz, en cambio, sigue en pie, a la vista, perfectamente conservado y protegido, al menos sobre el papel, por su catalogación como Bien de Interés Cultural, un reconocimiento que, sin embargo, no garantiza que quede a salvo de los efectos con que el tiempo suele castigar a los edificios deshabitados. Y eso, soledad y desistimiento, son ya, desde hace unas semanas, sombras que se ciernen amenazantes sobre el convento del Romanticismo español. Las tres últimas religiosas que lo ocupaban han sido trasladadas a otras casas dominicas donde puedan ser atendidas de los quebrantos que impone la vejez. Ni siquiera en el más optimista de los horizontes se vislumbra la posibilidad de renuevos vocacionales. Y la eventualidad de que Valdeflores acoja cualquier otra colectividad religiosa parece altamente improbable, habida cuenta de la anemia que afecta tanto al clero regular como al secular.

Nada contribuye más eficazmente a la destrucción del patrimonio monumental de los pueblos que el paso de los años, sobre todo cuando discurren sobre el camino de la incuria y la indefensión. «Los muros abandonados son muros en agonía», se lamentó con razón Otero Pedrayo cuando el tiempo y la dejadez arruinaban Montederramo, el poderoso monasterio del Císter en tierras orensanas de Caldelas. Con ese riesgo acechando sus muros acaba de quedarse vacío el convento de Valdeflores, en cuyo recinto resuena todavía el eco de la romántica novela de Pastor Díaz. Ojalá que lo que ahora parece un auspicio pesimista no se convierta en certeza.

Juan Soto es escritor y periodista.

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